VOLUMEN: XII  NÚMERO: 32-33

 

 

INTRODUCCIÓN

La familia y la escuela, además de los iguales, son los principales escenarios donde se desarrolla la vida cotidiana de niños y adolescentes y, por tanto, ambos contextos son fundamentales para el buen desarrollo y ajuste de los chicos y chicas. En efecto, en nuestra sociedad la mayoría de las personas de entre 10 y 16 años pasan la mayor parte de su tiempo en la comunidad escolar o en sus casas, lo que implica, a su vez, una larga convivencia con familiares o cuidadores, iguales y profesores. Todos ellos pueden proporcionar oportunidades únicas para el aprendizaje y entrenamiento de habilidades sociales y la vivencia de relaciones positivas, pero también pueden constituir el terreno perfecto para abonar expresiones de malestar emocional y comportamientos violentos.

A lo largo del capítulo analizaremos con detenimiento este doble papel de la familia y la escuela como contexto de riesgo y de protección frente al desarrollo de problemas de comportamiento violento en la adolescencia. En particular, nos centraremos en analizar el rol que desempeñan los estilos de socialización familiar y la calidad de la comunicación padres-hijos en el origen y permanencia de estos problemas. También, proporcionaremos una síntesis de aquellos aspectos escolares que diferentes estudios recientes han señalado como factores explicativos fundamentales del comportamiento violento Pero antes de adentrarnos en la explicación del comportamiento violento en las escuelas, creemos necesario hacer una breve presentación de la familia y su relación con el contexto escolar en la primera parte del capítulo, para pasar a comentar más específicamente en la segunda parte cómo ambos escenarios pueden contribuir a explicar el comportamiento de los hijos.

 

SIGNIFICADO DE LA FAMILIA

La importancia de la familia es indiscutible, puesto que se trata del grupo social en el que la mayoría de las personas inician su desarrollo psicosocial, permanecen durante largo tiempo y conforman conjuntamente un entramado de relaciones y significados que les acompañarán a lo largo de toda la vida. Además, esta relevancia de la familia permanece vigente en todos los momentos vitales de la persona, desde la niñez hasta la vejez, y la adolescencia no constituye una excepción. A este hecho cabe añadir que la familia es una institución social en permanente cambio. En nuestra sociedad actual, ya se observa una diversidad amplia de formas familiares (familias nucleares, monoparentales, reconstituidas, etc.) que, poco a poco, están abandonando la excepción para convertirse en norma (Musitu y Herrero, 1994). Es por tanto útil buscar la descripción de la familia actual no en su forma sino en su contenido, a través de las funciones que desempeña para las personas que viven en ella.

Funciones

La diversidad de tipologías familiares con que nos encontramos en el mapa de la familia occidental actual también hace difícil concretar sus funciones. Tal y como apunta Vila (1998), la familia en Europa, tradicionalmente la familia extensa, cumplía funciones tan diversas como la reproducción de la especie, el cuidado de todos sus integrantes (niños, ancianos...) o la producción y consumo de bienes y servicios con un claro papel económico. Hoy en día, sin embargo, las sociedades industriales avanzadas son sociedades de servicios en las que algunas de las funciones que cumplía la familia extensa como, por ejemplo, el cuidado de los ancianos y enfermos, han sido asumidas por el Estado o la iniciativa privada a través de instituciones especializadas (Del Campo, 2004). También la función de educación formal y religiosa se ha delegado a instituciones fuera de la familia como los colegios e institutos, y hasta la función reproductiva ha perdido importancia, puesto que los matrimonios cada vez tienen menos hijos, algunos se tienen fuera del matrimonio e incluso ciertas formas familiares no tienen intención de reproducirse. Sin embargo, es indudable que la familia conserva hoy funciones sumamente relevantes para el bienestar de la persona, algunas de las cuales ya fueron señaladas por Nye en la década de los 70 y que recogemos en la Tabla 7.

                                         

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Tabla 1

Funciones de la familia relevantes para el bienestar de sus integrantes

(Nye y colaboradores, 1976)

 

§  Función de administración, orden, limpieza y cuidado del hogar.

§  Función de proveedor de recursos materiales y personales a sus integrantes.

§  Función de cuidado de los hijos y promoción de su salud tanto física como psicológica.

§  Función de socialización de los hijos y promoción de su desarrollo psicológico y social.

§  Función de parentesco/afinidad y desarrollo del sentido de identidad a través de la comunicación y el apoyo mutuo.

§  Función terapéutica de asistencia y afecto cuando algún miembro de la familia tiene algún problema.

§  Función recreativa y de organización y puesta en marcha de actividades de tiempo libre.

§  Función sexual y de expresión de afectos y gratificaciones sexuales.

 

 

 

Más recientemente, Montoro (2004) afirma que la familia sigue siendo la única institución que cumple simultáneamente varias funciones claves para la vida de la persona y también para la vida en sociedad. Se trata de funciones ‘sociales’ pero que ninguna institución social, aparte de la familia, es capaz de aglutinar y hacer funcionar simultáneamente. La familia es, por tanto, una institución que economiza muchos medios y recursos, y que ordena y regula:

(1) la conducta sexual, a través de una serie de normas y reglas de comportamiento, como la ‘prohibición’ del incesto o del adulterio.

(2)  la reproducción de la especie con eficacia y funcionalidad.

(3) los comportamientos económicos básicos y más elementales, desde la alimentación hasta la producción y el consumo.

(4)  la educación de los hijos, sobre todo en las edades más tempranas y difíciles.

(5)  los afectos y los sentimientos, a través de la expresión íntima y auténtica de los mismos.

 

Detengámonos un poco más en algunas de estas funciones desempeñadas por la familia. Por ejemplo, es evidente que la familia actual sigue cumpliendo una función económica importantísima. De hecho, el hogar familiar es una unidad económica, no tanto por sus funciones de producción como sucedería en períodos anteriores, como por sus funciones de consumo. La importancia cada vez mayor del consumo en nuestra sociedad incrementa este aspecto de identificación y de posicionamiento social que tiene la familia como unidad de consumo -de hecho, el 75% de la renta nacional pasa por sus manos-. Debemos tener presente, además, que la familia se caracteriza, entre otras cosas, por poner sus recursos en común (Alberdi, 1992) y que en el momento actual es la institución que está permitiendo soportar el coste social del desempleo de jóvenes y adultos, ya que la red de parentesco familiar es, sin duda, la mejor red de protección social.

Otra característica fundamental de la familia es su capacidad para generar una arquitectura de relaciones basadas en el afecto y el apoyo, con un claro efecto positivo en el bienestar psicológico de todos sus integrantes. En este sentido, Musitu, Román y Gutiérrez (1996) sostienen que la familia, a través de las relaciones de afecto y apoyo mutuo entre sus miembros, cumple varias funciones psicológicas para las personas; así, por ejemplo, mantiene la unidad familiar como grupo específico dentro del mundo social, genera en sus integrantes un sentido de pertenencia y proporciona un sentimiento de seguridad,  contribuye a desarrollar en sus miembros una “personalidad eficaz y una adecuada adaptación social” promoviendo la autoestima y la autoconfianza, permite la expresión libre de sentimientos y establece mecanismos de socialización y control del comportamiento de los hijos a través de las prácticas educativas utilizadas por los padres.

