VOLUMEN: X
NÚMERO: 25
IMPLICACIONES DE LAS CONEXIONES CORTICO Y SUBCORTICALES DEL LÓBULO FRONTAL EN LA CONDUCTA HUMANA
1. Sustrato neurológico: Lóbulo frontal
El estudio científico de la neuropsicología del lóbulo frontal se inicia con Luria (1973), quien atribuye al lóbulo frontal la responsabilidad de la planificación, la coordinación y la monitorización del comportamiento, viéndose reforzado por las investigaciones realzadas en el primer tercio de nuestro siglo sobre los efectos producidos por la lobotomía frontal en pacientes psicóticos (Portellano, 1998). El propio Luria considero la necesidad de que las áreas prefrontales estuvieran preservadas para que se realizasen de modo satisfactorio las funciones ejecutivas, encargadas de iniciar, supervisar, controlar y evaluar la conducta (Portellano, 2001). Así, una lesión en estas áreas produce una profunda alteración en los programas conductuales complejos, con marcada deshinbinición ante estímulos irrelevantes.
El término lóbulo frontal define una entidad estructural, pero no enfatiza el hecho fundamental de que el cerebro es una unidad funcional integrada. Dicho término, a veces se reemplaza por el término “sistema frontal”, que le otorga un matiz más interactivo, pero que igualmente subraya la base anatómica. Actualmente, hay una creciente conciencia de que los procesos mentales del lóbulo frontal describen un “constructo” más que funciones anatómicas (Soprano, 2003). En realidad, y según el anterior autor, términos tales como “control ejecutivo”, “sistema supervisor” o “síndrome disejecutivo” remiten más directamente al concepto psicológico que al trastorno anatómico. A este substrato neuroanatómico y neurocomportamental se le ha denominado de manera genérica, frontal, prefrontal o áreas cerebrales anteriores, de ahí que estas referencias se toman como sinónimos en la literatura neuropsicológica (Pineda, 2000) haciendo refrencia en realidad a diferentes zonas de la corteza prefrontal.
Esta zona, representa la parte del cerebro que se sitúa por delante del surco central, constituyendo el 30% de la masa cortical (Fuster, 1997). Es la región cerebral con un desarrollo filogenético y ontogenético más reciente, y la parte del ser humano que de manera más significativa nos diferencia de otros seres vivos y que mejor refleja nuestra especificidad (Goldman, 1984). Por esto, no resulta llamativo tal y como recoge Petrides (1991), que diversos investigadores asignen a esta región el asiento de la inteligencia y su relación con las formas de actividad mental superior. Changeoux (1992) considera que la corteza prefrontal participa en lo que se denomina “arquitecturas neuronales de la razón” que caracterizan al homo sapiens.
Esta zona de la corteza cerebral no es funcionalmente homogéneo (Tirapu, Martínez, Casi, Albéniz y Muñoz, 1999). El lóbulo frontal no actúa como una unidad funcional, sino que puede divirse en distintas regiones cuya citoarquitectura, filogénetica, especificidad funcional e interconexiones son diferentes. Según criterios cito arquitectónicos y funcionales resultan tres grandes divisiones corticales frontales: córtex motor, córtex premotor y córtex prefrontal. No existiendo acuerdo entre los diversos investigadores con relación a esta subdivisión. Así, Passingham (1993) y Portellano (1998), considera que el lóbulo frontal puede dividirse funcionalmente en dos bloques bien diferenciados: corteza motora, que comprende el cortex motor primario y el cortex premotor y área prefrontal, que ocupa el polo frontal del cerebro y constituye la mayor parte de la superficie externa e interna de ambos lóbulos frontales, encargado entre otros aspectos de regular la programación, la toma de decisiones y la ejecución de las actividades. Stern y Prohaska (1966), por su parte, describen tres áreas diferenciadas: dorsolateral, orbital y medial. Estévez, García y Barraquer (2000), también coincide en tres partes, aunque discrepan con relación a su denominación y ubicación: dorsolateral, orbitofrontal o ventral y frontal media o paralímbica o frontal límbico, mientras que Stuss y Benson (1984, 1986) señalan cuatro áreas: dorsolateral, basal, medial y orbital. Quintana y Fuster (1999) dividen el córtex frontal en función de las proyecciones que reciben de los núcleos talámicos específicos: (i) Córtex precental: incluye área premotora y área motora suplementaria (AMS), y sus proyecciones proceden de los núcleos ventromediales. (ii) Córtex prefrontal o anterior, recibe proyecciones del núcleo dorsomedial del tálamo y (iii) Córtex singular, con proyecciones que provienen del núcleo ventral anterior.
