VOLUMEN: XIII  NÚMERO: 34

 

 

ANÁLISIS COMPARATIVO DE LOS PRINCIPALES PARADIGMAS EN EL ESTUDIO DE LA EMOCIÓN HUMANA

Juan Antonio Mora Mérida

Miguel Luis Martín Jorge

 

Introducción

 

La emoción es un aspecto central del psiquismo humano. A través de las diversas situaciones vividas, la emocionalidad aparece como una variable omnipresente, matizando nuestra comprensión de la realidad y determinando el modo en que nos enfrentamos a ella. Un amplio espectro de registros emocionales condiciona nuestra existencia particular, desde las situaciones más insignificantes hasta las de mayor trascendencia (Mora, 1987; Palmero y G. Fdez-Abascal, 1998).

En las diversas teorías sobre la emoción, así como en el lenguaje popular, aparecen distintos términos cuyos significados se hallan actualmente más o menos consensuados. Por lo general, al hablar de afectividad nos referimos a la tonalidad emotiva que impregna la existencia del ser humano. La afectividad se concreta en sentimientos y emociones. Los primeros son, esencialmente, reacciones subjetivas de placer o displacer ante determinados estímulos o situaciones, con un valor moderado y una determinada duración. En estrecha relación con los sentimientos, se hallan los estados de ánimo. Éstos se definen como fenómenos afectivos de naturaleza cotidiana, generalizados, de intensidad media y sin objeto específico. Los estados de ánimo ejercen una influencia continua y, en ocasiones, imperceptible sobre los fenómenos no afectivos. Las emociones, por el contrario, son afectos más intensos y breves, reacciones centradas en un objeto que involucran respuestas fisiológicas y manifestaciones expresivas y conductuales. Las emociones interrumpen el curso ordinario de la conducta y la cognición, dándoles ocasionalmente una nueva orientación. Por su carácter básico, las emociones han sido consideradas el elemento central de la afectividad.

Esta conceptuación goza en la actualidad de una amplia aceptación en el estudio psicológico de la emoción (Echevarría y Páez, 1989; Moltó, 1995). Sin embargo, recientes aportaciones procedentes del enfoque biológico-evolutivo (Damasio, 1994, 1998, 2003; LeDoux, 1996, 2000, 2002), emplazan las diferencias entre emociones y sentimientos en la interacción que se da entre a) la activación de ciertos mecanismos fisiológicos y b) el grado de conciencia con que son experimentados. Las emociones son concebidas como funciones biológicas del sistema nervioso, mecanismos inconscientes destinados a generar conductas que permitan la supervivencia y la perpetuación de los organismos, la expresión de los sistemas corporales de regulación homeostática. Por el contrario, los sentimientos resultan de la experiencia subjetiva y consciente que un organismo dotado de conciencia, a posteriori, tiene de la emoción. La diferencia entre emociones y sentimientos no reside en la duración e intensidad del fenómeno, sino en que éste sea experimentado o no de forma consciente. Una vez que la emoción ha sido detectada por la conciencia, el sentimiento surge de la interpretación cognitiva, consciente, realizada sobre sus manifestaciones fisiológicas y somáticas.

La emoción es un concepto complejo en el que pueden apreciarse distintas dimensiones. Las emociones tienen, ante todo, una dimensión fisiológica, al darse en organismos dotados de unos mecanismos somáticos, cuyo concurso resulta imprescindible para su experiencia; tienen una dimensión social, puesto que las vivimos en situaciones sociales y son desencadenadas por estímulos de naturaleza social, y no meramente biológica; poseen asimismo una dimensión lingüística: lenguas como la nuestra disponen de un extenso repertorio de términos y recursos lingüísticos con los que designar e identificar, de forma más o menos precisa, los estados emocionales de sus hablantes, etc.

Una adecuada comprensión de la emocionalidad humana requiere tomar en consideración las diferentes dimensiones que la componen. Las diversas posiciones teóricas en torno a la emoción se caracterizan por proponer como esencial alguna, o algunas, de estas dimensiones. Desde una perspectiva biológica-evolucionista (Tomkins 1981, 1984; Plutchik, 1970, 1984; Izard, 1984, 1994; Ekman, 1984; Nesse, 1990), la emoción es entendida como un patrón conductual adaptativo, en gran medida innato, producto de la filogénesis y cuyos componentes básicos son de tipo fisiológico y motórico-expresivos. Dentro del marco del procesamiento de la información (Lang, 1984; Leventhal, 1980, 1984; Zajonc, 1984; R. S. Lazarus, 1991), se destaca el carácter semántico o proposicional de las emociones, emplazadas en la memoria semántica y vinculadas a determinadas manifestaciones externas. Otros enfoques (Schachter y Singer, 1962; Mandler, 1982, 1988; Zillman, 1983), herederos de la tradición iniciada por W. James (1890), entienden la emoción como una combinación de activación fisiológica e interpretación cognitiva. Paradigmas alternativos ponen el acento en el carácter sociocognitivo de las emociones. Para Frijda (1986) las emociones son el producto de la evaluación que un sujeto hace de su experiencia social.

Esta diversidad de planteamientos hace que la definición de la emoción sea algo relativo, dependiente del enfoque teórico desde el que se estudia. Las muchas y distintas definiciones resultan de la multiplicidad de teorías que se han propuesto sobre la emoción. Esto supone que para deslindar conceptualmente este fenómeno es preciso, en primer lugar, situarse en un determinado marco teórico y metodológico; a continuación, se elabora una teoría en la que se da prioridad a determinados aspectos, mientras que otros son simplemente ignorados (Moltó, 1995).

No es el objeto de este artículo hacer un recorrido exhaustivo por las numerosas teorías formuladas sobre la naturaleza de la emoción. Nos limitamos a presentar algunas de las propuestas más relevantes, procedentes de tres de los paradigmas que aglutinan un mayor número de investigaciones: el biológico-evolutivo, el socio-cultural y el cognitivo. Con ello pretendemos, en primer lugar, contribuir a la comprensión de este complejo fenómeno y, en segundo, identificar los presupuestos básicos en los que se sustentan cada uno de estos paradigmas, y a los que cabría atribuir la incompatibilidad que se aprecia entre ellos.

