VOLUMEN: XII
NÚMERO: 32-33
EL DELINCUENTE PSICÓPATA
Vicente Garrido Genovés
Robert Hare (1998), caracterizando al psicópata, escribe lo siguiente: “He descrito al psicópata como un depredador de su propia especie que emplea el encanto personal, la manipulación, la intimidación y la violencia para controlar a los demás y para satisfacer sus propias necesidades egoístas. Al faltarle la conciencia y los sentimientos que le relaciona con los demás, tiene la libertad de apropiarse de lo que desea y de hacer su voluntad sin reparar en los medios y sin sentir el menor atisbo de culpa o arrepentimiento” (p. 196).
Ellos, en efecto, son responsables de una cantidad desproporcionada de crímenes, actos violentos y conductas que causan ansiedad y un profundo malestar social (Hare, 1993, 1998; Harris, Rice y Lalumière, 2001), lo que ha llevado a afirmar a estos últimos autores que “con respecto a la persistencia, frecuencia y gravedad de los hechos cometidos, los psicópatas varones constituyen los sujetos más violentos de los que se tiene noticia” (p. 406).
Se entenderá, por consiguiente, que desarrollar programas eficaces de tratamiento con los delincuentes psicópatas sea una meta necesaria de la intervención correccional, especialmente si estamos refiriéndonos a jóvenes delincuentes, que todavía tienen muchos años para cometer delitos, o bien delincuentes adultos que no han sido condenados a cadena perpetua –algo que no es posible en España y en otros países-, y que presentan un riesgo muy elevado de reincidencia.
Esta ponencia tiene varias finalidades. En primer lugar, presenta unas notas históricas que ayudan a entender el desarrollo histórico del concepto, para pasar luego a discutir en qué medida tal concepto de psicópata posee una entidad definida. Posteriormente se explora la, evaluación, patología y el tratamiento de los delincuentes psicópatas adultos, para terminar estableciendo algunas prioridades de la investigación futura.
1. Desarrollo histórico del diagnóstico de psicopatía
Cuando el médico francés Philippe Pinel escribió, en 1801, su histórica primera definición del psicópata, introdujo una particularidad diagnóstica de extraordinaria relevancia, ya que hasta esa primera definición se creía que toda locura tenía que serlo de la mente, es decir, de la facultad razonadora o del intelecto. De ahí que él fuera el primero en hablar de “locura sin delirio” (manie sans délire), es decir, sin confusión de mente. Escribió el francés, en efecto, que:
“No fue poca sorpresa encontrar muchos maníacos que en ningún momento dieron evidencia alguna de tener una lesión en su capacidad de comprensión, pero que estaban bajo el dominio de una furia instintiva y abstracta, como si fueran sólo las facultades del afecto las que hubieran sido dañadas” (p. 9. citado en Millon, Simonsen y Birket-Smith, 1998, pág. 4).
Sobre este primer paso para la moderna definición médica del psicópata se sumó la aportación del alienista británico J.C. Pritchard, quien introdujo en su obra de 1835 una concepción de la psicopatía que sigue siendo muy relevante, porque captura la esencia de la personalidad psicopática. Pritchard nos legó su concepto de “locura moral” (“moral insanity”):
“… una enfermedad, consistente de una perversión mórbida de los sentimientos naturales, de los afectos, las inclinaciones, el temperamento, los hábitos, las disposiciones morales y los impulsos naturales, sin que aparezca ningún trastorno o defecto destacable en la inteligencia, o en las facultades de conocer o razonar, y particularmente sin la presencia de ilusiones anómalas o alucinaciones” (p.135, citado en Prins, 2001)
Para Pritchard, el término “moral” significaba emocional y psicológico, y no significaba lo opuesto de “inmoral”. Y en otro lugar de su obra volvía con otras líneas complementarias:
“Hay una forma de perturbación mental en la que no aparece que exista lesión alguna o al menos significativa en el funcionamiento intelectual, y cuya patología se manifiesta principal o exclusivamente en el ámbito de los sentimientos, temperamento o hábitos. En casos de esta naturaleza los principios morales o activos de la mente están extrañamente pervertidos o depravados; el poder del autogobierno se halla perdido o muy deteriorado, y el individuo es incapaz, no de hablar o de razonar de cualquier cosa que se le proponga, sino de conducirse con decencia y propiedad en los diferentes asuntos de la vida” (pág. 85, citado en Millon, Simonsen y Birket-Smith, 1998, pp. 5 y 6.).
La actualidad de esta definición descansa en que, como hiciera Pinel, reconoce que en el psicópata no hay perturbación mental, para pasar luego a situar la patología “principal o exclusivamente en el ámbito de los sentimientos, temperamento o hábitos” Esto lleva a una gestión incorrecta de los impulsos y metas en la vida (“el poder del autogobierno se halla perdido o muy deteriorado”) y a unos “principios morales (…) [que] están extrañamente pervertidos o depravados”. La conclusión es el desprecio y la indiferencia hacia las normas y modos de vida de la sociedad en la que le toca vivir; de ahí que, si bien puede “hablar o razonar de cualquier cosa que se le proponga” –puesto que sus facultades de raciocinio no están lesionadas-, para lo que en verdad está seriamente incapacitado es para “conducirse con decencia y propiedad en los diferentes asuntos de la vida”
Resulta correcto, entonces, señalar -como sugiere Coid (1993)- que fue en Francia donde se originó el concepto de personalidad anormal como sinónimo de desadaptación social (esa “furia instintiva y abstracta” de la que habla Pinel), desarrollándose posteriormente de modo pleno tal idea en Inglaterra, lo que ha dado lugar a la noción común que tiene el sistema jurídico del trastorno psicopático.
Ya en el siglo XX, en su obra magna Las personalidades psicopáticas (con ediciones desde 1923 hasta 1950), Kurt Schneider señaló que los psicópatas no sólo se hallaban en las prisiones e institutos psiquiátricos, sino en toda la sociedad, ya que muchas veces eran personas que tenían éxito en los negocios y en la vida social mundana, ostentando incluso posiciones de poder en la política. Un eminente psiquiatra americano, Harvey Cleckley (1941) había desarrollado un tratado extraordinario sobre este tipo de psicópata no criminal, en su célebre obra “La máscara de la cordura”, y fue él quien mejor definió sus rasgos esenciales, que posteriormente iban a ser considerados por Robert Hare para crear su Escala de Valoración de la Psicopatía (PCL) que, desde su versión de 1991 (PCL-R), se constituyó en el referente del mundo científico en el diagnóstico del trastorno.
Pero si estos son los jalones más destacados del desarrollo del término “psicópata”, será bueno detenernos un poco más en el propio devenir y vicisitudes del concepto.
Otra forma de expresar este desarrollo sería que, con los años, las aproximaciones al trastorno psicopático se han caracterizado desde diferentes modelos: la psiquiatría tradicional, en la que se postula una deficiencia psicológica (Pinel y Pritchard, Benjamin Rush); el modelo de la desviación social o de la competencia social, y, en más recientes años, el modelo de la neurociencia y la psicofisiología, comandado sobre todo por los psicólogos (Prins, 2001, p.91).
La historia del término puede resumirse del siguiente modo en el cuadro 1.
Cuadro 1. Evolución histórica del concepto de psicopatía (Prins, 2001)
Locura sin delirio siglo XIX 1801
Locura moral siglo XIX 1835
Inferioridad (constitucional psicopática) siglo XIX 1880
Imbecilidad moral siglo XX inicios
Carácter neurótico siglo XX 1930
Psicopatía siglo XX 1940
Sociopatía (USA) siglo XX 1950
T. antisocial de la personalidad siglo XX 1980
El término “psicópata constitucional” surge en los años 80 del siglo XIX, coincidiendo con el interés criminológico de la época en los factores hereditarios de la delincuencia.
La “imbecilidad moral” ya aparece a comienzos del siglo XX, sin duda debido a la influencia del paradigma del atavismo moral de Lombroso.