Esta última función de socialización es sin lugar a dudas una de las funciones más ampliamente reconocidas de la familia. La socialización suele definirse como el proceso mediante el cual las personas adquirimos los valores, creencias, normas y formas de conducta apropiados en la sociedad a la que pertenecemos (Musitu y Cava, 2001). A través de ella las personas aprendemos los códigos de conducta de una sociedad determinada, nos adaptamos a ellos y los cumplimos para el buen funcionamiento social (Paterna, Martínez y Vera, 2003). La meta final de este proceso es, por tanto, que la persona asuma como principios-guía de su conducta personal los objetivos socialmente valorados, es decir, que llegue a adoptar como propio un sistema de valores internamente coherente que se convierta en un ‘filtro’ para evaluar la aceptabilidad o incorrección de su comportamiento (Molpeceres, Musitu y Lila, 1994).

La familia es un lugar especialmente privilegiado para la transmisión de estos elementos sociales y culturales, transmisión que tiene lugar principalmente durante la infancia y la adolescencia. Kuczynski y Grusec (1997) expresan esta idea diciendo que “los padres son las personas que se encuentran, potencialmente, en la mejor posición para proporcionar una socialización adecuada a sus hijos”, ya que desde el momento del nacimiento y durante muchos años, los padres alimentan, dan cariño, protegen, cuidan y juegan con sus hijos, actividades que sientan las bases para una fuerte unión entre ellos (Collins, Gleason y Sesma, 1997). Además, los padres desempeñan un papel de importancia primordial en el proceso de socialización porque tienen más oportunidades que ninguna otra figura de controlar y entender la conducta de sus hijos (Patterson, 1997). Ahora bien, es importante señalar que la socialización no se trata de una vía de sentido único, sino que es un proceso bidireccional que va de padres a hijos y de hijos a padres. Esto quiere decir que los hijos no tienen un papel pasivo en la socialización, sino que cada miembro de la familia puede influir en el otro, en su conducta, actitudes, sentimientos y valores.

Ahondando en la función de socialización, podemos decir que ésta comprende dos aspectos fundamentales: un aspecto de contenido (qué es lo que se transmite) y un aspecto formal (cómo se transmite). El aspecto de contenido hace referencia a los valores inculcados en la familia, que dependerán de los valores personales de los padres y del sistema de valores dominante en el entorno sociocultural más amplio. Por otro lado, el aspecto formal se co­noce con el nombre de disciplina familiar y hace referencia a las estrategias y mecanismos familiares que se utilizan para transmitir los contenidos de la socialización. Estas estrategias y mecanismos presentan una gran variabilidad de unas familias a otras, por lo que para su mejor comprensión, se han desarrollado distintas tipologías de los estilos parentales de socialización, como veremos en el apartado siguiente.

Estilos y prácticas parentales

Para comprender con profundidad el proceso de socialización familiar al que acabamos de hacer referencia, Darling y Steinberg (1993) sugieren que es crucial establecer una distinción entre los objetivos de socialización, las prácticas utilizadas por los padres para ayudar a sus hijos a alcanzar esos objetivos y el estilo parental de los padres. Así, el estilo parental se puede definir, según estos autores, como una constelación de actitudes hacia el hijo que, consideradas conjuntamente, crean un “clima emocional” en el que se expresan las conductas de los padres. Estas conductas incluyen aquellas dirigidas a alcanzar un objetivo de socialización -las prácticas parentales-, así como conductas que no se encuentran dirigidas a la consecución del objetivo de socialización, tales como gestos, el tono de voz, el lenguaje corporal y la expresión espontánea de emociones. Por otra parte, los objetivos de la socialización incluyen la adquisición de habilidades y conductas específicas del hijo (habilidades sociales, habilidades académicas, etc.), así como el desarrollo de cualidades más globales (curiosidad, independencia, pensamiento crítico, etc.). Lógicamente, estos aspectos de la socialización familiar no son universales, sino que se encuentran íntimamente relacionados con el contexto cultural en el que se integra la familia . Los valores y normas culturales determinan la conducta de los padres y el modo en que los hijos interpretan esta conducta y organizan la suya propia.

La mayoría de las investigaciones acerca de los estilos parentales destacan dos dimensiones o factores básicos que explican la mayor parte de la variabilidad de la conducta disciplinar, y aunque cada autor utiliza distintos términos, la similitud de las dimensiones propuestas es notable, pudiendo unificarse en los términos apoyo parental (afecto y cariño versus hostilidad) y control parental (permisividad versus rigidez). En función de estos dos factores, se han descrito distintas tipologías de estilos disciplinares para, a partir de ellas, poder analizar los antecedentes y consecuentes de las diversas formas de socialización en los hijos.

 

Tipologías clásicas de estilos parentales

Uno de los primeros acercamientos al estudio de los estilos parentales es la aportación de Erikson (1963), quien destacó dos dimensiones de análisis en las conductas paternas de socialización: (1) proximidad/distancia, que se refiere a la cantidad de afecto y aprobación que los padres dan a sus hijos y (2) permisividad/restricción, que hace referencia al grado en que los padres limitan las conductas y expresiones de sus hijos. Erikson considera que ambas dimensiones son relativamente independientes, puesto que un padre puede ser muy cálido y a la vez restrictivo e, igualmente, una madre puede ser fría y muy permisiva. Estas dos dimensiones propuestas por Erikson se han ido desmenuzando con el paso del tiempo, dando lugar a nuevas propuestas de tipologías.

Otro de los trabajos clásicos sobre estilos parentales es el de Diana Baumrind de finales de los años 70. Para Baumrind (1978), el elemento clave del rol parental es socializar al hijo para que acepte las demandas de los demás mientras mantiene el sentido de integridad personal. Diferencia tres tipos de estilos parentales en función de la dimensión de control parental: (a) el estilo autoritario, cuando los padres valoran la obediencia y restringen la autonomía del hijo, (b) el estilo permisivo, cuando los padres no ejercen prácticamente ningún tipo de control sobre sus hijos y les conceden toda la autonomía posible, siempre que no se ponga en peligro la supervivencia física del hijo, y (c) el estilo autorizativo, que se sitúa en un punto intermedio: los padres intentan controlar la conducta de sus hijos sobre la base de la razón, más que a través de la imposición.

En la década de los 80 destaca la aportación de Maccoby y Martin (1983), quienes presentaron una categorización de estilos parentales en función de las dimensiones de responsividad -grado en que los padres responden a las demandas de sus hijos- y exigencia -grado en que los padres hacen demandas y exigencias a sus hijos-. La combinación de estas dos dimensiones da lugar a los siguientes cuatro estilos parentales:

1)   Estilo autorizativo o democrático: los padres mantienen un talante responsivo a las demandas de sus hijos pero, al mismo tiempo, esperan que sus hijos respondan a sus demandas; así, por un lado, los padres muestran apoyo, respeto y estimulan la autonomía y la comunicación, y por otro lado, establecen normas y límites claros.

2)   Estilo autoritario: la conducta de los padres se caracteriza por la utilización de la aserción de poder y el establecimiento de normas rígidas; enfatizan la obediencia a las reglas y el respeto a la autoridad, y no permiten a sus hijos hacer demandas ni participar en la toma de decisiones; proporcionan poco afecto y apoyo y es más probable que utilicen el castigo físico.

3)   Estilo permisivo: los padres son razonablemente responsivos pero evitan regular la conducta de sus hijos; estos padres imponen pocas reglas a sus hijos, realizan pocas demandas para el comportamiento maduro, evitan la utilización del castigo, tienden a ser tolerantes hacia un amplio rango de conductas, y conceden gran libertad de acción; suelen ser, además, padres muy sensibles y cariñosos.

4)   Estilo negligente o indiferente: los padres tienden a limitar el tiempo que invierten en las tareas parentales y sólo se preocupan de sus propios problemas; proporcionan poco apoyo y afecto y establecen escasos límites de conducta a sus hijos.