La importancia, por consiguiente, del lóbulo frontal es cualitativamente superior a la de las restantes áreas del córtex. Ya que, en ella reside una gran parte tiene una función asociativa, con capacidad para integrar las distintas funciones sensoriales, facilitando la programación de la inteligencia y el pensamiento abstracto.
2. El lóbulo frontal y la función ejecutiva
Dada la fuerte asociación entre las funciones ejecutivas y los lóbulos frontales (Pistoia, Abad y Etchepareborda, 2004), la investigación sobre estos procesos se ha desarrollado principalmente bajo la óptica de la denominada “metáfora frontal” (Pennington, 1997).
No obstante, y a pesar de las numerosas evidencias que vinculan la función ejecutiva con el lóbulo frontal (Van der Werf, Scheltens, Lindeboom, Witter, Uylings y Jolles, 2003) siendo evidenciado con tres tipos de estudios: (i) Estudios con modelos de simulación, (ii) estudios del efecto de ciertas drogas, especialmente la dopamina, un receptoress antagonista que han demostrado tener efectos sobre la memoria de trabajo y (iii) estudios con pacientes con daño cerebral. No existe un límite exacto que circunscriba una función como ejecutiva y que sea distinta de aquellos procesos cognitivos frontales que subyacen en el cálculo, atención, memoria o en el propio comportamiento. No obstante, la función ejecutiva queda frecuentemente suscrita al lóbulo frontal.
Debemos decir que hay otras partes del cerebro, además del lóbulo frontal, que también están vinculadas con estas operaciones (Pineda, 2000), por lo que estas funciones no pueden verse como compartimentos estancos de un área cerebral (Vigliecca, 2004). En esta misma línea, se manifiestan Redondo, Brown y Chacón (2001) quienes subrayan como la función ejecutiva no se halla adscrita a una región cerebral única, sino que debe ser considerado como un conjunto de subprocesos relacionados con múltiples circuitos neuronales, que permiten optimizar la ejecución de otras tareas más complejas con diversos componentes cognitivos o conductuales (Lawrence, Shakian y Robbins, 1998). Así, se han comprobado déficits similares en sujetos con lesiones en otras estructuras, como los ganglios basales y el tálamo, indicando que es posible que no todas las funciones ejecutivas tengan su asiento en el lóbulo frontal (Sandson, Daffner, Carvalho y Mesulam, 1991), o que al menos existan otras estructuras implicadas, conectadas a su vez con regiones prefrontales. Por ejemplo, el hecho de que determinadas conductas para las que se precisa cierto control ejecutivo se de en niños en edades tan temparanas como los 12 meses, cuando la sinaptogénesis y la mielinización distan de ser maduras en los lóbulos frontales, ha llevado a algunos a autores a especular que en la infancia tengan un mayor protagonismo las estructuras subcorticales (Smith, Kates y Vriezen, 1992).