En los años 30 y siguientes los psicoanalistas desarrollaron su concepto de neurosis aplicable a las psicopatías.
En los años 50 y 60 se emplean los conceptos de psicópata y sociópata indistintamente, si bien actualmente se tiende a utilizar el segundo de los términos para referirse al psicópata secundario o de etiología ambiental, reservándose el primer término para los psicópatas primarios o “puros”. Sin embargo, es sabido que tanto el DSMIV (el sistema diagnóstico auspiciado por la Sociedad Americana de Psiquiatría) como ICD10 (el sistema de la Organización Mundial de la Salud) no emplean este concepto, usando el de Trastorno de la personalidad antisocial (véase más adelante) y el de Trastorno de personalidad disocial, respectivamente.
2. ¿Son los psicópatas una entidad diferente del resto de los delincuentes?
Algunos autores rechazan la validez y utilidad del concepto de ‘psicópata’. Gunn (1998) resume la postura más común entre aquéllos, y una que nos interesa especialmente, ya que pone de relieve las implicaciones que esta categoría tiene para el tratamiento.
En la base de sus objeciones está la idea de que buena parte de la investigación actual ha dado una imagen falsa al psicópata, es decir, ha construido una realidad que no es tal, al no sustentarse en el conocimiento de los procesos etiológicos: “No tenemos una clara comprensión de los mecanismos patológicos implicados en el ‘trastorno psicopático’. Peor aún, si miramos con detenimiento este concepto veremos que con él penetramos en un discurso moral, ya que el ‘psicópata’ es sinónimo de ‘mala persona’, lo cual es un concepto poderoso subjetivo que resulta inútil en la ciencia médica” (pp.33-34).
Ello, de acuerdo con su crítica, trae repercusiones importantes, ya que constituye “una razón contundente para el rechazo de los individuos que son así definidos, una exclusión de los ámbitos del tratamiento hacia las respuestas claramente punitivas” (1998, p.35). Incluso cuando el diagnóstico se añade a otro (p.ej., esquizofrenia), en un diagnóstico dual –sigue diciendo Gunn-, no se hace para mejorar el tratamiento, sino para excluirlo de toda esperanza por su conducta agresiva o antisocial.
Veremos más adelante que estas derivaciones del término “psicópata” para la rehabilitación son ciertamente relevantes, y el propio Robert Hare se ha ocupado de ellas, pero ahora interesa centrarnos en si la entidad tiene o no una base real. Y es de nuevo Robert Hare (1998, p. 188) quien contesta, ya que no está de acuerdo con la opinión que asegura que el concepto de psicopatía es una mera construcción teórica sin fundamento real, o que no resulta útil en términos clínicos o forenses, calificándolas de “especulaciones de sillón” Y concluye:
“El hecho es que la psicopatía es uno de los constructos clínicos mejor validados del ámbito de la psicopatología, y sin duda el de mayor importancia clínica dentro del sistema de justicia criminal. Así, una reunión a la que asistieron investigadores punteros en patología de la personalidad que se celebró en Washington, en junio de 1992, concluyó que la convergencia de paradigmas biológicos, psicológicos y conductuales que se encuentra en la teoría y en la investigación sobre la psicopatía era un modelo útil para la validación de otros conceptos en los trastornos de la personalidad” (p. 189).
No sólo son los psicópatas una realidad incontestable, sino que para el profesor canadiense los psicópatas son un tipo muy especial de delincuente, una categoría claramente aparte:
“Los psicópatas son cualitativamente diferentes de otros delincuentes habituales, e incluso de aquellos que muestran una actividad delictiva extremadamente grave y persistente. En efecto, ellos tienen una carrera delictiva específica en relación con el número y tipo de conductas antisociales que realizan, así como con las edades en que cometen esos hechos. Además, parece que sus motivaciones también difieren, con el resultado de que la topografía conductual de sus crímenes (es decir, su modus operandi) también es diferente. La personalidad y los factores psicosociales que sirven para explicar la conducta antisocial en general (…) puede que no sea aplicable a los psicópatas. Cualquier análisis comprensivo del crimen deben incluir una discusión del papel que juega la psicopatía” (p. 197).
Esa diferencia también se manifiesta en el abandono o cese de la carrera delictiva. Parece que la disminución de la actividad antisocial que se da habitualmente en la década de los treinta años, en el caso de los psicópatas se limita a los delitos no violentos, y en un grado menor que el que se registra en delincuentes no psicópatas (Hare, Mcpherson y Forth, 1988). Hare, Rice y Cormier (1991) también encontraron que la violencia y la conducta agresiva disminuía poco con el aumento de la edad en el caso de los psicópatas. Ello probablemente se deba a que el factor 2 de la PCL-R, que mide la actividad antisocial e impulsiva del sujeto (véase más adelante esta escala), acusa el paso de la edad, pero no el factor 1, lo que revelaría una persistencia en el tiempo de los rasgos de manipulación, insensibilidad y egocentrismo que definen a este factor.
Otros autores actuales convergen con esta opinión, y además apoyan la idea de que el delincuente psicópata es un tipo especial, cualitativamente diferente de los otros delincuentes (Harris y otros, 2001; Simonsen y Birketsmith, 1998; Wong, 2000). ¿Basta la crítica de que no están definidos los procesos etiológicos de la psicopatía para desestimarlo como un constructo válido y útil en la investigación y práctica clínica o correccional? No parece que sea ese el caso, ya de que, siendo consecuentes, tendríamos que renunciar a categorías como “esquizofrenia” o “autismo”, y otras muchas que sólo en los últimos años están desvelando sus procesos neurofisiólogicos últimos, y aún esa tarea no está del todo terminada. La cuestión más bien es si los métodos de evaluación que poseemos nos permiten definir un “modo de ser” y de actuar que sirva para predecir y caracterizar los actos antisociales que queremos estudiar. Y esto parece claramente que se está consiguiendo en la investigación más reciente (véase Raine y Sanmartín, 2000).
Esta idea es la que expresa Wong (2000), resumiendo una postura que, creo, es la más acertada, cuando afirma que a pesar de las diferentes estrategias en la medición de la psicopatía, existe un sorprendente grado de convergencia con respecto al constructo clínico subyacente. Un atributo esencial común es la disfunción afectiva en la esfera interpersonal, relacionada con los rasgos de insensibilidad, falta de empatía y remordimientos, egocentrismo, mentira patológica y manipulación. La descripción clásica de McCord y McCord (1964), retratando al psicópata como alguien “sin amor y sin remordimientos”, sigue siendo válida, afirma este autor.. Entre las características comportamentales, lo fundamental descansa en las violaciones persistentes de las normas sociales, y la explotación de los demás sin sentimientos de culpa. En el ámbito del sistema de justicia, la conducta delictiva persistente y la violencia son elementos frecuentes.
3. La evaluación de la psicopatía
3.1. DOS ESCUELAS DIAGNÓSTICAS
Con anterioridad a la aparición de la tercera revisión del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales en 1980 (DSM-III), el diagnóstico de la psicopatía estaba bastante cercano a las características descritas por Cleckley en su obra fundamental “La Máscara de la Cordura” (1941/1976). La descripción del psiquiatra norteamericano incluyó lo siguiente:
1. No hay alucinaciones ni otros síntomas de pensamiento irracional
2. Ausencia de nerviosismo o de síntomas neuróticos
3. Encanto externo y notable inteligencia
4. Egocentrismo patológico e incapacidad para amar
5. Afectividad muy reducida
6. Vida sexual trivial y poco integrada
7. Sin sentimientos de culpa y vergüenza
8. Indigno de confianza
9. Mentiras; insinceridad
10. Pérdida específica de la intuición (“insight”) (o comprensión social)
11. Incapacidad para seguir cualquier plan de vida
12. Conducta antisocial sin remordimientos
13. Amenazas de suicidio que no se cumplen
14. Falta de aprendizaje de la experiencia vivida
15. Relaciones interpersonales irresponsables
16. Consumo de alcohol excesivo
Sin embargo, a partir del DSM-III se pone el énfasis en los patrones de conducta antisocial, dejando en un plano secundario los aspectos de personalidad que son, en verdad, los que recogen la esencia del concepto de “psicópata”. En efecto, el diagnóstico que emplea el DSM para hablar del psicópata es el “Trastorno antisocial de la personalidad” (TAP en adelante), pero muchas de esas conductas antisociales e impulsivas pueden ser realizadas por sujetos no psicópatas.
