VOLUMEN: X
NÚMERO: 26 - 27
Evolución conceptual de la Identidad social.
El retorno de los procesos emocionales
Rosana Peris Pichastor
Sonia Agut Nieto
1. Introducción
Delimitar en unas páginas el constructo de Identidad social y además exponer cómo han sido tratadas las emociones dentro de este campo de estudio, se convierte en una tarea complicada, pues son muchas las aportaciones y desde muy diversas áreas de conocimiento. Una de estas áreas es, sin lugar a dudas, la Psicología social, que ya muchas décadas atrás se interesó por la forma en que los individuos se reconocen como miembros de grupos sociales específicos, pero que sin embargo ha dejado en un segundo plano el papel de las emociones en la configuración de estas identidades, Aquí tratamos de devolver a las emociones el protagonismo que merecen, a través de la revisión de las principales aportaciones teóricas y la forma en que ahí se insertan las emociones en la configuración de la identidad social.
En particular, en la primera parte del trabajo, tras delimitar conceptualmente el constructo de identidad social, revisaremos las principales teorías en su estudio, desde las primeras contribuciones (e.g., Teoría de la identidad social de Tajfel, 1972, 1978 y Teoría de la autocategorización del yo de Turner, Hogg, Oakes, Reicher y Wetherell, 1987) que sientan las bases conceptuales del término, hasta las más recientes propuestas realizadas desde los modelos SIDE de Spears (2001) y SAMI de Simon (2004). La segunda parte la centraremos en el análisis del papel desempeñado por las emociones y los afectos, cuando en las relaciones la identidad social se vuelve saliente y las personas se relacionan con otro grupo, o individuo, desde su pertenencia grupal, es decir, desde su identificación con categorías sociales específicas. En este sentido, describiremos cómo influye el estado emocional en las relaciones sociales -afecto incidental- y qué emociones emergen en las relaciones donde la identidad social se vuelve saliente -afecto integral-, destacando en este punto la visión del prejuicio como emoción social. Cerraremos este trabajo con una propuesta que pretende ser el inicio de futuros estudios en este ámbito, donde se presenta un esbozo de la posible relación no lineal entre las emociones y la identidad social. Sin duda, esto implica promover el estudio de estos procesos desde un enfoque distinto, el Paradigma de la Complejidad.
2. Qué es la identidad social. Aproximaciones teóricas a su estudio
Estamos de acuerdo con Iñiguez (2001), cuando afirma que lo que se denomina “identidad, individual o social, es algo más que una realidad natural, biológica y/o psicológica, es más bien algo relacionado con la elaboración conjunta de cada sociedad particular a lo largo de su historia, alguna cosa que tiene que ver con las reglas y normas sociales, con el lenguaje, con el control social, con las relaciones de poder en definitiva, es decir, con la producción de subjetividades” (Cabruja, 1996, 1998; Pujal, 1996, cits. en Iñiguez, 2001).
Igualmente, podríamos decir que la identidad psicológica de cada individuo es el resultado de la interdependencia entre cogniciones y emociones en su intento por significar las interacciones sociales. Para Munné (1999) sería aquello que permanece, la ‘mismidad’ como la llama el autor, del cambiante Self.1 Además, el constructo presenta una doble dimensionalidad, distinguiéndose entre la Identidad Individual y Social; si bien, como veremos más adelante, las teorías más recientes (Simon, 2004; Spears, 2001) apelan a la naturaleza eminentemente social de la identidad, también en su vertiente individual. Por tanto, podríamos decir que la identidad socialmente construida presenta una cara personal, individual, que recoge los aspectos que nos hacen únicos, peculiares y otra cara, social, que aglutina las características compartidas con nuestros semejantes en el seno de diferentes grupos. En este trabajo nos centraremos en esta última.
Así pues, somos personas que necesitamos saber cómo son, qué deben pensar y hacer lo grupos de los cuales formamos parte. Es decir, tener conciencia de la identidad de los grupos a los que pertenecemos y aquéllos a los que no, nos hace la vida más sencilla y facilita nuestras relaciones interpersonales e intergrupales. Además, no podríamos llegar a un conocimiento completo de cómo somos si no incluimos en el Auto-concepto nuestra pertenencia grupal, lo que sentimos por estos grupos y la influencia que esto ejerce en nuestras creencias, percepciones y conducta (Gómez, 2006). En definitiva, estamos hablando de la Identidad social, esto es, la que deriva de la pertenencia de la persona a grupos sociales a lo largo de su vida. En cambio, la Identidad personal se aplica a los casos en los que la persona se define a partir de sus rasgos únicos e idiosincrásicos (Tajfel y Turner, 1979).