En esta misma década encontramos el trabajo de Musitu y Gutiérrez (1985), quienes proponen tres dimensiones fundamentales de la disciplina familiar: (1) la disciplina inductiva o de apoyo, integrada por la afectividad, el razonamiento y las recom­pensas materiales, (2) la disciplina coercitiva, definida por la coacción física, la coerción verbal y las privaciones, y (3) la disciplina indiferente o negligente, conformada por los factores de indiferencia, permisi­vidad y pasividad. En un estudio posterior, Musitu y Herrero (1994) destacan tres categorías relevantes para la percepción de las prácticas de socialización parentales: 1) si dichas prácticas denotan apoyo o rechazo para el adolescente, 2) si revelan alto o bajo grado de implicación en la vida del hijo y 3) si hacen uso de mecanismos de control como la reprobación o más bien como la coerción y el castigo.

 

Nueva tipología de estilos parentales

En nuestro contexto, recientemente, Musitu y García (2001) han propuesto una nueva tipología de estilos de socialización parental que pretende incorporar las aportaciones de los estudios anteriores. Esta tipología se establece a partir de las siguientes dos dimensiones: implicación/aceptación y coerción/imposición. Los padres con altos niveles de implicación/aceptación muestran afecto y cariño a su hijo cuando se comporta adecuadamente y, en caso de que su conducta no sea la correcta, tratan de dialogar y razonar con él acerca de lo poco adecuado de su comportamiento. Por el contrario, los padres con bajos niveles de implicación/aceptación suelen mostrar indiferencia ante las conductas adecuadas de sus hijos y, cuando la conducta de estos es inadecuada, no razonan con ellos ni les expresan sus opiniones o juicios; estos padres se muestran, por tanto, muy poco implicados con el comportamiento de sus hijos, tanto si éste es correcto como si no lo es.

Por otra parte, es probable que algunos de estos padres poco implicados utilicen técnicas coercitivas con sus hijos cuando estos se comportan de modo incorrecto. De hecho, la segunda dimensión considerada, coerción/imposición, es independiente del grado de implicación de los padres. Esto es, un padre puede mostrar implicación y aceptación hacia su hijo y, al mismo tiempo, ser coercitivo o no con él. De este modo, los padres con altos niveles de coerción/imposición, cuando el hijo no se comporta como ellos desean e independientemente de que razonen o no con él, tratan de coaccionarle para que no vuelva a realizar esa conducta. La coacción puede ser física, verbal o puede consistir en privarle de alguna cosa de la que normalmente disponga. A partir de estas dos dimensiones, implicación/aceptación y coerción/imposición, Musitu y García (2004) desarrollan el siguiente modelo bidimensional que da lugar a cuatro estilos parentales.

                                                    Figura 1

Modelo bidimensional de socialización

 

 

 

 


 

 

Los rasgos esenciales de estos cuatro estilos de socialización son los siguientes.

1)      El estilo autorizativo se caracteriza por una alta aceptación/implicación y una alta coerción/imposición. Los padres que utilizan mayoritariamente este estilo suelen mostrar agrado a sus hijos cuando se comportan adecuadamente, son buenos comunicadores y fomentan el diálogo, respetan a sus hijos y los escuchan. Por otra parte, cuando el hijo se comporta de forma incorrecta, estos padres combinan la utilización del diálogo y el razonamiento con la coerción y el control.

2)      El estilo autoritario se caracteriza por la baja implicación/aceptación del hijo y el alto nivel de coerción/imposición. Estos padres son muy exigentes con sus hijos y, al mismo tiempo, muy poco atentos a sus necesidades y deseos. La comunicación es mínima, unilateral de padres a hijos y suele expresarse en términos de demandas. Los padres autoritarios valoran la obediencia e intentan modelar, controlar y evaluar la conducta y actitudes del hijo. Además, son generalmente indiferentes a las demandas de los hijos de apoyo y atención.

3)      El estilo indulgente se caracteriza por su alta aceptación/implicación y su bajo grado de coerción/imposición. Estos padres son tan comunicativos con sus hijos como los padres autorizativos, pero cuando el hijo se comporta de manera incorrecta no suelen utilizar la coerción y la imposición, sino que únicamente utilizan el diálogo y el razonamiento como instrumentos para establecer los límites a la conducta de sus hijos.

4)      El estilo negligente se caracteriza por una baja aceptación/implicación y un bajo nivel de coerción/imposición de normas. Se trata, por tanto, de un estilo donde prima la escasez tanto de afecto como de límites. Los padres negligentes otorgan demasiada independencia a sus hijos, tanto en los aspectos materiales como en los afectivos. Cuando los hijos se comportan de modo adecuado se mantienen indiferentes, y cuando transgreden las normas no dialogan con ellos ni tampoco restringen su conducta mediante la coerción y la imposición. Estos padres apenas supervisan la conducta de sus hijos, no interactúan ni dialogan con ellos, son poco afectivos y están poco implicados en su educación.

Es importante señalar que todas las familias y todos los padres y madres comparten algún rasgo de los estilos parentales descritos aunque, por supuesto, pueden producirse desplazamientos de un estilo a otro en una misma familia en función de las circunstancias, las necesidades, el estado de ánimo paterno y el momento evolutivo del hijo. No obstante, haciendo la salvedad de que puede haber variaciones, de que toda tipología es una simplificación y de que las familias “prototipo” no existen, es cierto que si observamos las regularidades existentes en las conductas y normas de cada familia, sí podemos situarlas más próximas a un estilo que a otro. Además, se ha encontrado consisten­cia y coherencia de los estilos parentales a lo largo del tiempo (Molpeceres, 1991; Musitu y Lila, 1993). Por último, merece la pena destacar que, a pesar de las distintas denominaciones de los estilos parentales, todas las dimensiones y tipologías existentes en la literatura científica tienen mucho en común unas con otras, lo que nos hace pensar que las dimensiones disciplinares podrían tener una considerable generalidad transcultural (Blatny y cols., 2005; Musitu, Román y Gracia, 1988; Musitu y cols., 2001).

Situándonos de nuevo en nuestro país, recientemente se ha señalado que en las parejas españolas no suele haber estilos parentales contradictorios, sino que muestran un elevado grado de concordancia en sus actuaciones disciplinarias (Miranda, 2004). Llegados a este punto, la siguiente pregunta sería, ¿predomina en España algún estilo de socialización parental sobre otro/s? Los datos del estudio llevado a cabo por Pichardo (1999) muestran que el grado de ‘democratización’ de las relaciones entre padres e hijos en nuestro país es bastante elevado; más específicamente, Pichardo encontró que el estilo democrático o autorizativo es el más extendido entre las familias españolas -aproximadamente un 53% de las familias-. Por otro lado, aunque el estilo democrático es el dominante en la sociedad española, parece ser que existe una tendencia creciente hacia la adopción de estilos más permisivos -aproximadamente el 32% de las familias españolas adoptan este estilo de socialización-. Por último, aproximadamente el 9% de los padres y madres españoles adoptan el estilo autoritario y el 4% el negligente.

 

¿CÓMO SE RELACIONAN FAMILIA Y ESCUELA?

Como ya hemos visto, la familia constituye el primer marco educativo del niño y por ello los padres van a crear un clima favorable o desfavorable hacia el aprendizaje que constituye para los hijos un marco interpretativo de la educación en la escuela. Es decir, más allá de la educación formal, la educación informal desempeña un papel relevante en el proceso de formación de la persona y, en este sentido, los valores transmitidos en la familia condicionan el aprendizaje escolar, en la medida en que suponen una continuidad o una discontinuidad entre la cultura familiar y la escolar (Oliva y Palacios, 1998; Vilas-Boas, 2001). La familia comparte la responsabilidad de la educación con la institución escolar, por lo que ambos contextos -familia y escuela- están relacionados y se complementan (Aparicio, 2004). Conjuntamente con las prácticas familiares, la participación activa de los padres en el centro escolar constituye un mecanismo de influencia positiva en las actitudes de los hijos hacia la educación formal, en su satisfacción con la escuela, y en las relaciones con sus profesores y compañeros (Martínez, 1996).