El DSM-IV continúa en esta misma línea (American Psychiatric Association, 1994). En el cuadro 2 aparecen los criterios diagnósticos del trastorno antisocial de la personalidad (TAP).
A. Un patrón general de desprecio y violación de los derechos de los demás que se presenta desde la edad de 15 años, como lo indican tres (o más) de los siguientes ítems:
(1) fracaso para adaptarse a las normas sociales en lo que respecta al comportamiento legal, como lo indica el perpetrar repetidamente actos que son motivo de detención
(2) deshonestidad, indicada por mentir repetidamente, utilizar un alias, estafar a
otros para obtener un beneficio personal o por placer
(3) impulsividad o incapacidad para planificar el futuro
(4) irritabilidad y agresividad, indicados por peleas físicas repetidas o agresiones
(5) despreocupación imprudente por su seguridad o la de los demás
(6) irresponsabilidad persistente, indicada por la incapacidad de mantener un
trabajo con constancia o de hacerse cargo de obligaciones económicas
(7) falta de remordimientos, como lo indica la indiferencia o la justificación del
haber dañado, maltratado o robado a otros.
B. El sujeto tiene al menos 18 años.
C. Existen pruebas de un trastorno disocial que comienza antes de la
edad de 15 años.
D. El comportamiento antisocial no aparece exclusivamente en el transcurso de una esquizofrenia o un episodio maníaco.
Hare (1998) plantea la crítica de que “los criterios de diagnóstico del TAP identifican en realidad a los sujetos que son delincuentes persistentes, la mayoría de los cuales no son psicópatas”. De este modo, “la validez predictiva de la psicopatía, tal y como se evalúa mediante el PCL-R es abrumadora, pero tiene poca relevancia con relación al trastorno antisocial de personalidad” (p. 191).
Cuando Robert Hare publica el Psychopathic Check List Revised (“La Escala revisada de valoración de la psicopatía”, o PCL-R; Hare, 1991) se recupera la esencia del trastorno de personalidad definido por Cleckley, y en la versión reducida (PCL-SV, Hart, Cox y Hare, 1995) se evalúa la psicopatía para sujetos que no tienen por qué ser sujetos encarcelados, abriendo de este modo la evaluación a psicópatas integrados en la sociedad (Garrido, 2000), más cerca de los sujetos originalmente estudiados por Cleckley. (ver cuadro 3).
CUADRO 3. LOS ITEMS DEL PCL-R DE ROBERT HARE (1991)
Factor 1.
Encanto superficial y locuacidad
Sentimiento de grandiosidad personal
Mentira patológica
Manipulación
Falta de sentimientos de culpa y de arrepentimiento
Emociones superficiales
Insensibilidad/falta de empatía
Incapaz de reconocer la responsabilidad de sus actos
Búsqueda de sensaciones
Estilo de vida parásito
Falta de autocontrol
Problemas de conducta precoces
Sin metas realistas
Impulsividad
Irresponsabilidad
Delincuencia juvenil
Revocación de la libertad condicional
Y hay tres items adicionales:
Conducta sexual promiscua
Muchas relaciones maritales breves
Versatilidad delictiva
La correlación entre el PCL-R y el TAP suele ser alta, en torno a .55/.65, sin embargo, la prevalencia del desorden entre pacientes forenses empleando el PCL-R es mucho más baja que si se emplea el criterio del TAP (15-30% versus 50-80%, respectivamente; Hare, 1980, 1985), de ahí la crítica en el sentido de que se tiende a confundir el TAP con la delincuencia general habitual (Hart y Hare, 1997). En el cuadro 3 figuran los items del PCL-R, con dos factores. El factor 1 mide los aspectos de la personalidad clásica del psicópata: encanto superficial, sin remordimientos, manipulador, emocionalmente insensible... Mide elementos del mundo emocional e interpersonal del sujeto. El factor 2 mide la conducta antisocial y la impulsividad, y es la que correlaciona sobre todo con el TAP. Por eso la escuela de Robert Hare se queja de que llamar “psicópata” al diagnosticado de un TAP es inadecuado, porque la mayoría de los que tienen este diagnóstico de trastorno antisocial de la personalidad no son psicópatas; simplemente son delincuentes reincidentes o crónicos.
Modernamente Cooke y Michie (2001) han desarrollado un modelo de 3 factores, dividiendo el anterior factor 1 en su dimensión interpersonal y emocional o afectiva, que pasan a ser ahora el factor 1 y 2 respectivamente, dejando la conducta antisocial e impulsiva para el factor 3. Esta nueva estructuración factorial parece que responde mejor a los datos que recoge la moderna investigación sobre la personalidad psicopática, pero todavía es mayoritaria la visión ampliamente aceptada de los dos factores del PCL-R.
Dentro del factor 1– dimensión interpersonal:
- Es locuaz en su discurso
- Con una presunción que revela un sentido desmesurado de la autovalía
- Es mentiroso por naturaleza, no importándole demasiado si se le hace ver que cae en contradicciones
- Estafa a los demás sin importarle mínimamente quiénes son sus víctimas (por ejemplo, su propia familia)
Con relación al factor 2 – Dimensión afectiva:
- Presenta un afecto superficial y no es capaz de profundizar en las relaciones que establece.
- Es insensible, presentando una clara despreocupación por los derechos de los demás
- No siente culpa
- No se responsabiliza por sus propias acciones
En el factor 3 – Estilo de vida:
- Es apático en relación con cualquier actividad productiva
- Impulsivo, su conducta es el resultado de la consecución inmediata de sus deseos y caprichos
- Irresponsable, capaz de comportamientos que ponen en peligro su propia vida o la de los demás
- Parasitario, vive a costa de los demás
- No tiene metas ni objetivos claros en su vida.
Además, una de las características muy común entre los psicópatas es la búsqueda de sensaciones (Hare, 1999), tal y como M. Zuckerman lo describe (1979). Según este autor, la búsqueda de sensaciones es un rasgo de personalidad que se define por la necesidad de experimentar sensaciones y experiencias variadas, novedosas y complejas y la predisposición para aventurarse en situaciones que suponen un riesgo para la integridad física y para el mantenimiento de relaciones satisfactorias con los demás.
El individuo que puntúa alto en “búsqueda de sensaciones” ansía los estímulos externos que puedan maximizar sus sensaciones internas, lo que es enormemente facilitado por el consumo de drogas (Silva et al., 2002).
3.2. CAPACIDAD PREDICTIVA
Otras escalas para evaluar la psicopatía, como la escala Pd (psicopatía) del MMPI o la escala de socialización (So) del California Psychological Inventory, no correlacionan de modo alto (Hare, 1985), además de que tienen sierios problemas de sinceridad en las respuestas de los psicópatas (Lifienfeld, 1994).
Hay una importante investigación que señala que el PCL-R es un instrumento eficaz en la predicción de la reincidencia general y violenta, y no sólo en delincuentes encarcelados (Hart, Kropp y Hare, 1988; Serin, Peters y Barbaree, 1990; Serin y Amos, 1995), sino también en pacientes internados en hospitales psiquiátricos judiciales (Hill et al., 1996) y civiles (Douglas et al., 1997). Ambos estudios emplearon la versión reducida (PCL-SV) de este instrumento.
Los delincuentes sexuales son una población reacia al tratamiento (Quinsey, Harris, Rice y Lalumiere, 1993), pero los psicópatas tienen una mayor probabilidad de reincidir antes y en mayor frecuencia (Quinsey, Rice y Harris, 1995; Rice y Harris, 1997).