De hecho, de aquí surge la definición de identidad social más extendida, y de la que parte la Teoría de la identidad social desarrollada originalmente por Tajfel y que trataremos después. Concretamente, la identidad social sería “la parte del autoconcepto del individuo que deriva del conocimiento de su pertenencia a un grupo social (o grupos sociales) junto con el significado emocional y valorativo asociados a dicha pertenencia” (Tajfel, 1981, p. 255). Como subraya Morales (2007), la identidad social es el resultado de procesos cognitivos, evaluativos y emocionales. Además, su surgimiento, estabilidad y cambio están implicados en diferentes procesos psicosociales de naturaleza individual, grupal y colectiva. En realidad, es como una especie de eje vertebrador de todos o la mayoría de procesos psicosociales, en tanto que contribuye a organizar la experiencia del ser humano en su mundo social (e.g., regula la autoimagen de la persona, su conducta dentro del propio grupo, su conducta hacia el otro grupo e incluso sus relaciones con el ambiente físico).
En el marco de la Psicología social, sin duda, es Henri Tajfel con su Teoría de la identidad social, el claro precursor del estudio de la identidad social y también las posteriores derivaciones de la misma cristalizadas en la Teoría de la Autocategorización (para una revisión más reciente véase Turner, 1999; Turner y Reynolds, 2001). Mientras la primera se centra en procesos intergrupales y en la idea de que las relaciones entre los grupos surgen de la interacción entre procesos psicológicos y la realidad social, la segunda teoría amplia su ámbito para incluir la explicación de los procesos intragrupales de formación de grupo, cohesión, influencia o polarización (Huici y Gómez Berrocal, 2004). Más recientemente también hay que hacer mención del Modelo SIDE de Spears (2001) y el Modelo SAMI propuesto por Simon (2004), como desarrollos más sistemáticos de las teorías de la identidad social y de categorización del yo.
2.1. Teoría de la identidad social
En esencia, esta teoría sugiere que las personas tienden a maximizar su autoestima mediante la identificación con todos aquellos grupos sociales específicos a los que pertenecen e intentando además que sean valorados de forma positiva, en comparación con los otros grupos. En particular, de acuerdo con Gómez (2006), dentro de esta teoría juega un papel imprescindible el concepto de la categorización, entendido éste como un proceso de simplificación y orden de la realidad social. Es la tendencia a dividir el mundo social en dos categorías más bien separadas: nuestro endogrupo (“nosotros”) y varios exogrupos (“ellos”). Y es a través de dicho proceso como los individuos construyen su identidad social, haciendo más sencilla su percepción de la realidad social. El proceso de la categorización, a su vez, acentúa las diferencias entre categorías distintas e incrementa las semejanzas entre los miembros que pertenecen a una misma categoría, es decir, minimiza las diferencias dentro de esa categoría.
La identidad social se forma entonces por la pertenencia a un grupo; que sea positiva o negativa dependerá de la valoración que el individuo haga de su grupo en comparación con otros grupos. De ahí la importancia del proceso de comparación social, por el cual las personas tienden a compararse a sí mismos con otros. Por tanto, aquí la comparación social no sólo implica ser diferente, sino también que hay que buscar ser mejor.
Como consecuencia, los grupos tienden a competir por una identidad social positiva a través de una diferenciación con otros grupos en la cual salgan beneficiados. Y en el supuesto de que los individuos no se encuentren satisfechos con su identidad social, tienen tres posibles alternativas para lograr una valoración más positiva: la movilidad individual, la creatividad social o la competición social. Ahora bien, la identidad social positiva en una comparación social se puede alcanzar por una distinción positiva del propio grupo ante otros, sin que se produzca necesariamente una discriminación negativa hacia el exogrupo (Gómez, 2006).