 

Enfoque biológico-evolutivo

Distintos autores (Tomkins 1981, 1984; Plutchik, 1970, 1984; Izard, 1984, 1994; Ekman, 1984) han abordado el problema de la emoción en un sentido biológico-evolutivo, apoyándose en mayor o menor medida en Darwin, y más específicamente en su obra La expresión de las emociones en los animales y en el hombre (1872/1984). Desde esta perspectiva se entiende que la emoción, al igual que los restantes mecanismos biológicos, ha de ser definida en términos de sus funciones:

“Las emociones son formas especializadas de operar modeladas por la selección natural para ajustar los parámetros fisiológicos, psicológicos y conductuales del organismo, de tal forma que incrementen su capacidad y tendencia a responder adaptativamente a las amenazas y oportunidades características de las situaciones específicas” (Nesse, 1990, p. 268).

De acuerdo con el modelo biológico-evolutivo, la emoción es un sistema destinado a garantizar la supervivencia de los organismos, adquirido a lo largo de la evolución de las especies y modelado por la selección natural. Las emociones tienen un origen genético y se desarrollan en el individuo con la maduración de sus estructuras neurológicas. La universalidad de las emociones procede de patrones neuronales característicos de nuestra especie, así como de la configuración de la musculatura facial a través de la que éstos se reflejan. En función de esto, pueden distinguirse unas pocas emociones básicas, cuyo número oscila entre siete y once, y que son compartidas por el resto de los organismos animales.

Paul Ekman es uno de los representantes más destacados de este enfoque. Sus aportaciones se fundamentan en el estudio de las expresiones emocionales faciales: “Estamos de acuerdo con Tomkins y con Darwin en que hay movimientos distintivos de los músculos faciales por cada uno de los estados afectivos primarios, los cuales son universales en el ser humano” (Ekman y Friesen, 1969, p. 71). Más allá de las diferencias culturales y por encima de posibles interpretaciones cognitivas, existe un cierto número de emociones —no todas— que, por su carácter básico, se corresponden con determinados movimientos de los músculos faciales.

Ekman (1984) ha postulado la existencia de un reducido número de emociones básicas y universales: tristeza, alegría, ira, temor, deseo, asco, interés y sorpresa. Estas emociones tienen un carácter marcadamente biológico y hereditario. La aparición de cada una de ellas involucra, al menos, tres niveles diferentes: facial-expresivo, cognitivo y autonómico. Ekman (1984) concede particular importancia a la expresión facial de las emociones básicas, hecho en el que se apoya para afirmar su universalidad. Cada emoción básica se encuentra vinculada a una expresión facial distintiva. Esta idea ha sido confirmada por las investigaciones transculturales, según las cuales los sujetos son capaces de reconocer, de forma consensuada, las emociones correspondientes a patrones o configuraciones específicas de la musculatura facial (Ekman y Friesen, 1982).

Carroll E. Izard (1989, 1991) ha subrayado la conexión natural que existe entre expresiones específicas, estados emocionales-motivacionales y desarrollo bio-social:

“El principio central de la teoría de las emociones diferenciales es que las emociones (que consisten en componentes neurales, expresivos y experienciales) son inherentemente adaptativas y cada emoción concreta tiene propiedades organizativas y motivacionales únicas” (Izard, 1994, p. 290).

 Tanto el sustrato neurológico de las emociones como su manifestación motórica, particularmente en la expresión facial, son innatos y universales. Esto es así al menos para las denominadas emociones básicas. Uno de los elementos determinantes de la vivencia emocional es la retroacción facial (Izard, 1984). La concepción de la emoción como feedback de reacciones corporales fue inicialmente propuesta por W. James, al afirmar que “los cambios corporales siguen directamente a la percepción de un hecho excitante” (1884, p. 189). La activación de una emoción implica una secuencia en la que, en primer lugar, se da la percepción de un acontecimiento con carga emocional, ya sea externo o interno; esto genera determinados cambios neuronales en la corteza cerebral y en el sistema límbico; los impulsos pasan al hipotálamo y determinan la expresión facial, a través del córtex motórico; finalmente, los receptores asociados a los músculos faciales remiten las aferencias al córtex sensorial. Según este esquema, la vivencia subjetiva de la emoción resulta del feedback sensorial procedente de los músculos faciales (Izard, 1984).

A pesar de que los cambios en el sistema cognitivo y en el sistema nervioso autónomo pueden ser más prolongados, la expresión facial emotiva tiene una duración de entre uno y medio y cuatro segundos, según Ekman (1984). La corta duración de las emociones contrasta con lo prolongado de los estados de ánimo. La brevedad de la emoción va acompañada de una mayor intensidad, igualmente reflejada en la expresión facial (Ekman, 1984).

Otro de los postulados de este enfoque es que las expresiones faciales no son exclusivas de la especie humana. El hallazgo de vestigios filogenéticos de la emoción, puestos de manifiesto en las expresiones faciales de primates no humanos, se asume como criterio para proclamar el carácter básico y universal de las emociones primarias. Ekman (1984) sostiene que hay evidencia empírica de la existencia de expresiones faciales, similares a las humanas, en algunos primates para las expresiones de miedo e ira, y de manera más discutible para la tristeza y la alegría.

La universalidad de las emociones primarias viene también respaldada por el criterio ontogenético. El estudio de las emociones humanas en edades tempranas evidencia ciertos patrones de respuesta emocional innatos. De acuerdo con Izard (1994, p. 292), “los monos y los bebés humanos de pocos meses pueden decirnos mucho sobre el reconocimiento y la representación categorial de las expresiones faciales, pero nada sobre la correspondencia entre expresiones y nombres de categorías emocionales ni de la respuesta libre de etiquetado de emociones”. Las evidencias en favor del enfoque biológico-evolutivo son más obvias en los estadios pre-lingüísticos. Ciertamente, el lenguaje es la principal fuente de divergencias socio-culturales en la experiencia emocional. Es por ello que los partidarios de este modelo distinguen claramente entre: a) los estados emocionales primarios y b) los significados semánticos derivados de tales estados, dejando claro que la universalidad corresponde a los primeros:

“Mientras los músculos faciales que se mueven cuando tiene lugar un particular afecto sean los mismos a través de las culturas, el estímulo desencadenante, los afectos asociados, las normas y las consecuencias conductuales pueden variar de una cultura a otra” (Ekman y Friesen, 1969, p. 73).