En cuanto a las mujeres, la tasa de reincidencia parece semejante a la de los hombres. Zaparniuk y Paris (1995) obtuvieron, dentro de un grupo de 75 mujeres, que las psicópatas reincidieron en un 60% un año después de salir de la cárcel, mientras que las no psicópatas reincidieron en un 25%
4. La patología del psicópata
No hay duda de que Adrian Raine es el gran científico de las técnicas de neuroimagen aplicadas a los delincuentes violentos y psicópatas (véase Raine, 1998, 2000).
Una primera meta de su trabajo se dirigió a estudiar si los escanogramas cerebrales confirmaban los hallazgos obtenidos a partir de análisis neurológicos y psicológicos anteriores. En primer lugar, por lo que respecta a la corteza cerebral, tales estudios habían hallado que la violencia se relaciona con un funcionamiento defectuoso del lóbulo frontal y temporal. En segundo lugar, en relación con las estructuras subcorticales, los hallazgos planteaban que la amígdala, el hipocampo y la sustancia gris estaban relacionados con la generación y regulación de la agresión.
En relación con las regiones del córtex, la investigación de Raine parece confirmar los primeros estudios. En un estudio de 1994, Raine y otros compararon mediante la tomografía de emisión de positrones la actividad de la corteza prefrontal de 41 asesinos con 41 sujetos no delincuentes, y halló que los asesinos mostraban una actividad menor en dicha zona del cerebro. Para Raine, la baja actividad de la corteza prefrontal predispone a la violencia por una serie de razones (Raine, 2000, pp. 65-66):
En el plano neuropsicológico, un funcionamiento prefrontal reducido puede traducirse en una pérdida de la inhibición o control de estructuras subcorticales, filogenéticamente más primitivas, como la amígdala, que se piensa que está en la base de los sentimientos agresivos. En el plano neurocomportamental se ha visto que lesiones prefrontales se traducen en comportamientos arriesgados, irresponsables, transgresores de las normas, con arranques emocionales y agresivos, que pueden predisponer a actos violentos. En el plano de la personalidad, las lesiones frontales en pacientes neurológicos se asocian con impulsividad, perdida del autocontrol, inmadurez (…) que pueden predisponer a la violencia. En el plano social, la pérdida de flexibilidad intelectual y de las habilidades para resolver problemas, así como la merma de capacidad para usar la información suministrada por indicadores verbales que nacen del mal funcionamiento prefrontal, pueden deteriorar seriamente las habilidades sociales necesarias para plantear soluciones no agresivas a los conflictos. Finalmente, en el plano cognitivo, las lesiones prefrontales causan una reducción de la capacidad de razonar y de pensar que pueden traducirse en fracaso escolar, paro y problemas económicos, predisponiendo así a una forma de vida criminal y violenta (…), [ahora bien] se requiere la existencia de otros factores medioambientales, psicológicos y sociales que potencien o reduzcan esta predisposición biológica.
En su investigación con los 41 asesinos también analizaron el funcionamiento de otras áreas cerebrales. Así, Raine y otros (1997), relataron los siguientes hallazgos:
1. El giro angular izquierdo (que integra la información proveniente de los lóbulos parietal, temporal y occipital) registra una actividad menor del metabolismo de la glucosa, lo que puede favorecer el fracaso escolar y una posterior conducta violenta.
2. La actividad del cuerpo calloso también era menor en los asesinos. El cuerpo calloso es el conjunto de fibras blancas nerviosas que sirve de nexo de unión entre los hemisferios derecho e izquierdo. Raine opina que esa tasa de actividad inferior facilitaría que el hemisferio izquierdo tendría dificultades en la inhibición de las emociones negativas, las cuales se generan en el hemisferio derecho.
3. Los asesinos mostraron una actividad menor en la región izquierda que en la derecha de regiones subcorticales como la amígdala, el hipocampo y el tálamo.
“La amígdala, el hipocampo y la corteza prefrontal se integran en el sistema límbico que gobierna la expresión de las emociones, a la vez que el tálamo transmite información desde las estructuras subcorticales límbicas hasta la corteza prefrontal. Asimismo, el hipocampo, la amígdala y el tálamo son de gran importancia para el aprendizaje, la memoria y la atención. Las anormalidades en su funcionamiento pueden, pues, relacionarse tanto con las deficiencias a la hora de dar respuestas condicionadas al miedo como con la incapacidad de aprender de la experiencia, deficiencias éstas que caracterizan a los delincuentes violentos… La amígdala juega además un papel importante en el reconocimiento de los estímulos afectivos y socialmente significativos, por lo que su destrucción se traduce en una carencia de miedo y en una reducción de la excitación autónoma” (Raine, 2000, p. 68).
¿De dónde provienen estas anomalías en el cerebro? Raine especula con la posibilidad de que los malos tratos infantiles causen las lesiones cerebrales: “Si de forma reiterada un bebé es bruscamente zarandeado, entonces puede que las fibras blancas que ligan su corteza con otras estructuras cerebrales se rompan, dejando el resto del cerebro fuera del control prefrontal” (Raine, 2000, p. 70).
Esta idea no es baladí. La búsqueda de los orígenes de la psicopatía ha revelado que una proporción significativa de niños que han experimentado un ambiente de crianza caracterizado por el caos y los malos tratos desarrollan posteriormente una vida adulta llena de actos antisociales y delitos. Así, en los últimos años hemos observado que entre los predictores de la psicopatía adulta figuran la ausencia de vínculos afectivos con los padres, la ausencia de la atención materna y el haber tenido un padre con características propias de este trastorno. Esto último puede revelar también la importancia de la herencia en el origen de este trastorno (Simonsen y Birketsmith, 1998)
Pero la hipótesis de los malos tratos cuenta cada vez más con mayores adeptos. Pincus (2003) y su colega Dorothy Lewis relacionan, como hace Raine, las patologìas cerebrales con la psicopatía y el crimen, siendo la violencia que sufre el niño y daña su cerebro el mecanismo que explica esa conexión (ver cuadro 4). Pero mientras que Raine sólo lo plantea como posibilidad, para los autores mencionados es una certeza:
“Según esta teoría (...) el asesinato nace de la interacción del maltrato infantil con las lesiones neurológicas y las enfermedades psiquiátricas. El maltrato genera el impulso violento. Las enfermedades neurológicas y psiquiátricas del cerebro lesionan la capacidad para controlar ese impulso” (19).
“Los criminales más salvajes también son a los que más han maltratado de niños y los que tienen pautas paranoides de pensamiento” (29).
“...Un maltrato infantil prolongado cambia de forma permanente la anatomía y el funcionamiento del cerebro. Por tanto, el maltrato infantil ha pasado del ámbito de lo puramente sociológico y psicológico a la esfera de lo neurológico. El maltrato puede dañar el cerebro mediante un trauma directo. Y, lo que es más insidioso, altera el desarrollo básico de la anatomía, la fisiología y el funcionamiento del cerebro” (29).
“La mayor parte de las personas que sufren maltrato no son violentas (...) Pero aún así, hay un gran número de antiguos maltratados que se vuelven violentos y peligrosos para la sociedad, por lo que existe correlación entre el maltrato padecido y los posteriores actos violentos” (30).
“Todo el pensamiento nace del cerebro. Si el juicio es defectuoso, probablemente también lo sea el cerebro” (83)
“Un grotesco abuso sexual y físico es otro elemento constante en los asesinos en serie” (92)..
“Hay muchas causas de lesiones cerebrales: palizas, sacudidas del cuerpo, accidentes automovilísticos... En muchas de estas circunstancias resultan dañados los lóbulos frontales y el funcionamiento ejecutivo que desempeñan”. (94).
Pincus cree que muchas alteraciones infantiles, representativas de lesiones o desajustes cerebrales, no son diagnosticadas a su debido tiempo. Es el caso de importantes alteraciones de conducta o del déficit de atención con hiperactividad. Los padres pueden vivir en situaciones de marginación que les impidan recibir –a ellos y a sus hijos- asistencia médica y social adecuadas. De ahí que concluya que los delincuentes adultos que no presentaban diagnósticos en su infancia de alteraciones mentales “no tenían por qué ser forzosamente normales” (94).