La Teoría de la identidad social, en realidad, se desarrolla a partir de la investigación del Paradigma del Grupo Mínimo (Tajfel, Flament, Billing y Bundy, 1971), que puso de relieve la tendencia al favoritismo hacia el propio grupo, como una tendencia de comportamiento intergrupal para conseguir una identidad social positiva en las comparaciones entre grupos (Huici y Gómez Berrocal, 2004). Este paradigma demuestra que la mera categorización, aunque se deba a criterios arbitrarios, produce favoritismo endogrupal. Así, los experimentos pusieron de relieve que las personas se preocupan por crear la mayor diferencia posible en el reparto de recursos entre su grupo y el exogrupo, lo cual supone una discriminación social de este otro grupo. Lo sugerente de sus resultados es que esto se producía incluso cuando el criterio para clasificar a las personas en dos grupos había sido trivial, no existía interacción ni dentro del endogrupo, ni con el exogrupo y, además, lo que se repartían eran puntos (Gómez, 2006).
Como se desprende de lo expuesto, Tajfel hace hincapié en los aspectos meramente cognitivos y presta escasa atención al papel de las claves emocionales. Este olvido resulta curioso, dado que el objetivo último de la identidad social es maximizar la autoestima y ésta se conceptualiza en estas perspectivas como la dimensión evaluativa-afectiva del Yo.
2.2. Teoría de la Autocategorización
La Teoría de la identidad social continuó su desarrollo con la Teoría de la Autocategorización de Turner et al. (1987). Tal como ocurría en la teoría de la identidad, la autocategorización supone, prioritariamente, un proceso cognitivo y sus aportaciones respecto de aquella se describen también en términos cognitivos. No podemos afirmar que esta teoría rechace los componentes emocionales en la identidad social, en realidad, no los menciona.
De acuerdo con Morales (2007), tres son las aportaciones más innovadoras de esta teoría. La primera es el proceso de despersonalización, que emerge al categorizarse la persona a sí misma como miembro de su grupo. Cuando esto ocurre, deja de percibirse como alguien único y diferente al resto y se considera igual que el conjunto de personas de su grupo, similar a ellas. La segunda aportación tiene que ver con su distinción de tres niveles de categorización del Yo (interpersonal, intergrupal e interespecies) cuyo funcionamiento es antagónico, es decir, cuando uno de los niveles está operativo, los otros dos quedan inhibidos. Asimismo, los autores señalan que, en el caso del nivel intergrupal, una dimensión de comparación únicamente estará operativa cuando las personas piensan que la comparación que se establece tiene sentido en esa situación concreta.2 Además, el contexto influye en los niveles de categorización; de forma que si un contexto hace saliente un grupo al que pertenece la persona, se activa el nivel intermedio, y la persona deja de pensar en sí misma como ser individual y pasará a verse como miembro de ese grupo; esto es, la identidad social prevalecerá sobre la personal. La última aportación significativa es el concepto de prototipo, entendido como la persona que mejor representa la posición del grupo en alguna dimensión relevante para el grupo. Así, de acuerdo con esta teoría, se define a las personas del propio grupo o de otros grupos en términos del prototipo. En la medida en que los miembros del grupo se acerquen más o menos a esa posición, más o menos respetados e influyentes serán.
2.3. Modelo SIDE
Tal y como revisa Morales (2007), Spears (2001) en su Modelo SIDE (Social Identity of Desvinculating Effects) prefiere hablar de autodefinición, en vez de identidad y defiende la polaridad individual-colectiva, en vez de la introducida por Tajfel de personal-social. Desde su perspectiva, la Autodefinición colectiva es la que surge de la comparación con otros grupos y la Autodefinición individual aquella cuyo contenido depende de comparaciones con otras personas individuales. Además, considera que lleva a error la utilización del término de identidad social para referirse al yo colectivo, es decir, el que surge de la autodefinición colectiva, ya que sugiere que la autocategorización individual, que surge de la autodefinición individual, no es social.