3.Conexiones cortico y subcorticales
El cortex prefrontal es una de las áreas más altamente interconectadas con otras regiones del córtex humano. Se conocen interconexiones masivas con los lóbulos parietales, temporales, regiones límbicas, núcleos de la base, ganglios basales y cerebelo (Jódar, 2004). Este rico y basto entramado de conexiones tanto corticales como subcorticales, prueba el papel central que juega en el control de la conducta (Capilla et al., 2004). Podemos describir al menos dos circuitos funcionales de interés neuropsicológico dentro del córtex prefrontal (Bechara, Damasio y Damasio, 2000): (I) Por una parte, el circuito dorsolateral, se asocia a habilidades de perfil cognitivo, como memoria de trabajo, atención selectiva, formación de conceptos y flexibilidad cognitiva. La actividad de este circuito se ha asociado al rendimiento en tarea clásicas de función ejecutiva, como las pruebas de fluidez (verbal y visual), las tareas BN–Back, la prueba de Stroop, la Torre de Hanoi o la prueba de Clasificación de Tarjetas de Wisconsin (Bechara, Dolan, Denburg, Hindes, Anderson y Nathan, 2001). Y, (II) Por otra parte, el circuito ventromedial se asocia al procesamiento de señales somáticas – emocionales que actúan como marcadores o guías de los procesos de toma de decisiones hacia objetivos socialmente adaptativos (Bechara et al., 2000).
La corteza prefrontal se mantiene activa tanto, ante los estímulos internos como externos, generando constantemente esquemas nuevos para la acción voluntaria, la decisiones, la volición y las intenciones. Estos esquemas, implican la formulación de metas, inatención para la actuación, selección de respuesta, programación y, finalmente, el inicio de la acción (Jahanshani y Frith, 1998), en donde los mecanismos ejecutivos de supervisión controlan todos los procesos motores no rutinarios.
El estudio de las interconexiones entre la corteza prefrontal y otras regiones del cerebro, contribuye, según Denis (2003), al mejor entendimiento del funcionamiento de esta zona del cortex. Existen, según el mismo autor, cuatro fuentes principales de entrada o aferentes a la corteza prefrontal: (a) Primero, recibe información, altamente procesada acerca del mundo externo, desde las áreas corticales involucradas en el procesamiento de la información desde cada una de las cinco grandes modalidades sensoriales. Esta información no es recibida directamente desde la corteza sensorial primaria, sino que proviene de áreas de asociación sensorial y de las regiones corticales que median el procesamiento perceptual de orden superior. (b) Segundo, la corteza prefrontal recibe aferentes desde el hipocampo, éste le proporciona información desde la memoria a largo plazo. (c) Tercero, recibe información acerca el estado fisiológico y motivacional internos del organismos, vía el sistema límbico, en particular (vía del hipotálamo) de la amígdala. Y, (d) Cuarto, recibe entrada extensa desde varios núcleos talámicos. La más importante entrada talámica es desde el núcleo mediodorsal, el cual a su vez recibe gran parte de entradas desde la corteza prefrontal (así como desde estucturas límbicas). Estas vías de regreso hacia la corteza prefrontal proporcionan rutas para la comunicación de información entre diferentes regiones prefrontales. Existen, además, cuatro grandes destinos de los eferentes desde la corteza prefrontal: (i) De regreso a todas las áreas sensoriales desde las cuales recibe entrada. (ii) También, proyecta hacia la corteza premotora y hacia la corteza motora suplementaria, la cual a su vez proyecta hacia la corteza motora. (iii) Proyecta hacia el neoestriado (caudado y putamen), el cual a su vez proyecta, vía el tálamo, de regreso a la corteza prefrontal y hacia las cortezas pemotora y motora. La corteza prefrontal también proyecta hacia el folículo superior. Estos eferentes prefrontales hacia las estructuras motoras proporcionan vías a través de las cuales la corteza prefrontal puede influir sobre el inicio y la regulación (continuación o inhibición) del movimiento. (iv) Finalmente, tiene conexiones directas con estucturas límbicas en particular con el hipotálamo, proporcionando con ello un mecanismo para influir las funciones autónoma y endocrina, y para regular la conducta emocional. Como consecuencia de esta conexión le corresponde llevar a cabo aquellas respuestas adecuadas “planes de actuación” ajustados a las distintas situaciones de índole emocional (Campos, 2001).