FRACASO
EN EL CONTROL
Alteración del funcionamiento,
anatomía y fisiología
del cerebro
Otra vía de investigación muy relevante es la que ha tratado de comprobar en qué medida los psicópatas se ajustan a la clásica descripción de Cleckley (1941/1976) en cuanto al déficit básico que está detrás de este trastorno:
“[Lo característico del psicópata es ] su total incapacidad para comprender emocionalmente los componentes más relevantes del significado o del sentimiento implícitos en los pensamientos que él expresa o en las experiencias en las que se halla inmerso” (p. 370).
“Al no poder experimentar los sentimientos de sufrimiento o de alegría que se derivan de una vida emocional integrada, el psicópata no aprende de sus experiencias, y no puede por consiguiente modificar y dirigir sus actos como lo hacen las personas sanas. Carece de los impulsos motivacionales que son necesarios para impelirnos a lograr diferentes metas (…) La opinión que mantengo es que no puede conocer los estados emocionales y afectivos profundos que constituyen la tragedia y el triunfo de la vida ordinaria” (p. 373).
“Mi concepto del funcionamiento del psicópata postula un defecto selectivo que impide integrar determinados componentes esenciales de la experiencia normal, en particular los componentes afectivos que usualmente se concitan en los asuntos personales y sociales más significativos” (p. 374).
De acuerdo con Hare (1991, 1998) y Patrick (2000), entre otros, la investigación reciente de laboratorio apoya la idea de que los pensamientos, las experiencias de la vida y el lenguaje de los psicópatas carecen de profundidad y de afectos. Esa deficiencia en el procesamiento emocional de los estímulos ya se había puesto en evidencia en los estudios realizados en el nivel del sistema nervioso autónomo, analizando el modo en que reaccionan los psicópatas ante situaciones de amenaza o castigo. Las principales conclusiones a las que se ha llegado son que los psicópatas presentan: a) una reducida conductividad dérmica en los momentos previos a un sucesivo aversivo, y b) una escasa capacidad de aprendizaje para evitar estas situaciones, es decir, no aprenden a inhibir las respuestas que posteriormente serán castigadas (Patrick, 2000).
Un método moderno para estudiar las emociones lo diseñó Patrick y otros (1993; Patrick, 2000), comparando a psicópatas y no psicópatas en el sobresalto que mostraban después de escuchar un sonido muy alto y breve mientras estaban viendo imágenes agradables, neutras o desagradables. El sobresalto se medía a través de la potenciación del reflejo de parpadeo. Está ampliamente comprobado que un ruido intenso desagradable provoca un parpadeo más intenso en las personas normales cuando están viendo imágenes molestas, como serpientes, cadáveres, etc. Los sujetos altos en psicopatía no presentaron una potenciación del reflejo mientras veían imágenes desagradables (algo que se espera como consecuencia de un estímulo que debe producir sobresalto o miedo), en contraste con los que puntuaron bajo en psicopatía. Otros estudios han indicado que los psicópatas muestran menor sobresalto frente a escenas donde aparecen víctimas que los no psicópatas, lo que revela de nuevo su menor capacidad de sentir ansiedad frente a estímulos emocionalmente cargados, y el hecho general de que, en el caso de los psicópatas, los estímulos aversivos deben ser más intensos para provocar una actitud defensiva o de miedo. Sin duda este hallazgo general se relaciona con el factor de desapego emocional del constructo de psicopatía (factor 1 del PCL-R).
En la gente normal –razona Patrick (2000)- los estímulos vinculados a experiencias dolorosas del pasado provocan una respuesta defensiva, que inhibe la conducta de aproximación (es decir, la conducta de ir hacia algo), lo que se debe al temor de un nuevo castigo en su persona o en otras. En el caso del psicópata, esa experiencia de castigo anterior ha de ser más intensa para detener el comportamiento de aproximación. Además, a él sólo le importa lo que les puede acaecer a ellos de modo inmediato, una exhibición obvia de fines egoístas. Esto marcaría una diferencia importante con los delincuentes violentos no psicópatas, quienes sí tendrían una mayor capacidad para sentir miedo.
Un ejemplo de aprendizaje a través de la experiencia, donde el dolor provocado por algo que se hace genera el deseo de no volver a vivirlo, en uno mismo ni en los demás, lo encontramos en una anécdota que cuenta el director de cine Brian de Palma:
Estaba viviendo una historia de amor muy complicada por entonces. Una noche, cuando me di cuenta de que la chica no estaba ya enamorada de mí, empecé a beber y, una tras otra, fui perdiendo el control hasta que me encontré sentado a una mesa de póquer en que perdí todo el dinero que llevaba. Al salir a la calle, me pregunté cómo iba a volver a casa. Vi una moto, la robé y me fui saltando semáforos. Un madero me alcanzó, lo tiré al suelo y salí por pies. Entonces me disparó, y me encontré en la comisaría. Mi madre y mi hermano mayor fueron a la mañana siguiente a pagar la fianza y pude irme a casa. Lo más traumático de esa experiencia fue darme cuenta de la capacidad de autodestrucción que tenía en cuanto las cosas no iban a mi gusto. Todo el mundo tiene algún día en que le entran ganas de morirse, pero yo sé cómo hacerlo, de verdad. A partir de entonces, tuve conciencia de mis limitaciones y no volví a comportarme de esa forma. Aunque me he visto muchas veces en situaciones desesperadas en que me daba la impresión de que todo me superaba por completo. Pero como había aprendido a controlarme, salí indemne (Blumenfeld y Vachard, 2003, p. 49).
El futuro director de películas como “Los intocables de Elliot Ness” y “Misión imposible” se llevó un susto de muerte cuando comprendió que, a menos que se controlara, podía acabar con su vida y acarrear la desesperación a su familia. El psicópata primario, el estudiado por Cleckley y medido en lo básico por el factor I del PCL-R (o factores 1 y 2 de la nueva estructura jerárquica propuesta por Cook de tres factores) no tendría miedo, a diferencia del psicópata secundario o delincuente violento convencional (con alta puntuación en el factor 2 y baja en el 1 en el PCL-R), quien mostraría una clara ansiedad e impulsividad como rasgos temperamentales asociados al estilo de vida antisocial. Los psicópatas comparten con el resto de los criminales la impulsividad, pero no la ansiedad. En estos delincuentes, su persistencia en conductas antisociales, a pesar de la ansiedad que sienten, podría estar facilitada por al abuso del alcohol (que interfiere en los procesos cognitivos y en la detección sutil de claves emocionales) u otras disfunciones en la toma de decisiones, quizás por alteraciones en los lóbulos temporal y frontal.
Para mi el resultado más interesante es el que señala que los psicópatas son incapaces (o les resulta muy difícil) de procesar o emplear los significados semánticos profundos del lenguaje; su proceso lingüístico parece ser superficial, de modo tal que las sutilidades del lenguaje se les escapan (Intrator y otros, 1997; Williamson, Harpur y Hare, 1991).
Además, la investigación con imágenes cerebrales añade peso a la evidencia de que los psicópatas no aprecian el significado emocional de un evento o experiencia (Khiel y otros, citado en Hare, 2000). En un estudio, psicópatas y no psicópatas debían memorizar palabras neutras y palabras con un fuerte contenido emocional. Los investigadores medían la actividad cerebral de la corteza frontal, ventromedial y dorsolateral con la ayuda de la resonancia magnética funciona. El resultado fue que los no psicópatas exhibían mayor actividad emocional durante el procesamiento de palabras con carga emocional en varias regiones del sistema límbico, incluyendo la amígdala, y el cíngulo, regiones muy conectadas con la corteza cerebral. Dice Hare (2000, p.48):
“El hecho de que el córtex frontal ventromedial y los mecanismos límbicos asociados no funcionen debidamente podría explicar la aparente incapacidad de los psicópatas para experimentar emociones profundas y para procesar eficazmente información de carácter emocional”.