La familia y la escuela poseen características comunes que favorecen su colaboración: ambos contextos están inmersos en la misma cultura, tienen como finalidad común la educación de niños y niñas, la estimulación y promoción de su desarrollo y comparten la labor de cuidar y proteger a niños y adolescentes. Al mismo tiempo, no debemos olvidar que son contextos con diferentes funciones, distinta organización espacio-temporal y con roles diferenciados. Familia y escuela también ejercen funciones complementarias en la transmisión de contenidos, actitudes y valores a los hijos. En la Tabla 2 se exponen las competencias de aprendizaje y el grado de implicación-compromiso familiar y escolar expresados en función de la mayor o menor presencia en cada cuadrante de la categoría.

Tabla 2

Competencias de la familia y la escuela en distintos dominios del aprendizaje

 

FAMILIA

ESCUELA

Dominio personal

                          Autoconcepto

 

 

Dominio  afectivo

Control de las  emociones

                      Relaciones interpersonales

                            Valores universales:

                     justicia, igualdad, libertad

Valores específicos

                                  Actitudes

                                   Motivaciones

                               Objetivos, metas

 

 

 

Dominio cognitivo

              Lengua escrita

                                                                   Otras lenguas

                     Resolución de problemas

                 Procesamiento de la información

                               Toma de decisiones

                      Conocimientos prácticos

                                          Conocimientos teóricos

 

 

Fuente: adaptado de Villas-Boas (2001)

 

Esta complementariedad justifica, por tanto, la conveniencia de la implicación parental en la escuela, ya que comporta la creación de canales de participación mediante los cuales se conocen las actividades que se realizan en cada contexto (Vila, 1998). Ribes (2002) destacan como principales beneficios de establecer relaciones entre las familias y los centros educativos los siguientes: (a) el establecimiento de criterios educativos comunes sin dar lecciones ni infravalorar a las familias; (b) la posibilidad de ofrecer modelos de relación e intervención con los alumnos; (c) la divulgación de la función educativa de la escuela en los padres, de modo que aumente la comprensión, la aceptación y la valoración de la labor educativa con el objetivo de evitar confusiones de roles y competencias y; (d) la posibilidad de enriquecer las escuelas con las aportaciones de las familias como recurso humano de apoyo y, paralelamente, como posibilidad de reflexionar de manera conjunta y obtener así una opinión complementaria a la profesional.

Los mecanismos fundamentales que propician esta participación son, según Vila (1998), el trato informal y el trato formal. El trato informal puede canalizarse a través de las fiestas y el contacto en las entradas y salidas del colegio. El trato formal implica las reuniones de clase, las entrevistas, el consejo escolar y las AMPAS (Asociación de Padres y Madres de Alumnos); en este último caso, la iniciativa corresponde fundamentalmente a la escuela. La colaboración familia-escuela requiere, además, que los profesores acepten que sus conocimientos en educación no son superiores al saber que pueden aportar las familias (Vila, 1998). A continuación vamos a profundizar en estos mecanismos y en los factores que influyen de manera positiva y negativa en este proceso de participación.

La colaboración entre la familia y la escuela tiene efectos particularmente positivos en las familias con hijos que presentan problemas escolares como el rechazo del grupo de iguales o problemas de rendimiento académico (Osborne, 1996). Así, el rendimiento académico de los adolescentes se encuentra vinculado con la percepción que tienen del estilo educativo de sus padres, con el clima familiar, con el estilo docente y con el ambiente en la clase (Paulson, Marchant y Rothlisberg, 1998). Asimismo, el sentimiento de obligación familiar en el tema de los estudios se asocia con una creencia positiva acerca de la relevancia de la educación en el desarrollo del individuo y con la motivación académica (Fuligni, 2001). La participación activa de los padres en la escuela, además, no sólo tiene efectos positivos en los hijos, sino también en las propias familias, en los profesores e incluso en los centros escolares (Becher, 1986). En la Tabla 3 se recogen los principales efectos positivos de la participación de los padres en la escuela.

Tabla 3

Efectos positivos de la participación de los padres en la escuela

HIJOS

PADRES

PROFESORES

 

      Mayor progreso académico

      Menos conductas problemáticas

      Incremento de habilidades sociales y autoestima

      Menos absentismo escolar

      Mejores hábitos de estudio

      Actitudes más positivas hacia la escuela

 

 

      Actitudes más positivas hacia la escuela y el personal escolar

      Mayor apoyo y compromisos comunitarios

      Actitudes más positivas hacia sí mismos y mayor autoconfianza

      Percepción más satisfactoria de la relación padres-hijos

      Incremento en el número de contactos escuela-familia

      Desarrollo de habilidades y formas más positivas de paternidad.

 

 

      Mayor competencia en sus actividades profesionales e instruccionales

      Mayor dedicación de tiempo a la instrucción

      Mayor compromiso con el currículum; más centrados en el niño

 

 

Fuente:  Becher (1986)

 

En definitiva, la familia y la escuela constituyen dos pilares fundamentales del proceso educativo que desempeñan funciones complementarias (Kñallinsky, 2000). Partiendo de este carácter complementario, Aguilar (2002) destaca cinco razones fundamentales que justifican la necesidad de una colaboración entre la familia y la escuela: (a) los padres son responsables de la educación de sus hijos y desde este punto de vista son clientes legales de los centros; (b) los profesores deberían tomar como marco de referencia el aprendizaje familiar para plantear desde él el aprendizaje escolar; (c) la investigación muestra que el aprendizaje familiar influye en el rendimiento; (d) los profesores, como representantes de la autoridad educativa, tienen la responsabilidad de velar para que los padres cumplan con sus responsabilidades escolares y compensar la actuación de aquellos padres no competentes o negligentes; y (e) los padres tienen reconocido por ley su derecho a tomar parte en las decisiones sobre la organización y funcionamiento del centro.

A partir de estos puntos de confluencia entre la familia y la escuela, Calafat y Amengual (1999) sugieren algunas condiciones básicas para la participación de los padres en las instituciones escolares: (1) es necesario informar a los padres de los proyectos de la escuela en relación con la prevención del consumo de alcohol, drogas y de la violencia e invitar a participar en la definición de objetivos, (2) los padres deben percibir que son significativos en estos proyectos y que se van a tener en cuenta sus puntos de vista, (3) la escuela no debe dar la impresión de que puede arreglarlo todo, pero tampoco debe devolver toda la responsabilidad a los progenitores, y (4) hay que tener en cuenta que para una amplia proporción de padres resulta difícil plantear determinadas cuestiones en casa (por ejemplo, sobre alcohol, drogas u otras cuestiones de salud y calidad de vida), pero que desde la escuela se puede proporcionar apoyo y ayuda.