Una de las dificultades a las que se enfrentan los estudios transculturales, es la diversidad de términos existentes para designar las expresiones faciales. Tales términos son además definidos en un sentido distinto en cada entorno concreto. A este respecto, Ekman (1984, p. 159) afirma lo siguiente:

“Podemos suponer que los términos emocionales son un tipo de abreviatura para referirse al paquete de eventos y procesos que comprende el fenómeno. Cada término emocional, así lo creo, se refiere a un diferente conjunto de procesos organizados e integrados. Éstos incluyen antecedentes, respuestas fisiológicas y motoras, pensamientos, imágenes, procesamiento de información y movilización de recursos para hacer frente a la fuente de la emoción”.

Las críticas al modelo biológico-evolutivo se aferran precisamente a la dependencia de la experiencia emocional del lenguaje, con la consecuente relativización de la vivencia subjetiva de la emoción. En este sentido, J. A. Russell (1994) ha cuestionado la universalidad de los procesos de atribución semántica involucrados en el reconocimiento y etiquetado de expresiones faciales. La capacidad para asociar la representación verbal de un estado emocional subjetivo a una expresión facial, depende en cada cultura de sus propios elementos semánticos.

Aunque la mayor parte de los representantes de este enfoque se han centrado en la expresión facial, otros se han ocupado del papel que las emociones desempeñan en la supervivencia del organismo. Cada una de las emociones básicas o primarias designa una determinada “función adaptativa que ayuda a los organismos a enfrentarse a las pruebas de supervivencia que les impone el medio” (Plutchik, 1980, p. 129). Junto con la cognición y la conducta, la emoción es un factor clave en la respuesta del organismo ante los problemas que le plantea el entorno. Mediante la cognición el organismo elabora una representación del mundo, a través de su comportamiento modifica el medio y por medio de la emoción el conjunto de acciones y cogniciones adquiere un determinado sentido (Plutchik, 1984). Estos tres elementos constituyen los pilares básicos que aseguran la supervivencia de los organismos.

La emoción es para Plutchik (1984) una secuencia compleja de reacciones ante un estímulo, que incluye actividad neurológica y autonómica, valoración cognitiva, impulsos a la acción y conductas orientadas a modificar el estímulo que suscitó la reacción inicial. Podemos referirnos a las emociones mediante tres tipos de lenguajes (Plutchik, 1984): subjetivo, conductual o funcional. Es decir, según sea nuestra intención aludir a lo que sentimos, a lo que hacemos o al propósito con que lo hacemos. Estas tres dimensiones están  presentes en todo patrón emocional. Adicionalmente, las emociones dan lugar a estados derivados que se manifiestan en nuestras interacciones cotidianas. En este sentido, las emociones se traducen en rasgos de personalidad, estados anímicos, actitudes, intereses, estilos de afrontamiento, etc.

Al igual que Ekman (1984), Plutchik y Kellerman (1980) proponen un reducido número de emociones básicas o fundamentales: temor, ira/enfado, alegría, tristeza, receptividad, aversión, expectativa y sorpresa. Cada una de ellas corresponde, por una parte, a un estímulo (la amenaza al miedo, el obstáculo al enfado, la posibilidad de un compañero sexual a la alegría, la pérdida de una persona querida a la tristeza, etc.) y, por otra, a una categoría conductual adaptativa (el temor a la huida, el enfado al ataque, la alegría al cortejo, la tristeza a la llamada de auxilio, etc.). Las emociones son suscitadas por estímulos relevantes para la supervivencia del organismo, encontrándose dicho organismo dotado de una sensibilidad innata para responder ante ellos de forma específica (Plutchik y Kellerman, 1980).

La mayoría de los teóricos que han propuesto una lista de emociones básicas reconocen la existencia de emociones secundarias, producto de la combinación de las primarias. Plutchik (2000) ha desarrollado una de las teorías más conocidas sobre la combinación de emociones. En ella, las ocho emociones básicas, representadas en un círculo, se combinan en díadas con distinta gradación. Las díadas se clasifican según la distancia que media entre las emociones (básicas) que las integran.

Atendiendo a este esquema, el amor, por ejemplo, se considera una díada primaria, resultado de la combinación de alegría y aceptación, emociones primarias adyacentes; el resentimiento es una díada secundaria, producto de la tristeza y la ira, emociones básicas separadas por la aversión; etc. Cuanto más alejadas se encuentren dos emociones básicas, menos probable es su combinación. Las emociones secundarias, entendidas como combinación de emociones básicas, se consideran un producto derivado, resultante de operaciones cognitivas. Mientras que las emociones básicas pueden apreciarse en los animales inferiores, las derivadas son típicamente humanas, específicas de los organismos dotados de conciencia y de capacidad cognitiva. Esta es la razón de la diversidad intra e intercultural que se aprecia en las emociones humanas.

Posteriormente, Plutchick (2002) ha reformulado su propuesta presentándola como una teoría psicoevolutiva de las emociones. La teoría psicoevolutiva combina tres modelos: estructural, secuencial y derivado. El modelo estructural ofrece una visión tridimensional de las emociones, tomando en consideración tres aspectos básicos con los que el lenguaje matiza nuestras emociones. En primer lugar, la emoción posee una determinada intensidad; en segundo, cada emoción varía en el grado de similitud que presenta respecto a otras emociones; por último, las emociones parecen tener una naturaleza bipolar, de forma que cada estado emocional tiene su contrario. El modelo estructural combina la idea de las ocho emociones básicas con estas tres dimensiones del lenguaje emocional. De esto, resulta una representación gráfica de las diversas formas que puede asumir la experiencia emocional, siempre que ésta tenga lugar en un organismo dotado de lenguaje (Plutchick, 2002).

El modelo secuencial considera la cuestión del orden en el que acontecen los cambios fisiológicos y mentales asociados a la emoción. Las emociones no son procesos lineales, sino que siguen una secuencia circular o proceso de feedback. Los seres humanos tienden a mantener un cierto nivel de equilibrio afectivo en sus vidas, y las emociones ―entendidas como respuesta ante ciertos eventos― proporcionan el feedback que guía nuestras conductas para preservar tal equilibrio. Este mecanismo está destinado a promover la supervivencia de los organismos. De acuerdo con la teoría psicoevolutiva, las emociones forman parte de complejos sistemas circulares de retroalimentación (Plutchik, 2002).