En otro estudio, Smith y otros (1999) utilizaron un test sencillo que implicaba dos tareas. En la primera, el sujeto tenía que pulsar un botón cuando apareciera en una serie de letras la letra X. Posteriormente, el sujeto tenía que inhibir esa respuesta; y tenía que pulsar cuando apareciera cualquier letra menos la X. Los no psicópatas registraron un aumento de la actividad cortical frontal dorsolateral, pero los psicópatas no mostraron ningún incremento de actividad cortical durante la inhibición de la respuesta. Esto podría significar que en situaciones de la vida real los psicópatas tuvieran dificultades para realizar decisiones que tendrían que evitarse, debido a las consecuencias negativas para ellos mismos (cárcel) y para los otros en forma de violencia depredadora. La causa estaría en una disfunción en la corteza frontal ventromedial (integración cognitivo-afectiva) y en la corteza frontal dorsolateral (inhibición de la respuesta y/o con una comunicación ineficaz entre éstas y otras regiones del cerebro). “Para ellos, los ‘frenos’ emocionales del comportamiento (es decir, la conciencia) son débiles, y esto les permite cometer actos depredadores y violentos sin ningún escrúpulo” (Hare, 2000, p. 49)
En resumen, los psicópatas son superficiales en el plano semántico y emocional.
Ahora bien, ¿por qué no se observan esas deficiencias en el contacto diario con ellos? En opinión de Hare, por su encanto superficial, su contacto ocular y sus gestos: prestamos más atención a cómo dicen las cosas que a lo que dicen.
Si, como dice Damasio (1994), la emoción es una parte esencial de nuestro pensamiento, de nuestro razonamiento, también lo es de nuestra conciencia, ya que las emociones juegan un papel esencial en la inhibición de impulsos violentos, y también contribuye a motivar y guiar la conducta prosocial. De ahí que sea legítimo concluir que los psicópatas tienen una conciencia poco desarrollada, formada únicamente por un conocimiento superficial de las reglas (véase ejemplos en Garrido, 2000).
4.1. LA PSICOPATÍA COMO ESTRATEGIA DE VIDA
Todas las investigaciones que hemos estado revisando buscan, en última instancia, demostrar que “algo va mal” en la cabeza de los psicópatas. En un sentido más técnico, podemos decir que la patología se sitúa en el plano del sistema nervioso central, en el encéfalo, tanto en las estructuras corticales –preferentemente-, pero también en estructuras subcorticales como la amígdala. El cerebro de los psicópatas mostraría una disfunción, bien por causas ambientales (el maltrato), bien por causas genéticas innatas.
Por supuesto, estos autores no niegan la relevancia de otros factores, como los neurotransmisores o el sistema hormonal. Por ejemplo, existe una clara relación entre ciertos neurotransmisores como la baja tasa de serotonina, relacionados con la violencia, la impulsividad y la conducta antisocial (Raine, 1997); un bajo nivel de serotonina también se relaciona con el alcoholismo, la depresión y las tendencias suicidas.
Igualmente, ciertas hormonas parecen relacionarse con la violencia, en especial la testosterona, pero también el cortisol, la prolactina y la adrenalina (Brain y Susman, 1997).
Pero existe otra forma de contemplar la psicopatía, más allá de verla como una acumulación de causas neurológicas, biológicas y sociales. Es la que proponen Grant T. Harris, Marnie E. Rice y Martin Lalumière (véase también Rice y Harris, 1997; Quinsey et al., 1998): la psicopatía sería una estrategia de vida evolucionada. Es decir, la psicopatía sería una estrategia permanente en la que la toma de riesgos, la búsqueda de sensaciones, la insensibilidad al castigo, la promiscuidad, la manipulación, el engaño y la violencia produjeron una reproducción exitosa en ambientes ancestrales. Basándose en la teoría del juego, el tamaño del nicho ecológico para los psicópatas depende de factores como la escasez de recursos, inestabilidad social (mobilidad y anonimato), y los costos que han de mantener los no psicópatas para detectar a los psicópatas[1]. “Esta visión es diametralmente opuesta a la idea de que los psicópatas tienen un trastorno” (407).
¿Por qué? Porque todas las características del psicópata, en esta perspectiva de estrategia de vida, funcionan correctamente, tal y como fueron diseñadas por la naturaleza. Es decir, actuar impulsivamente en pos del refuerzo sin mirar los costos del castigo, no sentirse afectado por las emociones negativas (especialmente si afectan a otros), y no preocuparse por el bienestar de los demás son aspectos del psicópata que se relacionan con estrategias de reproducción que funcionaron bien en periodos prehistóricos y posiblemente en determinadas sociedades contemporáneas.
De este modo, si bien la psicopatía ha de estar mediada por diferencias funcionales en el sistema nervioso, tales diferencias no han de ser deficiencias o anomalías funcionales. Esta teoría predice la existencia de sutiles diferencias neuroanatómicas y en la actividad de los neurotransmisores. Ahora bien, no se espera la existencia de lesiones importantes cerebrales, como parece demostrar la investigación. Si existe tal lesión, ésta es muy sutil. Recuerde el lector que los estudios que hemos revisado anteriormente muestran diferencias en el funcionamiento, pero no lesiones, y que a pesar de lo predicho por Pincus y otros autores, lo cierto es que en la mayoría de los psicópatas no se detectan lesiones.
E igualmente, a pesar de la relación entre los trastornos mentales y la violencia y los problemas médicos asociados con la gestación y nacimiento de los niños, la teoría de la estrategia de vida no plantea la relación entre éstos y la psicopatía. En los sujetos psicópatas estos factores no serían relevantes; lo serían para explicar la violencia de sujetos que no lo son.
5 El tratamiento del psicópata
Hasta la fecha se han realizado tan sólo dos revisiones sistemáticas que tomaran en consideración la efectividad del tratamiento realizado en delincuentes psicópatas. En el primero, Garrido, Esteban y Molero (1996) y Esteban, Garrido y Molero (1996) analizaron con la ayuda del meta-análisis todos los trabajos publicados en inglés o en español entre el periodo comprendido entre 1983 y 1993, y dividieron los estudios seleccionados en dos categorías. La primera (meta-análisis A) comprendía aquellas investigaciones que habían comparado el tratamiento de sujetos psicópatas con el tratamiento de otras entidades diagnósticas (N= 34), mientras que la segunda (meta-análisis B) comparaba los resultados del tratamiento en grupos de psicópatas en contraste con valores obtenidos en esos grupos antes de la intervención, esto es, diseños ‘pre-post’, sin grupo de control (N= 19).
Los autores observaron que sólo 4 estudios habían empleado un grupo de control, y que muy pocos habían utilizado la medida de reincidencia como variable dependiente de criterio de éxito de la intervención (sólo 11 estudios en el meta-análisis B). Además de esta debilidad de los diseños empleados, había una gran heterogeneidad en cuanto a los criterios de asignación de los sujetos a los grupos diagnosticados de psicópatas, ya que unos fueron diagnosticados con el PCL-R, otros con el MMPI o con el CPI (California Personality Inventory); finalmente, unos terceros emplearon los indicadores del DSM III o DSM III-R. Estas diferencias diagnósticas sin duda contribuyeron a que las muestras de psicópatas estuvieran constituidas por sujetos que bien podrían pertenecer a otros grupos diagnósticos, dada la escasa correlación existente entre las diferentes medidas empleadas (Hare, 1993, 1998).
Entre los hallazgos[2], los autores informan que los psicópatas comparados con otros grupos diagnósticos obtenían peores resultados, un coeficiente d global de –0.42, que incluía sobre todo mediciones de naturaleza psicológica y de logros conductuales, y un coeficiente de –0.62 cuando se comparaba la reincidencia después de un periodo de seguimiento. Sin embargo, cuando se comparó a los psicópatas consigo mismos antes y después de la intervención, el valor obtenido general fue positivo (d= 0.40), lo cual revelaba que los psicópatas eran capaces de mejorar en variables conductuales y psicológicas, si bien hemos de resaltar de nuevo la ya mencionada debilidad metodológica derivada de emplear un diseño pre-experimental.