 

VIOLENCIA ESCOLAR

Cuando hablamos de violencia escolar nos referimos al acoso constante al que muchos estudiantes adolescentes se ven sometidos a manos de sus compañeros. Los ataques pueden ser directos o indirectos y, también, muy sutiles. La victimización directa incluye los ataques físicos y verbales, así como actos violentos contra las propiedades de la víctima. La victimización indirecta toma a menudo la forma de aislamiento de un estudiante particular en el sentido de que puede ser ignorado deliberadamente en clase y excluido de las actividades escolares y de ocio en grupo. Un rasgo característico de la víctima es que no puede defenderse ni escapar de su situación de acoso, puesto que normalmente carece del apoyo de un grupo de amigos. Además, los profesores se encuentran desprevenidos ante esta problemática en creciente aumento en nuestros centros de enseñanza, por lo que en la mayoría de ocasiones, bien por desconocimiento, bien porque prefieren ignorar este tipo de problemas entre el alumnado, contribuyen de alguna manera a que el acoso se perpetúe. Para poder prevenir este tipo de comportamientos y reconocer situaciones de riesgo con el objeto de evitar problemas de desajuste psicosocial en aquellos alumnos  agresores y víctimas, es imprescindible conocer aquellos antecedentes o factores relacionados en el ámbito familiar y escolar que la investigación científica más reciente ha señalado como los fundamentales.

 

Factores relevantes en el escenario familiar

Recientemente se ha señalado que en países industrializados con economía de mercado como el nuestro, se está produciendo un cambio cualitativo y cuantitativo en el patrón de conductas violentas en adolescentes: se está dando un incremento no sólo en la frecuencia de actos delictivos relacionados con el daño a bienes materiales públicos o privados, sino que también está incrementando, y de forma más importante, la frecuencia de actos violentos contra las personas, sobre todo aquellas dirigidas a personas de igual o menor edad -robo con violencia e intimidación, homicidio y asesinato, lesiones y delitos contra la libertad sexual- (Martín, 2004). Desde el punto de vista psicosocial las conductas violentas constituyen dos importantes índices de conducta antisocial en adolescentes. De hecho, en distintos estudios se ha señalado que la conducta violenta en edades tempranas constituye el mejor predictor de la delincuencia en chicos y chicas adolescentes (Deptula y Cohen, 2004).

Desde el ámbito de la etiología, los investigadores que estudian este grave patrón de conductas en adolescentes, coinciden en resaltar la idea de que los problemas de conducta no pueden atribuirse únicamente a factores personales (por ejemplo, influencias genéticas o temperamentales), sino que deben considerarse como el producto de la interacción entre la persona y su entorno, y señalan que la familia continúa siendo en la edad adolescente el contexto social más inmediato e importante del desarrollo, desde el cual se traducen e interpretan las experiencias acaecidas en otros contextos como la escuela y la comunidad más amplia (Bronfenbrenner, 1979).

En efecto, los estudios que han adoptado esta perspectiva socioecológica, han considerado a la familia como uno de los contextos fundamentales donde se observan una amplia variedad de factores de riesgo y protección en relación con las conductas violentas. Es decir, como ya comentábamos al inicio de este capítulo, la familia es un arma de doble filo que, o bien puede ayudar a los hijos adolescentes a afrontar de modo adaptativo los numerosos cambios y demandas característicos de esta etapa, o bien puede verse envuelta en situaciones estresantes asociadas a estos frecuentes cambios y desde las que se desarrollan conductas parentales inapropiadas que dificultan el ajuste psicosocial de los hijos. De entre la amplia variedad de factores que caracterizan a las familias, numerosos investigadores han destacado el papel fundamental de las pautas de socialización familiar y las dinámicas comunicativas entre padres e hijos ya que han sido factores consistentemente asociados a los problemas de conducta violenta de los hijos (Kerr y Stattin, 2000; Loeber y cols., 2000; Musitu y cols., 2001). 

Pautas de socialización familiar

Según lo que se ha comentado con anterioridad, los padres socializan a sus hijos con un estilo parental determinado, que se crea en cada familia a partir de las actitudes de los padres hacia sus hijos y hacia su propio papel como  padres. Los estilos parentales de socialización y las conductas específicas en que éstos se traducen (disciplina familiar) son tan significativas para el ajuste conductual de los hijos que constituyen las variables más importantes para predecir el primer delito. Por tanto, en numerosas ocasiones se han estudiado las asociaciones entre las características de un determinado estilo parental y las consecuencias psicológicas y conductuales observadas en los hijos. Por ejemplo, en los estudios clásicos llevados a cabo por Baumrind (1971, 1977, 1978), se concluye que hay ciertas características generales en los hijos que correlacionan con los tres tipos de estilo parental que la autora propone. Así, unos progenitores autoritarios se corresponderían con unos hijos conflictivos, irritables, descontentos y desconfiados; los permisivos, con unos hijos impulsivos y agresivos; y los democráticos, con unos hijos enérgicos, amistosos, con gran confianza en sí mismos, alta autoestima y gran capacidad de autocontrol. La idea fundamental que se desprende de estos estudios es que tanto el autoritarismo total como la permisividad total se relacionan con características no deseables en los hijos.

En efecto, en los trabajos que estudian los problemas de conducta y violenta en los hijos, se ha señalado que existen dos estilos de parentalidad especialmente inadecuados: el estilo laissez-faire de los padres negligentes y la minusvaloración y falta de atención hacia los sentimientos de los hijos de los padres autoritarios (Goleman, 1995). En general, se ha alertado sobre las repercusiones negativas de los estilos parentales no autorizativos y la utilización del castigo físico como estrategia disciplinaria en el desarrollo desajustado general de los hijos y, específicamente, en el desarrollo de conductas delictivas y violentas en hijos adolescentes. Además, la influencia de estos estilos parentales inadecuados también es indirecta, ya que se ha observado que un excesivo control parental asociado a una disciplina coercitiva se relaciona con la afiliación con iguales desviados que es a su vez un importante factor de riesgo directamente relacionado con la mayor implicación en conductas problemáticas (Vitaro, Brendgen y Tremblay, 2000)

Por un lado, parece que los chicos y chicas que viven en hogares autoritarios presentan problemas de autoestima, baja competencia interpersonal, estrategias poco adecuadas para resolver conflictos, pobres resultados académicos y escasa interiorización de normas sociales, unos problemas que están en la base de la implicación en conductas delictivas y violentas. Además, en estos hogares se utiliza con frecuencia el castigo físico como medida disciplinaria, lo que se relaciona directamente con mayores comportamientos delictivos en los hijos (Loeber y cols., 2000). Por otro lado, los chicos y chicas que viven en hogares negligentes son también menos competentes socialmente y tienen problemas de autoestima, a lo que se añaden problemas de ansiedad y depresión y falta de empatía. Estas experiencias de negligencia y maltrato (físico y/o psicológico) en edad infantil se han asociado con posteriores comportamientos violentos y delictivos. En este sentido, una proporción importante de delincuentes, especialmente los más violentos, han sido objeto de negligencia y maltrato en su infancia y adolescencia, aunque también es cierto que no todos los niños que sufren estos problemas se convierten en delincuentes (Garrido y López, 1995)

Por el contrario, los adolescentes cuyos padres utilizan un estilo autorizativo caracterizado por el apoyo, la sensibilidad hacia los sentimientos del hijo, la implicación en su educación y la consistencia en sus conductas parentales, puntúan menos en conducta delictiva y violenta, y más en autoeficacia en la escuela y rendimiento académico, siendo estas dos últimas variables, a su vez, dos importantes factores de protección ante los problemas de conducta (Doyle y Markiewicz, 2005; Juang y Silbereisen, 1999). Respecto del estilo parental permisivo, aunque distintos autores han destacado que se relaciona con problemas de control de los impulsos y de interiorización de las normas sociales en los hijos, otros autores han señalado que estos adolescentes con padres permisivos presentan un elevada autoestima y autoconfianza y un ajuste social tan bueno como el de los adolescentes con padres autorizativos (Musitu y García, 2004; Oliva y Parra, 2004; Pichardo, 1999). Parece que las dimensiones de afecto e implicación de los padres presentes en estos dos estilos parentales -autorizativo y permisivo- son los responsables del carácter de protección de ambos estilos frente al desarrollo de conductas delictivas y violentas, ya que favorecen que el adolescente interiorice un mayor sentimiento de responsabilidad de sus propios actos