Por último, la teoría psicoevolutiva, a través del modelo derivado, asume que las emociones, en función de su valor adaptativo, se manifiestan o derivan hacia otros aspectos del ser humano. Esto ocurre, por ejemplo, en la personalidad, pudiendo ésta entenderse como dependiente en cierto modo de estados emocionales básicos o fundamentales. Algunos de estos estados tienden a repetirse en determinados individuos, llegando a constituir rasgos de personalidad (Plutchick, 2002).

Desde una perspectiva neurocognitiva, Damasio (1994, 1998) diferencia las emociones primarias de las secundarias atendiendo a las estructuras cerebrales relacionadas con cada una de ellas. “Las emociones primarias (léase: innatas, preorganizadas, jamesianas) dependen de la circuitería del sistema límbico, siendo la amígdala y la cingulada anterior los principales actores” (1994, p. 130). Las emociones primarias son un mecanismo básico que no explica la totalidad de las experiencias emocionales. Los organismos complejos son capaces de matizar dichas experiencias en función del contexto (socio-cultural), a través del lenguaje y gracias a la función pensante con la que están dotados. Esto supone la aparición de las emociones secundarias, para las que las estructuras del sistema límbico no son suficientes. Las emociones secundarias no son un mero proceso reactivo, preorganizado, sino que implican la toma de conciencia y evaluación de situaciones emocionales. En términos fisiológicos: “Debe ampliarse la red, y ello requiere el concurso de las cortezas prefrontales y somatosensoriales” (1994, p. 131).

A través de sus investigaciones sobre los mecanismos cerebrales implicados en el miedo, LeDoux (1996, 2000, 2002) ha confirmado buena parte de los presupuestos que sustentan el enfoque biológico-evolutivo. Las emociones son funciones biológicas del sistema nervioso, y no estados psicológicos independientes de los mecanismos cerebrales. Para LeDoux, un enfoque adecuado en el análisis de las funciones psicológicas ha de partir de su localización en el cerebro. Las emociones son sólo nombres que designan fenómenos que emergen de la mente y del cerebro.

Los mecanismos emocionales que generan conductas emocionales se conservan casi intactos a través de los sucesivos niveles de la historia evolutiva. “Todos los animales, incluidos los seres humanos, deben satisfacer ciertas necesidades para sobrevivir y responder al imperativo biológico de transmitir sus genes a la descendencia” (LeDoux, 1996, p. 19).

Todos los vertebrados tienen zonas de la corteza equivalentes al neocórtex en los mamíferos. No obstante, existen zonas en el neocórtex humano que aparentemente no están presentes en otros animales. Pese a esta diversificación, la evolución del cerebro ha conservado ciertos mecanismos, preservando su estructura y funciones básicas, especialmente las de aquellos que han resultado útiles para la supervivencia. Entre estos mecanismos se encuentran los que subyacen a ciertas respuestas emocionales. Con relación al condicionamiento del miedo, Ledoux sostiene que “los mecanismos básicos cerebrales del miedo son fundamentalmente los mismos en las numerosas ramificaciones que ha tenido la evolución” (LeDoux, 1996, p. 190).

Las emociones son funciones biológicas relacionadas con la supervivencia del organismo. No obstante, LeDoux (1996) advierte que éstas pueden intervenir en múltiples respuestas conductuales (huida, búsqueda de alimentos, selección de pareja, etc.), cada una de las cuales podría involucrar sistemas cerebrales diferentes, cuya evolución puede haber obedecido a motivos distintos. De acuerdo con estas razones, es posible que no exista un solo sistema emocional en el cerebro, sino muchos. Las diferentes emociones se producen a través de distintas redes y módulos cerebrales, por lo que los cambios evolutivos en una red no tienen por qué afectar a otras directamente.

Las características físicas de cada especie condicionan sus conductas de supervivencia en el medio. A pesar de esto, parece existir una equivalencia funcional respecto a la resolución de ciertos problemas, comunes a la mayoría de las especies. Esta equivalencia se ha mantenido, pese a que las funciones comunes se manifiestan de un modo totalmente distinto en cada especie. De acuerdo con LeDoux (1996), esto es consecuencia de que los mecanismos cerebrales que controlan dichas funciones son los mismos en las diferentes especies.

La percepción emocional se activa igual que cualquier otro tipo de percepción: de forma automática, sin esfuerzo consciente. Esto hace que confiemos en ella de la misma forma que lo hacemos en las demás percepciones. Su presencia en la mente y su influencia en los pensamientos no se cuestionan. Gran parte de la actividad emocional del cerebro tiene lugar en el nivel inconsciente. Sin embargo, cuando estos mecanismos funcionan en un individuo con conciencia de sí mismo aparece el sentimiento, entendido como una experiencia emocional subjetiva. Desde el punto de vista evolutivo, los sentimientos son posteriores a las emociones. Los sentimientos son un producto derivado de la evolución que no necesariamente ha de tener un valor adaptativo (LeDoux, 1996).

Los defensores del enfoque biológico-evolutivo han tratado de extraer lo que hay de universal en el fenómeno de la emoción, aislándolo de los elementos responsables de las diferencias interindividuales e interculturales. Sin embargo, como han apuntado con acierto Lazarus y Lazarus (2000, p. 372), “las emociones siempre dependen de la razón y las dos no pueden ir separadas en estado natural, excepto cuando son objeto de análisis”.

 

Enfoque socio-cultural

La dimensión biológica de la emocionalidad humana es un hecho incuestionable. No obstante, para una comprensión plena de este fenómeno resulta insuficiente. Ratner lo expresa de este modo: “Las emociones descansan en un sustrato biológico que potencia un amplio rango de reacciones emocionales, pero que estrictamente no determina ninguna de ellas” (Ratner, 2000, p. 30).

La sociedad y la cultura modelan nuestras emociones, no sólo en lo relativo a su expresión, sino incluso en lo que concierne a la propia experiencia emocional. La cultura no se limita a proporcionar esquemas interpretativos de las situaciones emocionales, sino que puede llegar a crear tales situaciones, haciendo posibles experiencias emocionales concretas (Averill, 1988; Kemper, 1984). Las emociones aparecen inevitablemente en un contexto social, donde adquieren su utilidad y sentido. Para algunos la esencia de las emociones se reduce a este hecho. “Las emociones son parte del proceso cultural-cognitivo y no tienen causas o indicadores independientes” (Kagan, 1988, p. 22).