Jódar (2004), por su parte, identifica cinco circuitos que median los aspectos cognitivos, motores y emocionales de la conducta humana: (i) Circuito motor: Se origina en las áreas motora y premotora del córtex frontal, y en el córtex parietal somatosensorial; proyecta hacia el putamen, el pálido dorsolateral y el núcleo ventromedial del tálamo, para volver al córtex frontal. Las disfunciones en esta vía generan enlentecimiento motor: La clásica acinesia o bradicinesia de la enfermedad de Parkinson. (ii) Circuito oculomotor: Tiene su origen en las áreas de control ocular en el córtex frontal y proyecta hacia el cuerpo del núcleo caudado. Continúa a través del pálido dorsomedial y de ahí al área ventral anterior del tálamo, para luego volver al lóbulo frontal. Las alteraciones en este circuito producen alteraciones en la fijación ocular, es decir, en la búsqueda visual. (iii) Circuito frontal dorsolateral: Parte del córtex dorsolateral proyecta hacia la cabeza más dorsolateral del núcleo caudado, y de ahí hacia el pálido dorsolateral y el núcleo dorsomedial y ventral anterior del tálamo, desde donde vuelve a proyectar al córtex dorsolateral. La disfunción en este circuito produce una sintomatología similar a la descrita tras lesión directa en el córtex prefrontal: síndrome disejecutivo, caracterizado por alteraciones en la capacidad de mantener la flexibilidad mental y el cambio de criterios, en la planificación y generación de estrategias, en la organización de las acciones, en la utilización de la experiencia (memorias a largo plazo) y en la producción de una actividad espontánea (verbal o no verbal) (Duffy y Campbell, 1994). (iv) Circuito frontal orbitolateral: Se origina en el córtex orbital lateral del prefrontal y proyecta hacia el núcleo caudado y el pálido dorsomedial, de ahí a los núcleos ventral anterior y medial dorsal del tálamo, para volver al córtex frontal orbital. Este circuito modula los aspectos de ajuste personal y social, así como la inhibición de la interferencia de estímulos externos e internos (autocontrol). Las disfunciones en este sistema producen alteraciones graves en la inhibición y en la capacidad para controlar los impulsos. Un ejemplo, son los primeros síntomas de los pacientes con enfermedad de Huntington, en los cuales se produce una afectación grave del núcleo caudado. (v) Circuito cingular anterior: Tiene su origen en el córtex cingular anterior y proyecta hacia el estriado ventral (límbico), al tubérculo olfatorio y hacia zonas del caudado y putamen ventromedial. El retorno se realiza a través del pálido rostrolateral y el núcleo dorsomedial del tálamo hacia el córtex cingular anterior. La lesión en este circuito se asocia a la presencia de apatía, reducción de la iniciativa y mutismo acinético. Se trata de un circuito especialmente implicado en la motivación y el mantenimiento de la atención.
Estas conexiones, como hemos ya ido analizando tienen una serie de implicaciones funcionales. El conocimiento de estas funciones de esta zona del cortex ha sido posible a partir del estudio de las dificultades que presentan los pacientes con lesiones en esta zona del cortex (Brass, Derrfuss, Matthes y Von Cramon, 2003) junto con los resultados obtenidos de la aplicación de pruebas especificas, pruebas que serán comentadas en la última parte de este capitulo.