En efecto, distintos autores han coincidido en señalar el papel de la dimensión de apoyo familiar presente en ambos estilos, como una de las características protectoras más importantes en la familia del adolescente. Incluso cuando las relaciones externas al ámbito familiar (amigos, profesores, etc.) crecen en importancia a lo largo de la adolescencia, las relaciones con los padres constituyen una de las principales fuentes de apoyo social del adolescente. Esta idea se ha constatado empíricamente en diferentes estudios donde un elevado apoyo percibido de los padres se ha relacionado con puntuaciones bajas en problemas de conducta, aun cuando han sucedido en la familia numerosos acontecimientos negativos y exista un cierto desacuerdo entre los padres  (Branje, van Lieshout y van Aken, 2002; Demaray y Malecki, 2002; Davies y Windle, 2001). Es decir, aunque la familia o la pareja formada por los padres estén pasando por un momento difícil, la presencia de un elevado apoyo entre los miembros de la familia protege al adolescente de desarrollar problemas relacionados con la violencia y la delincuencia

Dinámicas de comunicación y conflicto familiar

Un indicador fundamental de la existencia de un clima familiar saludable es la calidad de la comunicación entre padres e hijos y el grado de conflicto entre los miembros de la familia. Por un lado, se ha observado que los adolescentes implicados en conductas delictivas y violentas informan de ambientes familiares negativos caracterizados por pautas de escasa comunicación o de comunicación negativa, cargada de mensajes críticos y poco claros (Loeber y cols. 2000; Musitu y cols., 2001). Al contrario, la comunicación abierta y fluida, con intercambios de puntos de vista de forma clara y empática entre padres e hijos, constituye un factor de protección frente a la implicación en conductas delictivas y la ruptura de normas sociales y escolares (Buist y cols., 2004; Kerr y Stattin, 2000; Stattin y Kerr, 2000).

Además, estudios más recientes han indicado que el padre y la madre pueden tener roles diferentes: se ha observado que los problemas de comunicación con la madre influyen negativamente en la relación de apoyo entre el padre y el hijo, incrementándose de este modo los niveles de riesgo para el desarrollo de conductas violentas y delictivas. También se ha observado una relación bidireccional entre los problemas de conducta y el clima familiar negativo, de modo que los problemas de comunicación predicen el desarrollo de conductas delictivas y violentas en los hijos y, a su vez, estos problemas de conducta se convierten en un estresor, ante el cual los padres reaccionan negativamente y se empeoran los problemas de comunicación entre padres e hijos (Estévez, Musitu y Herrero, 2005; Jimenez, Musitu y Murgui, 2005).

            Por otro lado, la existencia de conflictos familiares, así como la utilización de estrategias disfuncionales para su resolución (por ejemplo, utilizar la violencia, ignorar al otro o huir de la situación, frente a utilizar, por ejemplo, el diálogo, la colaboración entre los miembros de la familia para resolver el conflicto, o hablar de modo positivo del problema), constituyen también un importante factor de riesgo que se relaciona con un mayor número de conductas problemáticas y de mayor gravedad en los hijos. En este ámbito de estudio, numerosos trabajos se han centrado en analizar los procesos conflictivos de divorcio y su relación con el desajuste adolescente. En estas investigaciones se ha concluido que el divorcio de los padres no constituye un factor de riesgo per se, sino que únicamente aquellas separaciones altamente conflictivas implican consecuencias negativas para la conducta de los hijos (Doyle y Markiewicz, 2005; Freeman y Newland, 2002).

            Frente a estos problemas en la comunicación entre padres e hijos y en la resolución de conflictos familiares, Maganto y Bartau (2004) proponen algunas estrategias de mejora:

 

Estrategias para facilitar la comunicación familiar

Estrategias para mejorar la resolución de conflictos familiares

1. Mensajes claros, precisos y útiles.

2. Firmeza en lo dicho o pedido.

3. Congruencia entre padre y madre.

4. Utilización del diálogo y la negociación.

5. Ser positivo/a y recompensante.

6. Escucha activa y empática.

7. Expresar los sentimientos.

8. Exploración conjunta de alternativas.

1. Crear una atmósfera relajante y positiva.

2.  Ser asertivo/a.

3. Evitar culpabilizaciones, responsabilidad conjunta.

4. Ser honestos.

5. Escuchar y comprender los sentimientos de los otros.

6. Ser respetuoso, evitar la violencia verbal.

7. Negociar un compromiso consensuado.

8. Disculparse y admitir errores.

Fuente: Maganto y Bartau (2004)

           

En resumen, el comportamiento delictivo y violento en hijos adolescentes se relaciona con un clima familiar negativo, caracterizado fundamentalmente por los siguientes aspectos:

ü  Carencia de afecto, apoyo e implicación de los padres.

ü  Permisividad y tolerancia de la conducta agresiva del hijo.

ü  Disciplina inconsistente, inefectiva y demasiado laxa o demasiado severa.

ü  Estilo parental autoritario y uso excesivo del castigo.

ü  Problemas de comunicación familiar.

ü  Conflictos frecuentes entre cónyuges. 

ü  Utilización de la violencia en el hogar para resolver los conflictos familiares.

ü  Rechazo parental y hostilidad hacia el hijo.

ü  Falta de control o control inconsistente de la conducta de los hijos.

 

Por tanto, desde el punto de vista de la intervención, la prevención de la delincuencia, violenta o no, en población adolescente implica prestar una gran atención a sus familias, a la calidad de la interacción tanto entre padres e hijos como entre los propios padres. En esencia, el trabajo para conseguir adolescencias saludables y felices pasa por desarrollar vidas familiares positivas, donde los padres tengan herramientas y recursos para ayudar a sus hijos a ser adultos también saludables y felices.

Factores relevantes en el escenario escolar

Al igual que ocurría con el ámbito familiar, los diferentes estudios que han adoptado una perspectiva socioecológica, han considerado a la escuela como un contexto donde analizar diferentes factores de riesgo y protección en relación con las conductas violentas. Entre los factores escolares más estudiados en la literatura científica se encuentran la organización e ideología del centro, la relación del adolescente con el profesor, las estrategias disciplinares del aula, el trato desigual de los profesores en relación con el logro académico de los alumnos, la formación de grupos en el aula en función del rendimiento escolar, la intolerancia hacia los alumnos diferentes (por su etnia, su orientación sexual…) y la afiliación con iguales desviados en la escuela.

Características del centro

Se ha observado que algunas características propias de los centros de enseñanza pueden favorecer el desarrollo de comportamientos violentos en las escuelas, como por ejemplo, la masificación de estudiantes en las aulas, la carencia de normas de comportamiento claras para los alumnos y la orientación autoritaria versus democrática del profesorado (Henry y cols., 2000). Algunos autores como Rodríguez (2004) llegan a afirmar que existen escuelas que son verdaderas “fábricas” de violencia por varias razones, entre las que destaca: (1) la falta tanto de motivación como de estrategias eficientes para hacer frente a los problemas de comportamiento del alumnado, (2) el trato desigual del profesorado a los alumnos, que en ocasiones otorga privilegios únicamente a determinados estudiantes en detrimento de otros, con el consiguiente malestar de los menos atendidos, (3) la existencia de dobles mensajes en el aula, por ejemplo cuando el profesor utiliza el castigo como medio para mejorar la conducta de un estudiante en el aula, lo que además, en muchas ocasiones genera un “efecto rebote” y más agresividad en el alumno. Frente a estos factores de riesgo, Pérez (2003) propone la puesta en marcha de los siguientes factores de protección y prevención de la violencia escolar, cuya finalidad última es que los alumnos aprendan a convivir:

§   Crear un buen clima escolar en el centro, un lugar acogedor donde los alumnos se sientan aceptados como personas y se impliquen en actividades académicas de carácter cooperativo.