Además, como señala el autor, los rasgos individuales aún siendo diferentes de las categorías sociales, pueden llegar a convertirse en dimensiones de categorización social cuando el contexto lo precisa. Esto implica que la mayoría de los atributos individuales se pueden experimentar también como compartidos o sociocategoriales, de manera que sirven de base para una identidad colectiva en las condiciones sociales apropiadas. Morales (2007) subraya que es un mérito de Spears avanzar en el intento de concretar cuáles son esas condiciones. Su pregunta clave es cuándo se produce una autodefinición individual y cuándo una colectiva, y qué efectos tendrá el que se produzca una u otra. En general, señala que el nivel y el contenido de la autodefinición será un reflejo de la interacción entre el contexto y el perceptor. En este sentido, el perceptor se ve influido por variables organísmicas (de accesibilidad, conocimiento del contexto e identidad grupal, entre otras) a la hora de autodefinirse y, en función de la experiencia pasada, será la motivación a alcanzar ciertas metas en ese momento, la que determinará la elección individual o colectiva. El contexto afecta desde una dimensión cognitiva, en el sentido dado desde la identidad social y la autocategorización, y una dimensión estratégica que es consciente y motivada (e.g., identidad amenazada, elección de identidad). Esta última dimensión constituye una de las grandes aportaciones de este modelo.
Como se ha visto, el modelo de Spears incorpora claramente, y con gran peso, los procesos de activación. De este modo, la persona adoptará una autodefinición específica en función de los aspectos motivacionales que la dirijan en esa situación concreta. Y a nuestro entender, aunque explícitamente no se mencione, esto implica, por tanto, la incorporación de la carga emocional que conlleva toda acción motivada.
2.4. Modelo SAMI
Por último, por ser integrador, sin dejar de ser innovador, presentamos el modelo SAMI (A Self-Aspects Modelo of Identity) de Simon (2004). Al igual que Spears (2001), prefiere la polaridad individual-colectiva a la personal-social. En particular, habla del proceso de autointerpretación, entendido como un proceso socio-cognitivo por medio del cual las personas dan coherencia y sentido a sus propias experiencias. Este proceso es la base de la comprensión que las personas tienen de sí mismas, es decir, de su identidad y ésta, a su vez, influye en sus percepciones y en su conducta. Son los aspectos del Yo (su saliencia y su cronicidad), que no pueden entenderse como estructuras cognitivas rígidas, los elementos que conforman la autointerpretación (Morales, 2007).
La identidad colectiva es definida por el autor como una autointerpretación centrada en un aspecto del yo socialmente compartido con algunas personas en un contexto social relevante. Su característica fundamental es la unidimensionalidad, ya que el proceso psicológico crítico que subyace a la identidad colectiva es el proceso de centrar o focalizar la autointerpretación en un único aspecto del yo socialmente compartido. Esto no quiere decir que otros aspectos del yo estén ausentes en la identidad colectiva, sino que más bien, se trata de aspectos del yo secundarios, que se desprenden del yo focal. Por su parte, la identidad individual, es la autointerpretación basada en una configuración compleja de aspectos del yo diferentes y no redundantes y su característica más acusada es la exclusividad y, como aportación novedosa, la independencia.
Como señalamos anteriormente, desde la perspectiva de Simon, la identidad individual tiene el mismo carácter social que la colectiva. Son productos sociales que adquieren significado en la interacción social. Además, la identidad individual, al igual que la colectiva, tiene su origen en condiciones sociales concretas y se apoya en ellas. Ambas funcionan como mediadoras entre las condiciones sociales concretas y las percepciones y conductas sociales de las personas.
Las variables personales, sin duda tienen protagonismo en este modelo, ya que pueden llegar a ser antecedentes poderosos de la identidad individual y colectiva. Cada persona, a lo largo de su vida, tiene experiencias vitales muy singulares, por lo que serán diferentes. Aquí el autor habla, por una parte, de la importancia personal y valencia de los aspectos del yo que cada persona tiene disponibles para la autointerpretación, lo que en el Modelo SAMI se conoce como “complejidad del yo” y por otra, de la importancia personal o subjetiva y la valencia de esos aspectos del yo. Esta variable personal estaría ligada al papel significativo del contexto social, nivel macro y niveles intermedios, a la hora de articular por cuál de las dos autopresentaciones se decide la persona. Como veremos a continuación, en este punto se introducen junto con los factores cognitivos, las variables emocionales y motivacionales, de gran relevancia en este modelo.
Así, cabría esperar que, por factores cognitivos, a mayor complejidad del yo, mayor tendencia de la persona a inclinarse por una autopresentación individual (falta de ajuste yo-categorías sociales) y, complementariamente, a menor complejidad del yo, mayor autopresentación colectiva. Sin embargo, no ocurre así y, mayoritariamente, éstas últimas también se autopresentan individualmente. Esta paradoja tiene su origen en factores motivacionales/emocionales de origen macrocontextual; pues muchas son las sociedades en las que la indiidualidad es un valor en alza. Por tanto, para las personas con baja complejidad del yo resultaría aversivo (factores emocionales) autopresentarse colectivamente y se verían motivados a salvaguardar su autopresentación individual. Por su parte, serán las personas de nivel medio de complejidad del yo las que tenderán a autopresentarse colectivamente, pues las exigencias de los factores cognitivos de ajuste y los emocionales/motivacionales carecen de la fuerza suficiente para activar la autopresentanción individual.