Estos argumentos constituyen el núcleo del denominado constructivismo social (Coulter, 1979; Pritchard, 1976; Armon-Jones, 1986; Averril, 1980, 1986; Harré, 1986), paradigma cuyos desarrollos más representativos se emplazan principalmente en las décadas de los años 70 y 80. Desde este enfoque se propone que las emociones vienen determinadas por las estructuras sociales, las cuales, a través de las diversas formas de experiencia, definen los distintos entornos humanos. Los actores sociales construyen sus emociones a partir de un marco normativo, un lenguaje concreto, unas creencias, etc.

“Las emociones se caracterizan por actitudes, creencias, juicios y deseos, cuyos contenidos no son naturales, sino determinados por los sistemas de creencias culturales, los valores y las normas morales de las comunidades particulares” (Armon-Jones,1986, p. 33).

Las emociones cumplen importantes funciones sociales, especialmente en la consolidación y el mantenimiento de las relaciones personales. La socialización de la emoción es responsable de la gran diversidad que puede apreciarse en este ámbito. Las emociones, en su mayor parte, son patrones de respuesta elaborados socialmente (Averril, 1986). La emoción es un fenómeno esencialmente cultural, un hecho específico y dependiente de la cultura. Para Ratner (2000), las emociones son artefactos socialmente construidos y funcionalmente independientes de los determinantes biológicos, sus características reflejan la organización social del grupo, se forman a través del proceso de socialización y reproducen las actividades y conceptos propios de cada cultura.

“Las emociones no son simples reminiscencias de nuestro pasado filogenético, ni pueden ser explicadas en términos estrictamente fisiológicos. Más bien, son construcciones sociales, y sólo pueden ser plenamente entendidas desde el análisis social” (Averril, 1980, p. 309).

Kemper (1981, 1984, 1987) se ha ocupado en profundidad de la manera en que la estructura social condiciona la experiencia emocional, entendiendo tal estructura en términos de relaciones de poder. Toda estructura social es para Kemper sinónimo de jerarquía y estratificación. El poder se define como el conjunto de acciones coercitivas que se deriva de las relaciones de control entre unos sujetos y otros. El status es para Kemper la aprobación, recompensa y deferencia que un sujeto acuerda con otro, u otros, sin necesidad de coerción (Kemper, 1981). Estas propiedades de la estructura social constituyen la base sobre la que se construyen las emociones humanas.

La organización social puede potenciar o inhibir la aparición de ciertas emociones (Kemper, 1984). La forma en que los miembros de una comunidad se organizan está condicionada por factores como el tamaño del grupo, las condiciones climatológicas, las características del medio, etc. Esta organización determina la ocurrencia de situaciones desencadenantes de emociones concretas. Al mismo tiempo, la propia estructura social refuerza las respuestas funcionales de los miembros del grupo. Esto incide en la probabilidad de aparición de emociones más adaptativas, contribuyendo a su desarrollo e incrementando la complejidad de los aspectos culturales y lingüísticos relativos a ellas. Por otro lado, la cultura define, en términos normativos, el poder y status que corresponde a cada uno de sus miembros, es decir, los derechos y obligaciones que tienen a la hora de interaccionar con los demás. El sentido y el significado que estas interacciones revisten para un actor social, en función de su posición en la sociedad, condicionan su vivencia emocional. Las relaciones de poder, así entendidas, estructuran todo encuentro social y las emociones que aparecen en él (Kemper, 1984).

Pese a ver en la sociedad el elemento responsable de la diversificación de las emociones, Kemper (1987) reconoce que éstas tienen un sustrato fisiológico e innato, responsable de un número limitado de emociones básicas. Concretamente, para este autor son cuatro las emociones básicas con base fisiológica innata: el miedo, la rabia, la alegría y la tristeza. Cada una de estas emociones cumple una función adaptativa fundamental: el miedo y la rabia energetizan al organismo, preparándolo para responder ante el peligro o la amenaza; la alegría motiva conductas relacionadas con la perpetuación de la especie; la tristeza da lugar a conductas de protección y facilita la cohesión social. Además del valor adaptativo, Kemper (1987) hace suyos los argumentos neodarwinistas de la expresión facial y de los patrones de activación autonómica, anteriormente aludidos, para afirmar el carácter universal y básico de estas emociones.

Las emociones básicas, sujetas a condicionantes fisiológicos, se encuentran determinadas por los efectos que la estructura de poder ejerce, de forma constante e inevitable, sobre las interacciones sociales. El miedo resulta de una interacción en la que el sujeto está sometido al dominio de otro, más poderoso que él; la rabia aparece ante una situación en la que el status alcanzado no ha sido respetado; la alegría acompaña al sentimiento subjetivo de poder; la tristeza es producto de la pérdida del status (Kemper, 1987). Sobre la base de las emociones básicas o primarias, se construyen las secundarias. El proceso que da lugar a estas últimas supone la adscripción de significados y el reconocimiento del sentido que tienen, para un sujeto concreto, en un momento dado, las circunstancias que conforman la realidad social. En este sentido, la culpa, por ejemplo, se asocia al miedo (emoción básica) generado por la perspectiva de un eventual castigo, relacionado con una trasgresión de las normas o con una situación prohibida (Kemper, 1987).

Para Armon-Jones (1986), las emociones cumplen la función de preservar los valores morales de la sociedad. De acuerdo con el enfoque constructuvista, no es posible estudiar las emociones sin tomar en consideración el orden moral en el que se desarrollan. En este sentido, las diferencias históricas y transculturales determinan la valoración de la experiencia emocional, el grado de intensidad con que se vive y el contexto en el que se deben producir (Harré, 1986). Para los constructivistas sociales más radicales, la emoción es algo “intrínsecamente cultural, dependiendo su existencia de las funciones sociales a las que sirva” (Armon-Jones, 1986, p. 61). La emoción no existe como entidad real, fundamentada en patrones neurofisiológicos. Las emociones se construyen socialmente, a partir del lenguaje, las normas culturales, la interpretación que se hace de ellas, los recursos sociales con los que cuenta el sujeto, etc. La emoción es un constructo con múltiples referencias, asociado semánticamente a diversas creencias interpretativas. La emoción es una representación internalizada de las normas sociales, un conjunto de significados aprendidos que permiten al sujeto organizar su experiencia privada (Averill, 1986).