La segunda revisión sistemática, que se centró en estudios empíricos bien diseñados, fue realizada por Wong (véase también Wong, 1998). Además de cumplir con criterios metodológicos muy estrictos, se descartó a los sujetos menores de 18 años, psicóticos o con un coeficiente de inteligencia menor de 70.
Cuando se emplearon criterios exigentes, sólo se hallaron dos estudios aprovechables de un total de 74 inicialmente seleccionados, y cuando se emplearon criterios más relajados (por ejemplo, sin exigir grupo de control) sólo aparecieron 4, que incluían tres muestras independientes; estos estudios fueron los de Harris, Rice y Cormier 1991; Maddocks, 1970; Ogloff, Wong y Greenwood, 1990; y Rice, Harris y Cormier, 1992. Como es lógico, Wong (1998, 2000) señaló que todavía no se contaba con una mínima investigación bien diseñada que permitiera extraer conclusiones acerca del tratamiento de los psicópatas, y que en lugar de preguntar si ‘es posible tratar con éxito a los psicópatas’ tiene mucho más sentido preguntarse si los psicópatas responden a los tratamientos que hemos intentando hasta la fecha.
Si Wong (1998, 2000) dejó a un lado a los sujetos mayores de 18 años, Forth y Mailloux (2000) revisaron precisamente el tratamiento con psicópatas adolescentes, pero llegaron a la misma conclusión que aquél, que fue, citando sus propias palabras, que “hasta ahora no hay evaluaciones controladas de tratamiento específico para delincuentes juveniles con psicopatía”. Los resultados que se obtienen, como en el caso de los delincuentes adultos psicópatas, es que los delincuentes juveniles con psicopatía reinciden más y con anterioridad que los jóvenes sin este trastorno, pero de nuevo es imposible –hasta ahora- contestar a la pregunta de si un buen diseño de tratamiento ha tenido éxito o no con esta población.
En fin, para contestar a la pregunta que según Wong hemos de hacernos, en el sentido de si los psicópatas ‘responden a los tratamientos que hemos intentado hasta la fecha’, la conclusión tendría que ser que no: hasta ahora no tenemos un solo estudio metodológicamente irreprochable que demuestre que disponemos de un método eficaz para tratar a los psicópatas, ya sean éstos jóvenes o adultos. Es por ello que parece lo más sensato dedicar el resto de la ponencia a considerar cuáles son las propuestas más relevantes que se realizan en la investigación actual para intentar subsanar en el futuro toda esta precariedad empírica que rodea el tópico del tratamiento de los psicópatas
5.1. LAS PRESCRIPCIONES DE HARE
En páginas anteriores nos ocupábamos de señalar la dificultad añadida que supone para el tratamiento de delincuentes violentos el peso negativo de la etiqueta de ‘psicópata’. Hare (1998) ha discutido este punto, y reconoce que muchos internos, al conocer que son etiquetados de este modo, pueden construir una imagen desesperanzada de sus posibilidades de progreso en el sistema penitenciario en la creencia de que las autoridades no les van a creer en sus progresos. Pero también señala el riesgo opuesto: en ocasiones, debido a que no han sido convenientemente detectados, o a que se les ha considerado delincuentes ‘normales’, sin dar mucha importancia a su diagnóstico, han participado en programas que no fueron pensados para este tipo de personalidad. Como resultado, escribe Hare (1998, p.202), “muchos psicópatas participan en muchos programas de tratamiento ofrecidos por la prisión, muestran su mejor cara, manifiestan un ‘progreso remarcable’, convencen a los terapeutas y al comité de libertad condicional de que se han reformado y son consecuentemente liberados”. De ahí que concluya que “sería mejor para todos si nos dedicáramos a desarrollar programas específicos para tratar a los psicópatas” (203).[3]
5.2. LAS PRESCRIPCIONES DE LÖSEL
Lösel (1996, 1998, 2000) se ha ocupado de analizar cómo tendrían que ser esos programas específicos, y en general plantea que deberían ceñirse a lo que sabemos actualmente sobre el tratamiento de los delincuentes en general y los psicópatas en particular. Entre sus prescripciones más importantes figuran las siguientes seguir un tratamiento intensivo; diseñar un ambiente estructurado y positivo; asegurar la integridad del programa; neutralizar las redes sociales y grupos de apoyo antisociales y enfatizar la importancia de la prevención temprana, antes de que se consolide la personalidad psicopática. Nosotros queremos destacar otra recomendación que plantea Lösel: el ajustar el programa a las necesidades de cambio del individuo (principio de las necesidades criminógenas. Aquí no es buena idea desarrollar en él la conciencia y la empatía sino, en su lugar, “fomentar los comportamientos no criminales mediante el uso de recompensas y castigos; aumentar la demora de la gratificación; reducir las distorsiones cognitivas que favorecen el comportamiento criminal y fomentar los inhibidores del mismo; enseñarles a controlar sus impulsos y resolver los problemas de manera prosocial; reducir su dependencia del alcohol y las drogas; enseñarles a imitar modelos atractivos prosociales, y reforzar el seguimiento y supervisión en la familia y en el entorno cotidiano” (Lösel, 2000, p. 257).
Esta opinión de Lösel coincide en realidad con una anterior. Tennent y otros (1993) preguntaron a psiquiatras, psicólogos forenses y oficiales de probation si pensaban que los psicópatas podían ser tratados con éxito. El resultado de la encuesta reveló que los profesionales se sentían capaces de remediar síntomas tales como “antisocialidad crónica”, “anormalmente agresivo” y “ausencia de autocontrol”; pero en el caso de items como “ausencia de sentimiento de culpa”, “ausencia de remordimientos” y “egocentrismo patológico”, las expectativas eran mucho peores (que son las cualidades de la personalidad recogidas en el factor 1 del PCL-R).
Wong (2000) ha desarrollado el esqueleto de un programa de tratamiento que está diseñando con Robert Hare para la intervención con delincuentes psicópatas, y hasta la actualidad constituye la propuesta más rigurosa, basada en los resultados obtenidos con el tratamiento de los delincuentes, tomando en consideración de este modo la mayoría de las prescripciones que acaba de exponer Lósel en la sección precedente. Creemos oportuno terminar esta ponencia mostrando las líneas maestras de un programa que puede guiar a todos los investigadores y clínicos interesados a la hora de intentar sus propios proyectos.
El objetivo fundamental ha de ser disminuir la frecuencia y gravedad de la conducta violenta, y no la modificación de las características de personalidad. Generalmente los psicópatas no son institucionalizados por su personalidad, la cual, aunque desagradable, no es ilegal, sino por su violencia La idea fundamental de este objetivo es considerar que el tratamiento puede alterar su modo de interacción con los otros, pero no cómo amar, ser empático o sentirse culpable. Así pues, de lo que se trata es de cambiar su conducta y sus pensamientos que precipitan los actos violentos, no su personalidad.
El programa debería basarse en una aproximación cognitivo-conductual, según el modelo de prevención de recaída (Laws, 1989; una aplicación del modelo en España aparece en Sanchís y Soler, 1997, para delincuentes toxicómanos). Igualmente, es útil el empleo del modelado y del refuerzo positivo para enseñar conductas y actitudes prosociales.
Debería ser de naturaleza prescriptiva, es decir, debería posibilitar a los sujetos a revelar los factores idiosincráticos que les llevaron a cometer los hechos violentos, así como a tomar medidas preventivas. La orientación dinámica y rogeriana parece totalmente desaconsejable.
Otras especificaciones importantes son el predominio del refuerzo positivo sobre el castigo y contar con profesionales bien entrenados y conocedores de la literatura sobre los psicópatas y los principios del tratamiento efectivo (principios del riesgo, de las necesidades criminógenas y de la ’responsividad’ o ajuste a los sujetos; véase Andrews, Bonta y Hoge, 1990).