3. El papel del afecto y las emociones en las relaciones entre identidades sociales
Tal y como hemos expuesto en el apartado anterior, de acuerdo con Tajfel (1981), la identidad social es la parte del auto-concepto que deriva del conocimiento de su pertenencia a un grupo social, junto con aspectos emocionales y valorativos asociados a dicha pertenencia. Pese a que en esta definición del constructo aparece de forma explícita la idea de “significado emocional”, lo cierto es que luego los procesos afectivos han recibido escasa atención en la investigación desarrollada en el marco de la teoría de la identidad social, al menos hasta la última década (Brown y Capozza, 2006).
Sin embargo, en los últimos años, los procesos afectivos han vuelto a suscitar interés entre los investigadores en el marco de los estudios acerca de las relaciones donde la identidad social se vuelve saliente, es decir sobre las relaciones intergrupales. Estas investigaciones, tal y como revisan Huici y Gómez Berrocal (2004), se dividen en dos parcelas. Por una parte, podríamos hablar de las emociones no suscitadas directamente en la relación con otros grupos o también denominado afecto incidental, y por otra, de aquellas emociones sí generadas por un grupo social determinado y por las condiciones y contextos asociados a ese grupo, el afecto integral. Siguiendo la revisión realizada por estas autoras y algunas otras aportaciones, a continuación resumimos algunas de las contribuciones más recientes que se encuadran en cada una de estas dos formas de presentar la relación entre emociones e identidad social.
3.1. El afecto incidental y su relación con la identidad social
En el marco del afecto incidental, una serie de estudios han tratado sobre los efectos de la manipulación de los estados de ánimo y de las emociones, en contextos de saliencia de la identidad social, sobre los juicios acerca de integrantes de diversos grupos. Así se estudia el efecto de un estado de ánimo positivo o negativo sobre las evaluaciones del exogrupo. De acuerdo con Wilder y Simon (2001), el conjunto de hipótesis generadas al respecto se agruparían alrededor de dos cuestiones: la primera tiene que ver con que la distribución de la atención parece reducirse cuando se dan afectos intensos o de carácter positivo, lo que impide el procesamiento adecuado de la información y lleva a basarse en expectativas o estereotipos propios que puedan servir para la situación; y la segunda, apela a que una vez la atención ha sido dirigida, cuanto más minucioso es el procesamiento de la información, mayor probabilidad hay de que se dé una infusión o extensión de afecto, es decir, que los juicios que se emitan correspondan en cuanto a su valencia con la del estado afectivo de la persona (Huici y Gómez Berrocal, 2004).
En este sentido varios trabajos plantean la consistencia entre la valencia, positiva o negativa, de los afectos que está sintiendo un individuo en un momento dado y el juicio sobre los miembros del exogrupo emitido a continuación. Así, Forgas (1995), desde su Modelo de la infusión del Afecto, busca encontrar qué tipo de procesamiento de información permite la influencia de los afectos sobre las creencias. Sus resultados demuestran que la mayor extensión del afecto, positivo o negativo, a los juicios posteriores se produce cuando se activa el procesamiento complejo de información, necesario para evaluar a miembros atípicos del exogrupo. Asimismo, Dovidio, Gaetner, Isen y Lawrence (1995) encontraron que si inducían afectos positivos, los sujetos recategorizan al endo/exo grupo en nueva categoría común y esta recategorización mejora la evaluación de los miembros del exogrupo.
Por otra parte, parece que la valencia de los afectos activa diferentes procesamientos de información, de modo que las emociones positivas activarían procesamientos superficiales y las negativas procesamientos profundos. En este marco, Mackie, Queller, Stroessner y Halmilton (1996) y Bodenhausen, Kramer y Susser (1994), desde las llamadas Hipótesis del estado de ánimo y el conocimiento general, encontraron que los afectos positivos conducían a valorar la situación como segura, provocando que el exogrupo fuera evaluado estereotípicamente en mayor medida que cuando el estrado emocional era negativo, puesto que este último conducía a evaluar el contexto como peligroso y activaba un procesamiento de la información más profundo.