§   Incluir en el currículum temas y procedimientos que favorezcan las relaciones sociales, como por ejemplo la educación en valores o actividades para el desarrollo de habilidades sociales y personales.

§   Prestar atención individualizada a los agentes de conflicto: la conducta antisocial requiere un tratamiento directo y no debe “dejarse pasar”. Hay que ofrecer apoyo a la víctima e informar a los responsables escolares y a los padres.

§   Revisar la organización escolar: crear espacios y tiempos para establecer encuentros, supervisar los recreos y excursiones y capacitar a los docentes en el tema de la no violencia.

§   Implicar a los alumnos en la toma de decisiones en el centro a través de asambleas y adjudicarles responsabilidades, como por ejemplo la de escuchar, mediar o ayudar a sus compañeros en la resolución de conflictos.

 

Estas medidas podrían acortar la distancia que existe actualmente entre las demandas y necesidades de los adolescentes y las condiciones escolares de nuestros centros educativos: en este sentido, sería fundamental redefinir el papel de la escuela, de los profesores y los alumnos, y dotar a éstos de mayor protagonismo en el proceso de enseñanza y aprendizaje (Díaz-Aguado, 2005).

Además de la adopción de medidas que implican al centro educativo en su conjunto, existen otros aspectos más específicos de la organización del aula que también se han relacionado con los problemas de conducta en los alumnos. Cava y Musitu (2000) señalan los siguientes: (1) la realización de actividades altamente competitivas entre los estudiantes, (2) el aislamiento y rechazo social que sufren algunos alumnos, (3) la tolerancia y naturalidad con la que se perciben las situaciones de violencia y maltrato entre compañeros, (4) la poca importancia que se concede al aprendizaje de habilidades interpersonales y (5) el desconocimiento de formas pacíficas de resolución de conflictos. Como contrapartida, dos importantes medidas que deberían aplicarse en la vida diaria del aula para prevenir los problemas de conducta serían la transmisión de actitudes y valores de democracia y ciudadanía por el profesorado (Jares, 2001) y la creación de momentos de reflexión con los alumnos sobre los problemas de comportamiento en el aula (Rué, 1997).

Otra manera eficaz de favorecer la convivencia en el aula es a través de actividades de aprendizaje cooperativo (Ovejero, 1990). Muchas veces la dinámica del aula se basa en la realización de actividades competitivas y el énfasis recae fundamentalmente en el éxito en los exámenes, en detrimento de la puesta en marcha de actividades cooperativas y de premiar la reflexión individual. Como destacan Johnson y Johnson (1999), en las situaciones de aprendizaje cooperativo, puesto que los alumnos interactúan directamente con sus compañeros, se incrementa su conocimiento mutuo y su esfuerzo por ponerse en el lugar del otro. Este hecho permite que el adolescente desarrolle su capacidad para percibir y comprender los sentimientos de los demás, posibilitando así el cambio en la percepción del compañero, lo que resulta un primer paso hacia el logro de la integración social de muchos estudiantes que sufren problemas de victimización. Además, en las actividades de aprendizaje cooperativo existe una interdependencia positiva entre todos los escolares, ya que dependen los unos de los otros y todos participan y colaboran en el desempeño de la tarea. Esta actividad pone en práctica habilidades como la escucha activa, el respeto del turno de palabra o el apoyo a los compañeros.

 

Relaciones con el profesorado

Cabe destacar que el profesorado desempeña un papel fundamental en la puesta en marcha de todas estas propuestas de mejora de la convivencia en el aula y la escuela y, por tanto, tiene mucho que aportar en la prevención de situaciones conflictivas que implican comportamientos violentos en el alumnado. En esta línea, investigaciones recientes han puesto de manifiesto que cuando el profesor se esfuerza por establecer contactos positivos con sus alumnos, les ofrece atención individualizada, les trata con respeto y les ofrece apoyo, disminuyen los comportamientos agresivos en el aula, mientras que por el contrario, cuando el profesor desatiende a sus alumnos y se comporta irrespetuosamente con ellos, fomenta la agresividad en el aula (Casamayor, 1999; Hrdlicka y cols., 2005; Meehan, Hughes, y Cavell, 2003; Reddy, Rhodes y Mulhall, 2003).

 

Figura 3

Influencia del profesorado y los compañeros en la violencia escolar

 

 


 

Fuente: Elaboración propia

 

Paralelamente, la investigación relacionada con la aceptación social de los alumnos en el aula ha puesto de manifiesto la importancia de la figura del profesor como un referente social de gran relevancia durante la adolescencia (Palomero y Fernández, 2002; Reinke y Herman, 2002; Trianes, 2000). Se ha constatado, por ejemplo, que las valoraciones que hacen los iguales sobre las cualidades de un alumno están influidas por la observación de la interacción existente entre el profesor y los alumnos. Así, los estudiantes que tienen relaciones poco conflictivas con el profesor son, generalmente, más aceptados por sus compañeros (Ladd, Birch y Buhs, 1999; Helsen et al., 2000). Parece ser, por tanto, que la relación profesor-alumnos es una fuente importante de información que los propios adolescentes utilizan para realizar juicios de aceptación y rechazo acerca de sus compañeros (Hughes, Cavell y Willson, 2001).

En efecto, en estudios recientes (Jiménez, Moreno, Murgui y Musitu, 2008), se ha destacado que las valoraciones positivas o negativas que realiza el profesor sobre su relación con un alumno se relacionan, por un lado, con la conducta más o menos violenta que ese alumno tiene en el aula y, por otro lado, con el estatus de ese alumno en el aula. Por tanto, es aquí donde el profesor desempeña un rol fundamental en el ajuste social en el aula (Hamre y Pianta, 2001; Murray y Greenberg, 2001; Zettergren, 2003). Los alumnos rechazados tienen una peor relación con los profesores y obtienen menos apoyo de éstos, especialmente si, además, participan en conductas violentas en el aula, lo que contribuye a la permanencia de esta condición de rechazado (Birch y Ladd, 1998; Blankemeyer, Flannery y Vazsonyi, 2002; Zettergren, 2003).

En este sentido, se ha mostrado que en la práctica cotidiana, los profesores generan expectativas sobre los alumnos a partir de la información que proviene de categorías académicas, psicológicas, sociales y físicas del alumnado (Guil, 1997) que, indirectamente, comunican al resto de los alumnos (el denominado “efecto Pigmalión” de Rosenthal y Jacobson, 1980),  y contribuyen así, a la mayor o menor aceptación social del alumno/a. El grado de coincidencia entre la percepción de los alumnos y la del profesor suele ser elevado, de modo que, generalmente, profesores y alumnos suelen evaluar negativamente a los mismos alumnos. Este hecho subraya el paralelismo existente entre la calidad de la relación de los estudiantes con los iguales y con el profesor (Cava y Musitu, 2000).