Uno de los teóricos más representativos del constructivismo social es James R. Averill (1982, 1986, 1988). Para este autor, las emociones son síndromes constituidos socialmente, roles sociales transitorios que implican una valoración y unas expectativas acerca de determinadas situaciones (Averill, 1982). La emoción es más pasión que acción, no se trata de algo que el sujeto realiza deliberadamente, sino que padece. El enfoque constructivista subraya la pasividad del sujeto emocional frente a la sociedad. “La mayoría de las emociones reflejan el pensamiento de una época, el secreto de una civilización. Se deduce que comprender el significado de una emoción es comprender los aspectos relevantes del sistema sociocultural del que la emoción forma parte” (Averill, 1982, p. 24).

Averill (1982) define una serie de normas que explican y justifican el trasfondo emocional de las situaciones sociales: 1) Las normas sociales determinan las emociones que son apropiadas para las distintas situaciones; 2) Las normas de sentimientos prescriben, o prohíben, experimentar determinados sentimientos o emociones; 3) Las normas de expresión regulan las formas socialmente adecuadas para expresar las emociones. Sólo las reglas de sentimientos son constitutivas de la emoción, al ser normas sociales internalizadas que contribuyen a la elaboración de la experiencia emocional. Previsiblemente, ante un cambio en las normas de sentimientos, cambiaría la naturaleza de las emociones experimentadas. En cambio, las normas de demarcación del contexto son reguladoras de las situaciones, pero no afectan al sentimiento en sí. Al producirse un cambio en estas normas, las emociones se experimentan igual, aunque en situaciones diferentes. En cuanto a las normas de expresión, sólo afectan al modo en que se manifiestan externamente las emociones. No obstante, al adquirirse a través del proceso de socialización, se hallan tan arraigadas que dan lugar a manifestaciones emocionales de forma automática, sin necesidad de participación consciente.

En la aproximación constructivista también se ha considerado el papel constitutivo del lenguaje en la experiencia emocional. El vocabulario afectivo media entre los fenómenos emocionales y todo el conjunto de opiniones, creencias, tópicos, preconcepciones, etc. que integran la esfera social. El vocabulario con el que designamos las emociones incluye una serie de creencias compartidas sobre ellas, siendo éstas las que guían el reconocimiento de los estados emocionales, tanto los propios como los ajenos. Nuestro vocabulario emocional organiza y ordena, de una determinada forma, la vivencia de las emociones en el marco de la sociedad. Un término emocional es la expresión lingüística de una experiencia compartida por el grupo social, en la que se hallan implícitos sus intereses y preocupaciones. Las diferentes culturas promueven diferentes lenguajes emocionales, según el interés que susciten en ellas determinados aspectos de la experiencia emocional (Gordon, 1987).

El vocabulario emocional dota las emociones de contenido semántico, hasta el punto de que la estructura semántica del lenguaje determina su significado. La adquisición de un lenguaje supone incorporar teorías implícitas sobre la concurrencia de determinadas emociones y ciertos elementos circunstanciales. Además de estas asociaciones lingüísticas, los individuos desarrollan teorías informales o creencias de sentido común que modelan sus vivencias emocionales. A partir de este bagaje implícito, los sujetos sociales teorizan, reflexionan e incluso anticipan las posibles consecuencias de sus emociones (Master y Carlson, 1984).

Neodarwinistas y constructivistas sociales coinciden en reconocer un valor funcional a las emociones, los primeros en un pasado remoto y los segundos en las actuales formas de organización social.

“Las emociones sociales se corresponden bien con el desafío adaptativo que plantean las situaciones generadas en el ámbito interpersonal, pudiendo ser las características de estas emociones comprendidas como adaptaciones a estos desafíos” (Nesse, 1990, p. 284).

Si bien en un sentido biológico-evolutivo la funcionalidad de las emociones se encuentra fuera de toda duda, su utilidad social no resulta tan evidente. Ciertamente, las emociones cumplen importantes funciones en la esfera social, en especial como elemento regulador de las relaciones personales. Sin embargo, también son causa de numerosos trastornos psicológicos, malestar interpersonal y desencadenantes de situaciones indeseables, contrarias al orden que exige la convivencia cívica. Entendemos que la utilidad del mecanismo emocional, desarrollado y puesto a prueba en situaciones ancestrales, no necesariamente ha de mantener su vigencia en las circunstancias actuales, sustancialmente diferentes a las condiciones en las que apareció y evolucionó.

 

Enfoque cognitivo

La perspectiva cultural, en todo caso, evidencia unos elementos distintivos de las emociones humanas, cualitativamente distintos de los que podemos suponer en otros seres vivos. Las peculiaridades de la emoción humana proceden de un tratamiento de la información —tanto la que tiene carácter emocional  como la que no— que sólo está al alcance de organismos dotados de un complejo sistema cognitivo. Este hecho ha propiciado la aparición de un enfoque centrado específicamente en esta dimensión.

De acuerdo con autores como Zajonc (1984) o Leventhal (1980, 1984), existen dos sistemas psicológicos claramente diferenciados: el cognitivo y el afectivo. Aunque en continua interacción, ambos son irreductibles el uno al otro y gozan de un alto grado de autonomía. Desde el marco cognitivo se han analizado las relaciones que se establecen entre cognición y afectividad. Diversos autores han tratado de esclarecer cómo los individuos procesan la información afectiva y cómo ésta influye sobre los procesos cognitivos. En cualquier sujeto cognoscente la emoción humana viene mediada necesariamente por el sistema cognitivo. La cognición juega un papel esencial en un doble sentido: como desencadenante y como intérprete de los estados emocionales.

“Una emoción es una obra vital personal, que tiene relación con el destino de nuestros objetivos en un episodio particular y con nuestras creencias sobre nosotros mismos y el mundo en que vivimos. Surge por una valoración del significado o alcance personal de lo que está ocurriendo en ese enfrentamiento” (Lazarus y Lazarus, 2000, p. 196).