Wong recomienda igualmente la realización de evaluaciones actuariales del riesgo antes y después del tratamiento, incluyendo los factores de riesgo dinámicos (actitudes, estilo de vida, amigos, conductas agresivas, abuso de alcohol y drogas.).
Por lo que respecta a la realización, diseño y gestión, las prescripciones son las siguientes: 1. Duración amplia (6-12 meses) y programa intensivo (40-60% del tiempo de los sujetos); 2. Los profesionales son los responsables del diseño y operación del programa, pero han de estar abiertos a la opinión de los sujetos; 3. Estructura del programa y actividades implementados de manera firme pero amable; 4. El staff controla las contingencias de refuerzo, y genera un ambiente positivo global. Ha de controlarse la influencia negativa y el estilo manipulativo de los psicópatas; 5. Programa muy estructurado, con respeto a la integridad: uso de un manual; responsabilidades del staff especificadas; evaluación de proceso y sesiones de apoyo para los responsables de realizar el tratamiento.
Una cuestión importante es cómo vencer la resistencia del psicópata.. Wong subraya que hay que aprovecharse de la naturaleza del psicópata, por ejemplo, haciendo uso de su egocentrismo al poner de relieve con frecuencia su necesidad de perseguir su propio interés
Muchas de las metas de los psicópatas son, dentro de unos límites, socialmente aceptables (lograr poder y dominio, vida fácil). Su violencia va muchas veces en su propio perjuicio, de ahí que intentar modos prosociales de lograr esas metas sea una buena opción. Se trata de que se sienta en una especie de trampa psicológica, que no pueda rechazar las sugerencias del psicópata sin ir en contra de él mismo.
¿Cómo evitar el abandono del programa? Hay muchas razones para que un psicópata abandone el programa: que se aburra, que lo halle muy amenazante o exigente, que no le suponga ya un desafío… Igualmente, el staff puede excluirlo por su falta de trabajo o su conducta agresiva o manipuladora. Pero esos son, precisamente, los sujetos que más necesitan el tratamiento, y rechazarlos por ser como son no tiene mucho sentido.
El autor emplea el modelo transteórico de Prochaska y DiClemente (1986) como la columna vertebral en el que canalizar el proceso de cambio. Este modelo dice que el sujeto procede a cambiar mediante una serie de etapas: precontemplación, contemplación, preparación, acción y mantenimiento. Un tratamiento adecuado en una etapa es inadecuado en otra. El terapeuta tiene que tener la habilidad para actuar de acuerdo con el estado motivacional del sujeto en cada etapa. Por ejemplo, alguien que está en la etapa de precontemplación, en la que ni siquiera contempla la posibilidad de cambiar, no puede ser susceptible ante las sugerencias explícitas de cómo cambiar, porque eso es algo que no figura en sus planes. Con alguien que está contemplando si iniciar un proceso de cambio o no, será útil la información sobre los posibles efectos de participar en ese cambio (por ejemplo, menores líos en la vida, mayor libertad en la cárcel, etc.) y todo aquello que le ayude a decidirse por abandonar hábitos y patrones de conducta negativos.
7. ¿Quién está cualificado para tratar a los psicópatas?
Ahora bien, parece importante preguntarse si no existirán determinados terapeutas mejor equipados que otros para tratar a los psicópatas. En una fecha ya antigua, Scott (1960, p. 1645) había sugerido que “algunos profesionales, de modo instintivo, obtienen buenos resultados con ciertos psicópatas… deberíamos averiguar cómo lo hacen”. Más modernamente, Higgitt y Fonagy escribieron que “para tratar a los psicópatas son importantes el compromiso terapéutico y el entusiasmo, así como determinados aspectos subjetivos que permiten el ajuste entre el terapeuta y el paciente” (1993, 252)
No sería de extrañar, por consiguiente, que muchos profesionales obtengan resultados negativos con los psicópatas debido a que, de modo inconsciente, tienen profundos sentimientos de rechazo, relacionados con sus crímenes y su personalidad. A eso podemos añadir sentimientos profundos de incomodidad subjetiva, ansiedad e incluso miedo.
Lo anterior significa que un terapeuta debería conocerse, saber cuáles son sus límites, algo que se vería muy beneficiado por una supervisión adecuada terapéutica.
Prins (2001) plantea la idea de que determinadas características de los psicópatas no son tomadas habitualmente en cuenta cuando se diseñan programas de tratamiento. En particular, se refiere a cualidades que, según él, son muy habituales entre los psicópatas:
*falta parcial de consciencia (en vez de absoluta)
*necesidad patológica de excitación
*encanto y apariencia de normalidad[4]
*existencia de una vacuidad interna que tiene que ser llenada por la excitación y la activación fisiológica.
Para el autor, “es la capacidad de causar caos –a la familia, amigos y compañeros de trabajo- lo que deviene en el distintivo esencial del auténtico psicópata” (p. 98).
Y en cuanto al vacío interior, se refleja bien en la carta que remitió un preso al psiquiatra experto Whiteley (1994, p.16): “He pensado que todo lo que dije, hice y pensé no era algo real, como si yo realmente no llegara a existir, así que yo no podría, en verdad, haber afectado a alguien, dado que yo no era real; nadie me podría haber tomado realmente en serio…”
Esta triste vacuidad que con frecuencia se esconde detrás de la insensibilidad y de la conducta cruel de los psicópatas, ha de ser reconocida y comprendida empáticamente por el profesional. Este ha de comprender las razones del rechazo, y no perder el interés que pueda tener el cliente (esta idea está muy desarrollada en Hemphill y Hart, 2002).
Algunas sugestiones para el manejo terapéutico que nos ofrece Prins (2001) son las siguientes:
Ha de haber una aproximación multidisciplinar, que considere, por ejemplo, el valor de determinadas lesiones cerebrales, si es que se pueden diagnosticar.
El comportamiento psicopático, dice Prins, “requiere de una confrontación calmada” (p. 99). Junto a esto, “está la necesidad de tolerar, sin perder el temple, el odio, la hostilidad, la manipulación, la mentira y la ‘escisión’ mostradas por estos clientes, así como la capacidad para no tomar esas respuestas como afrentas personales”.
También es importante que el profesional tenga una comprensión real, profunda –y no meramente intelectual- de lo el psicópata ha hecho, aunque ello suponga revolverle el estómago… a pesar de lo cual, no debería negar esas circunstancias, “ya que la negación no es prerrogativa exclusiva de los psicópatas” (p. 99).
Finalmente, Prins destaca dos cualidades en el trabajo terapéutico con los psicópatas: consistencia (la capacidad para mantenerse firme ante las conductas evasivas del sujeto) y persistencia (a lo largo del tiempo). Creo necesario añadir a éstas al menos una más: la flexibilidad para ir revisando el programa y reconsiderar determinadas estrategias cuando la prudencia lo aconseje.
Bibliografía seleccionada en español
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[1] Es decir, los psicópatas prosperaron en lugares donde habría una mayor escasez de recursos, una mayor inestabilidad social y donde los costes para la detección fueran mayores
[2] Un valor de “d” es un tipo de tamaño del efecto, medida que se emplea en el meta-análisis para integrar información cuantitativa derivada de muchos estudios independientes.
[3] Finalmente, no sólo los internos, sino que muchas veces los profesionales o la gente común manifiesta un rechazo al término “psicópata”. Sin embargo, como dice Prins (2001), un mero cambio de nombre desde el más malévolo de ‘trastorno psicopático’, a uno mucho más eufemístico, es altamente improbable que suponga una diferencia relevante a la hora de modificar las reacciones emocionales negativas que provocan los sujetos que manifiestan esta condición en los que trabajan con ellos.
[4] Shakespeare escribió en Ricardo III (acto I, escena III): “Y así visto mi villanía desnuda… y parezco un santo cuando la mayor parte del tiempo actúo como un diablo”.