 

Relaciones entre iguales

El grupo de iguales desempeña un papel fundamental en el desarrollo de competencias y habilidades interpersonales que influyen en el ajuste de la persona (Ladd, 1999). Los adolescentes populares en su grupo, tienden a presentar una elevada autoestima, un mejor ajuste escolar y desarrollan una mayor competencia social, mientras que por el contrario, los adolescentes rechazados tienden a presentar mayores problemas de ajuste psicosocial. Esta relación obedece a dos razones fundamentales: en primer lugar, el rechazo es en sí mismo un poderoso estresor, en el sentido de que el adolescente rechazado recibe un peor trato, es objeto de agresión con más frecuencia y, además, cuando inicia una nueva relación, tiene expectativas negativas sobre la misma (Dodge y cols., 2003). En segundo lugar, el rechazo implica la disminución de la autoestima, uno de los recursos más importantes para el bienestar de la persona; los alumnos rechazados suelen informar de una autoestima general más baja, en comparación con aquéllos no rechazados, especialmente en los dominios social y académico (Cava y Musitu, 2000; Gifford-Smith y Brownell, 2003; Ladd, 1999).

Cuando tenemos en cuenta los subtipos de rechazos encontramos un resultado aparentemente contradictorio: los rechazados agresivos tienden a mostrar una mayor autoestima, especialmente en el área social, que los rechazados sumisos y que los adolescentes con un estatus promedio, pese a que son los alumnos que reciben más elecciones negativas y menos positivas. Este hecho puede ser debido a la autopercepción de los adolescentes rechazados en el dominio social: se ha observado que los adolescentes rechazados agresivos tienden a sobreestimar su competencia social y a infravalorar el rechazo de su grupo de iguales, mientras que los rechazados sumisos realizan evaluaciones más ajustadas a la realidad sobre su competencia atlética, académica y social (Hymel y cols., 1993; Pattersony cols., 1990; Zakriski y Coie, 1996; Sandstrom y Cramer, 2003).

Además de la percepción de estrés y de la baja autoestima, el rechazo escolar se ha relacionado con otras consecuencias. Las diferentes revisiones teóricas destacan tres aspectos clave: el ajuste escolar, la violencia y la salud mental (Ladd, 1999; Gifford-Smith y Brownell, 2003; Kupersmidt y cols., 1990; Parker y Asher, 1987).

 

Conducta violenta y rechazo escolar

Si bien tradicionalmente se ha considerado la conducta violenta como una causa fundamental del rechazo, otros autores sugieren que este tipo de conducta puede ser también una consecuencia de la propia condición de rechazado (Kupersmidt y cols., 1990; Ladd, 1999; Gifford-Smith y Brownell, 2003). De este modo, se ha observado que los adolescentes que muestran una mayor conducta antisocial tienen mayor probabilidad de ser rechazados, pero además, la experiencia de ser rechazado constituye un estresor que se asocia con la presencia de problemas de conducta (Dodge y cols., 2003; Fergusson, Swain-Campbell, y Horwood, 2002; Gifford-Smith y Brownell, 2003). Un ejemplo de este doble vínculo lo encontramos en los adolescentes que expresan conductas antisociales y violentas en una edad temprana: estos chicos y chicas suelen ser rechazados por su grupo de iguales debido a su implicación en comportamientos antisociales, lo que conlleva una progresiva participación en conductas antisociales y violentas de mayor gravedad y, por tanto, un mayor rechazo.

Sin embargo, como hemos comentado, existe una considerable proporción de alumnos que participan en comportamientos violentos que no son rechazados, e incluso que tienen una elevada aceptación en el grupo ¿Qué lleva a un adolescente que se implica en actos violentos a no ser rechazado? Para algunos autores, además de algunos factores que ya hemos expuesto, los rechazados difieren de los no rechazados en las características de los comportamientos violentos que cometen. Así, de la revisión realizada por Gifford-Smith y Brownell (2003) se concluye que los alumnos rechazados agresivos cometen conductas violentas de mayor gravedad que los no rechazados y aluden a distintas razones que justifican estos comportamientos.

En este sentido, cuando profundizamos en las diferencias en la conducta violenta de rechazados agresivos y no rechazados agresivos encontramos que ambos grupos muestran un estilo diferente y peculiar de comportamiento violento: en los rechazados agresivos predomina la agresión ineficaz o inútil; este tipo de agresión se caracteriza por ser fundamentalmente reactiva, poco controlada y asociada a situaciones negativas valoradas por la persona como frustrantes. Por el contrario, los adolescentes no rechazados muestran una agresión efectiva o eficaz, de carácter más activo y asociado con el poder y la obtención de aquello que se desea, de modo que aunque creen problemas en la escuela, no suelen experimentar rechazo ni sufrir victimización (Bierman, 2004; Miller-Johnson y cols., 2002). En la tabla siguiente se presentan las diferencias entre ambos estilos de agresión y las consecuencias asociadas.

 

Tabla 3

Estilos de comportamiento agresivo y su relación con el rechazo (Bierman, 2004)

Agresión  eficaz

 

Agresión ineficaz

Bajo riesgo

Riesgo de rechazo y/o victimización

Alto riesgo

Proactiva: para controlar la conducta de los demás

Finalidad de la agresión

Reactiva: a partir de una situación de frustración

Muy controlada

Control de la agresión

Poco controlada

Justificada, tolerada

Percepción de la conducta agresiva por el grupo de iguales

Injustificada

Intimidación

Tipo de conducta predominante

Agresión

Muy sociable

Alta aceptación

Evaluación del profesor y de los iguales

Poco sociable

Baja aceptación

Baja

Estabilidad temporal

Alta

 

No obstante, la relación entre el rechazo y el comportamiento violento está sujeta a los cambios evolutivos propios de la edad. Las normas que regulan la interacción en el grupo, la aceptación de la conducta violenta, las diferentes formas de agresión y la función que desempeña o el significado asociado cambian de acuerdo con el momento evolutivo y el contexto de la interacción. La habilidad para reconocer estos cambios y comportarse de modo adaptativo parece ser un importante predictor del rechazo: los adolescentes que muestran un estilo agresivo eficaz parecen modificar las manifestaciones comportamentales, de acuerdo con la aceptación de estas conductas por sus compañeros, mientras que los adolescentes con estilo agresivo inefectivo son más rígidos y les cuesta adaptar sus comportamientos, lo que favorece la estabilidad del estatus de rechazado y los problemas de ajuste en edades posteriores (Bierman, 2004; Gifford-Smith y  Brownell, 2003; Yoon, Hughes, Cavell y Thompson, 2000).

Por último, una de las variables que se relacionan con la conducta violenta y el rechazo es la tendencia que muestran estos adolescentes a asociarse con iguales desviados que los aceptan y que son como ellos en conducta, valores y actitudes (Hymel, Wagner y Butler, 1990). Esta asociación contribuye a la elaboración de códigos y normas propios que refuerzan sus conductas e incrementa la probabilidad de que la desviación se agrave (Fergusson, Woodward, y Horwood, 1999; Simons, Wu, Conger y Lorenz 1994; Vitaro, Brendgen y Tremblay, 2000). De este modo, estos adolescentes satisfacen su necesidad de sentirse integrados y aceptados, al tiempo que ceden a la presión ejercida por el grupo asumiendo un comportamiento violento (Martín, 1998). Una vez se ha constituido este grupo, las interacciones positivas con otros iguales no violentos se encuentran limitadas, lo que conduce a la perpetuación tanto del aislamiento como de la violencia (Espelage y cols., 2003; Fergusson y cols., 1999). Finalmente, a la gravedad de esta situación se añade que, en las aulas, el agresor sabe que casi con toda seguridad saldrá impune de su conducta, puesto que ni las víctimas ni los “espectadores” suelen denunciar a los profesores estos hechos por miedo a represalias.

 

 

 

 

 

 

 

 

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