A continuación, comentaremos brevemente el modelo de Ortony, Clore y Collins (1996), por ser uno de los más representativos del estudio cognitivo de la emoción. Mediante él, sus autores pretenden dar cuenta de la estructura cognitiva que subyace a la emocionalidad. Aún reconociendo la existencia de otras dimensiones del fenómeno, Ortony y sus colaboradores conceden una importancia prioritaria al factor cognitivo. Ninguna situación por sí misma genera un estado emocional. “Las emociones son muy reales y muy intensas, pero, sin embargo, proceden de las interpretaciones cognitivas impuestas a la realidad externa y no directamente de la realidad en sí misma” (Ortony et al., 1996, p. 5). Los estados emocionales resultan de la interpretación que un sujeto hace de una determinada situación. Tal interpretación es de naturaleza cognitiva, aunque no necesariamente consciente (Clark e Isen, 1982). Las representaciones cognitivas son la condición desencadenante de las emociones. Sin cognición, por tanto, no parece posible que haya emoción. R. S. Lazarus (1991) da un paso más en este sentido, afirmando que la cognición es la condición necesaria y suficiente para la emoción.

Ortony et al. (1996) se refieren a los cuatro tipos de evidencias sobre los que habitualmente se plantea el estudio de la emoción: 1) el lenguaje en el que se expresan las emociones, 2) los informes personales que se pueden solicitar a un sujeto que experimenta una emoción, 3) la evidencia conductual (las tendencias a la acción asociadas a cada emoción) y 4) los registros fisiológicos concomitantes a la vivencia emocional. Cada una de estas fuentes resulta, en algún sentido, problemática, comportando distintos inconvenientes. El lenguaje es ambiguo e imperfecto; ni todas las emociones cuentan con un término asociado, ni todos los términos emocionales, presentes en una determinada lengua, designan emociones distintas entre sí. Los informes personales son demasiado subjetivos y no verificables, lo que supone un problema a la hora de elaborar una teoría científica de la emoción. En cuanto a la evidencia conductual, si bien es cierto que las emociones implican tendencias a la acción, no toda emoción, por distintas razones, desemboca necesariamente en una conducta manifiesta. Por último, en lo que respecta a la dimensión fisiológica de la emoción, sin menospreciar su importancia, consideran estos autores que su inespecificidad no facilita la comprensión de las complejas emociones humanas, en las que el factor cognitivo desempeña un papel central.

Las dimensiones conductual y fisiológica tienen que ver más con las consecuencias y aspectos concomitantes de los estados emocionales que con su origen. En opinión de Ortony et al. (1996), el núcleo de la experiencia emocional reside en la interpretación cognitiva de los acontecimientos, siendo esto algo que se halla más próximo al lenguaje y a los datos autoinformados. En consecuencia, el modelo cognitivo que proponen se apoya en estos dos tipos de evidencias. Sobre ellas, aplican un método deductivo para determinar la estructura cognitiva de las emociones. Más específicamente, en primer lugar, tratan de esclarecer la estructura del sistema emocional como un todo y, en segundo, intentan explicar las características de las emociones individuales. El planteamiento parte de una concepción de las emociones como:

“(…) reacciones con valencia ante acontecimientos, agentes u objetos, la naturaleza particular de las cuales viene determinada por la manera como es interpretada la situación desencadenante” (Ortony et al., 1996, p. 16).

Por reacciones con valencia entienden aquellas que en algún sentido trascienden la neutralidad propia de la indiferencia (emocional). Es decir, aquellas que son experimentadas de forma positiva o negativa en virtud del significado que comportan. Estas reacciones acontecen siempre ante tres elementos de la realidad: los acontecimientos, los agentes o los objetos. Aparecen ante ellos como consecuencia del sentido que se les reconoce, resultado de una determinada interpretación. Estos tres elementos se diferencian claramente entre sí: “Los acontecimientos son simplemente elaboraciones de la gente acerca de las cosas que suceden, consideradas independientemente de cualesquiera creencias que puedan tener acerca de las causas reales o posibles (…) Los objetos son los objetos considerados como objetos (…) Los agentes son las cosas consideradas a la luz de su real o presunta instrumentalidad o intervención causando los acontecimientos o contribuyendo a ellos” (Ortony et al., 1996, p. 23).

De esta manera, tenemos un modelo de tres ramas que se corresponden con tres formas básicas de reaccionar ante el mundo. Cada rama se relaciona con un amplio rango de reacciones afectivas. En esencia, uno puede estar contento o descontento ante un acontecimiento, puede aprobar o desaprobar la actuación de un agente y puede sentir agrado o desagrado ante un objeto determinado (Ortony et al., 1996).

Las emociones concretas resultan de la interacción de estos tres elementos con: a) el hecho de que el agente relacionado con ellos sea uno mismo u otro, b) la intensidad asociada a la reacción, c) la estructura de valoración del sujeto y d) ciertas variables que afectan global o localmente a las emociones. La totalidad de nuestras experiencias emocionales se explican a partir de la interacción entre estos parámetros. En este sentido, los responsables del modelo rechazan la idea de que exista un conjunto de emociones básicas o primarias. Admiten, en cambio, que hay emociones más básicas que otras. La elementalidad de una emoción depende, para ellos, del grado de complejidad de sus condiciones desencadenantes.

Para que la reacción ante un acontecimiento, un agente o un objeto sea experimentada como una emoción, debe rebasar un determinado umbral de intensidad. La intensidad constituye el principal criterio de valoración de las emociones. Ante cada uno de estos elementos, la intensidad de las reacciones viene determinada por factores específicos. La valoración de la situación que induce una emoción se basa en tres variables: la deseabilidad, la plausibilidad y la capacidad de atraer. La emoción provocada por un acontecimiento depende del grado de deseabilidad o indeseabilidad que suscite; la reacción afectiva ante la actuación de un agente está en función de la aprobación o desaprobación con que la acojamos; la emoción asociada a un objeto se experimenta con mayor o menor intensidad según su capacidad de atracción (Ortony et al., 1996).