Otro resultado interesante es la distracción que generan las vivencias emocionales intensas sobre la atención y su relación con los juicios estereotípicos del exogrupo. Así, en relación con la Hipótesis de la distracción de los afectos fuertes, Wilder y Shapiro (1989, 1999) encontraron que en individuos altamente ansiosos disminuye la atención sobre el procesamiento de la información del exogrupo, minimizando las diferencias personales del miembro del exogrupo y provocando juicios posteriores más estereotípicos y prejuiciosos.
Como se desprende de los estudios expuestos, parece que en unos casos la activación de un estado emocional intenso, o positivo por parte de un individuo actuaría a modo de variable independiente que focaliza a la persona hacia el polo intergrupal del continuo relacional propuesto por Tajfel (1978), situando la relación en términos de saliencia de las identidades sociales que desemboca en la estereotipia del otro. Asimismo, vemos que una vez la identidad social se vuelve saliente, las emociones actuarían de nuevo como variables independientes que contaminan cualitativamente los juicios sobre la persona estereotipada. Por tanto, en situaciones de alta intensidad emocional, o ante emociones positivas, habría un doble frente de influencia emocional. Por una parte, parece que activa en el individuo la necesidad de controlar la interacción y, así, le será más fácil si percibe a la otra persona en términos de la categoría social a la que pertenece y, además, realizará un procesamiento de la información estereotípica guiado por la valencia emocional, convirtiendo la interpretación cognitiva del otro en un epifenómeno del proceso emocional.
3.2. El afecto integral
El estudio del afecto integral en las relaciones intergrupales se ha abordado principalmente desde el Modelo de la ansiedad intergrupal de Stephan y Stephan (1985) y el Modelo del prejuicio como emoción social de Smith (1993). De hecho, Brown y Capozza (2006) califican los estudios desarrollados en el marco de estos modelos como auténticas contribuciones significativas que han permitido reincorporar los procesos afectivos en la investigación.
3.2.1. La ansiedad en las situaciones de contacto intergrupal
Stephan y Stephan (1985) proponen un modelo sobre el papel de la ansiedad en las situaciones de contacto intergrupal o de anticipación de dicho contacto, postulando la existencia de una serie de antecedentes y de consecuencias de esta ansiedad intergrupal. Concretamente, plantean que los antecedentes pueden ser de tres tipos. (1) Las relaciones intergrupales, que incluyen la cantidad y el tipo de contacto; así a mayor contacto previo con normas claras de interacción se dará una reducción de la ansiedad. (2) Las cogniciones intergrupales previas, que incluyen el conocimiento de la cultura subjetiva del exogrupo, la existencia de estereotipos, prejuicios y la creencia en la superioridad del propio grupo en relación al exogrupo, las expectativas generadas y la percepción de diferencias entre el propio grupo y el exogrupo. Y por último (3), la estructura de la situación, que incluye el grado de estructuración (las situaciones poco estructuradas producen más ansiedad que las estructuradas), el tipo de interdependencia (la cooperación suscita menos ansiedad que la competición), la composición del grupo (a medida que aumenta la proporción de miembros del exogrupo en relación a la del grupo propio aumenta la ansiedad), el estatus relativo de cada grupo dentro de la interacción (conforme aumentan las diferencias a favor del otro grupo o cuando al entrar en interacción con los miembros del exogrupo, el estatus al que está habituado el sujeto en su propio grupo sufre un descenso, entonces se produce un aumento de la ansiedad).
Asimismo, las consecuencias de la ansiedad intergrupal pueden ser de tipo conductual, cognitivo o afectivo. Respecto de las consecuencias conductuales se supone que, en general, la activación debida a la ansiedad amplificará las respuestas dominantes, y éstas pueden ser la evitación, la amplificación de las normas de interacción intergrupal o conductas agresivas preventivas como consecuencia de expectativas de consecuencias negativas. En cuanto a consecuencias cognitivas, los autores hablan de estrategias que implican sesgos y simplificaciones en el procesamiento de la información, sesgos motivacionales que implican la defensa frente a amenazas a la autoestima en la interacción y al aumento de las atribuciones defensivas o dirigidas al autoensalzamiento y un aumento de la autoconciencia pública y privada. Por último, las consecuencias afectivas incluyen reacciones emocionales. Así se puede producir una ampliación de las respuestas negativas en situaciones que son ligeramente negativas, como provocaciones leves o malentendidos. Pero también se puede producir una ampliación de las evaluaciones en sentido positivo.