Estos tres factores, determinantes de la intensidad, ejercen su efecto desde una estructura de valoración concreta. La intensidad con que se experimenta una emoción depende de múltiples variables, todas las cuales están presentes, desde un primer momento, en el proceso que culmina con la vivencia emocional. Ortony et al. (1996) se sirven del término estructura de valoración para referirse al conjunto de metas, intereses y creencias que subyace al proceso de valoración emocional. La valoración de los aspectos significativos de una emoción procede, en último término, de estos elementos y de la manera en que se hallen dispuestos. Todo acto de valoración depende del modo idiosincrásico en que un sujeto articula sus metas, intereses y creencias. La estructura de valoración tiene, por lo general, un carácter implícito o virtual, condicionando nuestras valoraciones sin necesidad de que tomemos plena conciencia de ellas.

La deseabilidad de un acontecimiento se evalúa en términos de una compleja estructura de metas, dependiendo esencialmente de si dicho acontecimiento las dificulta o las facilita. La plausibilidad de las acciones de un agente está en función de las creencias que tengamos al respecto, y más en concreto de nuestra propia jerarquía normativa. La capacidad de atraer de un objeto se deriva directamente de nuestras actitudes e intereses hacia él. Además de estas tres variables existen otros factores que afectan a la intensidad de las emociones. Unos (variables globales) incidiendo sobre la intensidad de las tres clases de emociones mencionadas —las que suscitan los acontecimientos, los agentes y los objetos—; otros (variables locales) con efectos relativamente localizados sobre grupos de emociones específicos (Ortony et al., 1996).

Las variables globales (Ortony et al., 1996, pp. 73-83) son cuatro: 1) El sentido de la realidad, entendido como el grado en que el acontecimiento, agente u objeto que subyace a la reacción afectiva se experimenta como real; 2) la proximidad o cercanía psicológica de la situación desencadenante de la emoción; 3) la cualidad de inesperado que reviste la misma; y 4) el nivel de excitación existente en el sujeto que experimenta la emoción. Entre las variables locales (Ortony et al., 1996, pp. 83-99) figuran: 1) la probabilidad de que ocurra un acontecimiento, lo que puede traducirse en miedo o esperanza; 2) el esfuerzo invertido en la consecución de un objetivo; 3) el grado de realización de una meta, pudiendo ésta ser a) parcialmente alcanzable o b) de todo o nada; 4) el grado de deseabilidad con que se acoge un acontecimiento cuyo efecto recae sobre otro; 5) el afecto que uno siente por otra persona a quien sucede algo; 6) el merecimiento que reconocemos en alguien que se ve afectado por un determinado suceso; 7) la fuerza de la unidad cognitiva que vincula al sujeto que experimenta la emoción con el agente real de la acción, responsable verdadero de suscitarla; 8) desviación de las expectativas o grado en que una actuación se aparta de lo que, en condiciones normales, cabría esperar de alguien; y 9) la familiaridad que existe respecto al objeto que suscita la emoción.

En síntesis, al concebir las emociones como reacciones con valencia, este modelo constituye un intento por esclarecer la naturaleza de tales reacciones y las fuentes de sus valoraciones. A diferencia de los enfoques anteriormente mencionados, para el cognitivo: “La función de las emociones es representar de una forma consciente e insistente (a través de sentimientos y cogniciones característicos) los aspectos personalmente significativos de las interpretaciones de las situaciones” (Ortony et al., 1996, p. 237). En el estudio cognitivo de las emociones los factores biológicos quedan subordinados a los intelectuales: “Lejos de ser irracionales, las emociones siguen los procesos de pensamiento de los seres inteligentes” (Lazarus y Lazarus, 2000, p. 181).

 

Conclusiones

Las distintas definiciones de la emoción discurren de forma paralela a las teorías que las sustentan. En este ámbito de estudio, definición y teoría se encuentran estrechamente relacionadas. No obstante, al contemplar la evolución de algunos de estos planteamientos, puede apreciarse un cierto reconocimiento de las aportaciones de los demás enfoques. La radicalidad de las primeras teorías parece atenuarse en el curso de sus posteriores desarrollos. Las principales diferencias entre muchas de estas teorías consisten en acentuar determinados aspectos de la experiencia emocional, reconociendo en todo caso la complejidad de este fenómeno y las diferentes dimensiones que lo integran.

A pesar de esto, en los desarrollos específicos que encontramos en cada uno de los paradigmas examinados es posible reconocer ciertos elementos teóricos nucleares, presupuestos básicos que los definen como tales. El enfoque biológico-evolutivo aparece estrechamente ligado a los postulados funcionalistas y evolucionistas, característicos de las investigaciones transculturales, los estudios bio-evolutivos y, más recientemente, los hallazgos de las neurociencias. El enfoque socio-cultural se apropia asimismo de la perspectiva funcionalista, que es reformulada en términos de relaciones interpersonales, apartándose del sentido biológico que reviste para el modelo anterior. La artificialidad de las emociones contrasta con el origen natural que le atribuyen los representantes del enfoque bio-evolutivo. El análisis social ocupa el lugar de las explicaciones fisiológicas y filogenéticas. Por último, el paradigma cognitivo, prescindiendo de ambos planos explicativos, se ocupa específicamente de los procesos psicológicos conscientes e intencionales que, individualmente, desencadenan los correspondientes estados emocionales. Las emociones y los sentimientos se conciben como el resultado del procesamiento y la representación de determinadas informaciones, algo que ocurre de manera deliberada en función de ciertas circunstancias externas y factores personales.

A partir de esto, es posible extraer algunas consecuencias sobre la naturaleza de la emoción humana. Ateniéndonos a las aportaciones de las propuestas aquí consideradas, parece que la vivencia emocional resulta de la superposición de dos planos distintos, igualmente irreducibles el uno al otro. Por un lado, tenemos unos mecanismos somáticos y cerebrales, compartidos por la totalidad de los organismos animales, ajenos a la conciencia, modelados por la evolución y con un indiscutible valor adaptativo. Por otro, el complejo entramado simbólico, producto específico y definitorio de la conciencia humana, a través del cual el hombre codifica y manipula la realidad (social y personal) en la que se encuentra incardinado, haciendo de ella un medio cualitativamente diferente a cualquier otro. Los distintos estados emocionales se sitúan entre estos dos extremos, aproximándose en ocasiones más a uno o a otro, pero participando necesariamente de ambos. En nuestra opinión, esto hace de la emocionalidad humana un fenómeno de gran complejidad, cuyas consecuencias para la adaptación de los individuos, dadas las actuales circunstancias, pueden ser positivas, negativas o ajenas a tal propósito.

 

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