3.2.2. El prejuicio como emoción social
Tradicionalmente el prejuicio se ha conceptualizado como la actitud negativa hacia un grupo. Sin embargo, algunas limitaciones de esta concepción llevan a considerarlo como emoción social. En este sentido, Smith (1993) señala que hasta entonces se había desatendido la especificidad emocional y situacional que caracterizan al prejuicio. Así, distintos grupos provocan distintas emociones (miedo, odio) que desembocan en comportamientos bien diferentes. Además, de todos es conocido que la misma persona será prejuiciosa en según qué contextos (Minard, 1952; en Molero, 2007).
En esta línea, Smith (1993, 1999), en su concepción del prejuicio como emoción social, incorpora la especificidad que acabamos de señalar; además, se basa en la teoría de la categorización del yo de Turner (1999) y las propuestas de las teorías del appraisal sobre la emoción (Fridja, 1986; Smith y Ellsworth, 1985).
Para el autor, el prejuicio como emoción social se desarrollaría del modo siguiente: las identidades sociales al formar parte del yo adquieren significado emocional y motivacional (sentimos inmensa alegría si nuestro partido gana las elecciones). Los appraisals (cogniciones o creencias) están ligados a una emoción. De modo que en el momento en que una categoría social pasa a formar parte de la identidad social de la persona, los appraisals de situaciones que afecten a dicha identidad dispararán una emoción, en este caso social (Molero, 2007).
Por tanto, el prejuicio se desencadenará como emoción social en tanto un hecho o situación perjudique aquellas cuestiones que importan a la persona como miembro de grupos. Así, cuando la evaluación o apraisal de una situación concreta afecta a una identidad social del sujeto, se producirá una emoción: si la situación aparece como amenazante para el propio grupo se producirá miedo o si se siente que se rompen normas importantes para el grupo se puede generar ira. De este modo, se define el prejuicio como una emoción social experimentada con respecto a la identidad social de uno en tanto que miembro de un grupo, teniendo a un exogrupo como objeto. Por su parte, la discriminación, concebida como el comportamiento arbitrario hacia el exogrupo, se entendería como el resultado de la tendencia a la acción consustancial a toda vivencia emocional.
Otro aspecto de las emociones en el contexto del prejuicio y la discriminación se aborda en el trabajo de Rodríguez-Torres, Rodríguez-Pérez y Leyens (2003). Estos autores manejan la hipótesis de que los grupos atribuyen emociones hacia ciertos grupos como modo de expresar la superioridad del endogrupo y discriminar al exogrupo; proponiendo que tendemos a pensar que la esencia humana se manifiesta más en nuestro grupo que en otros -deshumanización del exogrupo-. Para demostrar su hipótesis, primero establecieron cuáles son las emociones o sentimientos más propiamente humanas y, a continuación, midieron si había diferencias a la hora de atribuir estas emociones al endogrupo/exogrupo. Los resultados demostraron que las emociones primarias (miedo, tensión, histeria, sorpresa, disfrute, susto) se atribuyen en mayor medida al exogrupo y las secundarias (culpa, odio, cariño, amistad, envidia, esperanza, amor) al endogrupo (Leyens, Paladino, Rodríguez-Torres, Vaes, Demoulin, Rodríguez-Pérez y Gaunt, 2000).
Estos estudios demostrarían que un modo de establecer diferencias con grupos que no forman parte de la identidad social del sujeto sería atribuirles menor capacidad para sentir emociones más sofisticadas. Y esto sería así más allá de la búsqueda de una identidad social positiva, ya que los resultados demuestran que es utilizado tanto por grupos mayoritarios como minoritarios y jerárquicamente superiores o inferiores.
4. A modo de conclusión. Una propuesta de relaciones no lineales en las emociones de la identidad social
Como se desprende de las páginas anteriores, las emociones se contemplan en la génesis del constructo de identidad social, pasan por un periodo más o menos velado y vuelven a resurgir con bastante fuerza desde hace unos años. Pensamos que con su firme incorporación la comprensión del constructo de identidad gana en matices, permitiendo descifrar mejor su complejidad. No obstante, en el presente trabajo la relación más o menos compleja entre las emociones y la identidad social se ha abordado desde la “simplicidad”. Sin embargo, desde hace unas décadas el Paradigma de la complejidad irrumpe con cierta fuerza en las Ciencias sociales y se comienza vislumbrar al ser humano desde una óptica compleja.
Como apunta Munné (2004), asumir que el ser humano es un sistema abierto complejo supondría, grosso modo, aceptar las siguientes características:
1. Las personas son ordenadas y caóticas a la vez. Esta afirmación nos permitiría proponer que la relación entre las emociones y la identidad social se vuelve no lineal; es decir, la relación entre causa y efecto no es proporcional. Por tanto, el conocimiento del desarrollo de esta relación se torna ambiguo porque conlleva cierta impredictibilidad.
2. En los individuos se dan regularidades e irregularidades. En este sentido, si asumimos para explicar los comportamientos humanos el punto de vista de la geometría fractal (Mandelbrot, 1983), diríamos que la conducta humana ante el exogrupo viene dirigida por un “patrón guía” que provoca a distintas escalas resultados iguales, pero, aunque pueda parecer paradójico, cada vez de un modo distinto. Por tanto, podríamos decir que no hay patrones regulares al hablar del papel de los procesos emocionales en contextos de identidad social saliente. Esto es, entre emociones y afectos e identidad social lo regular es irregular y viceversa (Munné, 2004).
3. Los individuos no nos relacionamos desde la identidad personal o la social (visión lineal de la naturaleza discontinua de la identidad) porque el constructo de indentidad es borroso; es decir continuo. Ello equivaldría a decir, por ejemplo, que en un contexto dado mi identidad social está en 70º y no está en 30º y la identidad personal está en 30º y no está en 70º; o que en un contexto de identidad social saliente los juicios del exogrupo están en 90º contaminados por el estado emocional del sujeto y no están contaminados en 30º.
4. La identidad social, emocional en esencia, sería una de las dimensiones del self que en contextos de saliencia actúa como un proceso psicosocial que se relaciona con los otros de modo autorreferente.
5. Habría que desterrar la separación, entre el observador y lo observado promovida por el positivismo. Esta separación ha dado como resultado, en palabras de Munné, (2004, p. 27), a la “existencia independiente del observador, y se ha llegado a unos extraños “objetos” capaces de razonar más que de sentir, y que deben ser entendidos sin juicios de valor. Peor aún: unos objetos con emociones, sentimientos y pasiones ¡lineales! En tanto que desprovistas de complejidad”.
Por todo lo anterior, nos atrevemos a proponer la posibilidad de abordar la complejidad relacional entre emociones e identidad social desde una perspectiva compleja. Este posicionamiento implica reconocer que el trasfondo aditivo se desvanece y da paso a la relación de carácter esencialmente abierto e indeterminado de los sistemas de complejidad creciente (Mateo, 2003).
Por tanto, al proponer una relación no lineal nos situamos a un nivel paradigmático en las Ciencias de la complejidad. En este marco, a modo de hipótesis y para finalizar, las identidad sociales de cada persona podrían explicarse como el resultado propio, único, de procesos de autoorganización en los que cogniciones y emociones se van construyendo mutua y sucesivamente, de modo que se establecen restricciones reciprocas (Lewis, 1999, cit. en Mateo 2003). Además asumiríamos que funcionan a modo de sistemas dinámicos, que operan dialécticamente entre el cambio y la autorreferencia. Al mismo tiempo, entenderíamos que los límites entre identidad personal y social y entre las identidades sociales de un sujeto, o subsistemas, son borrosos, y que el comportamiento en contextos donde una identidad social se vuelve saliente se muestra autoorganizado según una estructura fractal, o lo que equivale a decir que cada comportamiento concreto puede ser diferente, emocional, temporal, espacial y situacionalmente, pero cada comportamiento representa un reflejo de una misma tendencia subyacente (Mateo, 2003).
Notas al pie de página
1 También conceptualizado como Yo o Ego, dependiendo de la perspectiva teórica asumida.
2 El individuo realiza tantas autocategorizaciones como grupos con los que se identifica. Por tanto, se tienen múltiples dimensiones de comparación dentro de este nivel.
Bibliografía
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