Desde un punto de vista funcional puede afirmarse que en esta región cerebral se encuentran las funciones cognitivas más complejas y evolucionadas del ser humano: se le atribuye un papel esencial en actividades tan importantes como: capacidad para formular objetivos a largo plazo, para planificar la conducta, creatividad, ejecución de actividades complejas, desarrollo de las operaciones formales del pensamiento, conducta social, toma de decisiones y juicio ético y moral, adaptación del comportamiento a situaciones inusuales, realizar conductas con una intención determinada y para autorregularse, flexibilidad en la conducta y organización de una ejecución eficaz (Vendrell, Junqué, Pujol y Jurado, 1995). En conjunto, este patrón de aferentes y eferentes prefrontales (ver Pineda, Giraldo y Castillo, 1995) sugieren que la corteza prefrontal media la regulación de orden superior de la conducta.
Luria (1980) subraya el papel de los lóbulos frontales en la regulación de movimientos y acciones voluntarias, que surge en gran parte como consecuencia de un plan formado con la íntima participación del habla. Para Luria (1980) “los lóbulos frontales regulan el estado de la actividad del organismo, controlan los elementos esenciales de la intenciones del sujeto, programan formas complejas de actividad y monitorizan constantemente todos los aspectos de la actividad”. En otras palabras, “la sintomatología de los lóbulos frontales no representa un desorden de la sensación o la percepción del lenguaje o de la actividad motora o refleja primaria, en cambio, representa desórdenes de regulación de la actividad y de corrección de errores”. Los lóbulos frontales mantendrían el papel dominante del programa que se esté realizando e inhibirían acciones irrelevantes o inapropiadas.
4. Dimensiones
De este modo, la complejidad de los lóbulos frontales es evidente, a partir de los diversos sistemas de conexiones recíprocas con el sistema límbico (sistema motivacional), con el sistema reticular activador (sistema de atención sostenida), con las áreas de asociación posterior (sistema organizativo de los reconocimientos), y con las zonas de asociación y las estructuras subcorticales (núcleos de la base) dentro de los mismos lóbulos frontales (sistema de control sobre las repuestas comportamentales) (Barroso y León - Carrión, 2002). Así, se ha vinculado el lóbulo frontal con: (a) La capacidad nemsica (Ojemann y Kelley, 2002) en concreto, con la memoria de trabajo (Artigas, 2002). (b) El Sistema Atencional Anterior (Philips, Bull, Adams y Fraser, 2002), en concreto con la capacidad de inhibición (Simensky, 2002) y la capacidad de atención selectiva (Lewandowski, 1987). (c) Procesos de autocontrol (Perea, Ladera y Echeandia, 2001) y de flexibilidad mental (Perea et al., 2001).
En los últimos años se ha generado un intenso debate en relación con la utilidad de definir las funciones ejecutivas como un sistema unitario, o bien como un sistema de procesamiento múltiple integrado por distintos subprocesos interrelacionados, pero relativamente independientes (Stuss y Alexander, 2000). En este sentido, los estudios más recientes, se inclinan por un modelo multiproceso en el que las funciones ejecutivas constituirían la suma de todos los subprocesos requeridos en un determiando momento para una determinada tarea, si bien estos subprocesos tendrían un mayor o menor peso específico en función de las demandas de diferentes tareas (Goldberg, 2001). Esta visión es más congruente con la organización anatómico funcional de los lóbulos prefrontales, donde el incremento en la complejidad de las funciones realizadas exige una organización dinámica y flexible, en oposición con una organización más rígida y modular (Goldberg, 2001).
En general, dentro de este concepto se incluyen habilidades vinculadas a la capacidad de organizar y planificar una tarea, seleccionar apropiadamente los objetivos, iniciar un plan y sostenerlo mientras se ejecuta, inhibir las distracciones, cambiar de estrategias de modo flexible si el caso lo requiere, autorregular y controlar el curso de la acción para asegurarse que la meta propuesta esté en vias de lograrse... En síntesis, organización, anticipación, planificación, inhibición de respuestas inadecuadas y/o automáticas, memoria de trabajo, flexibilidad cognitiva, autorregulación del comportamiento, atención en el procesamiento no automático de la información, solución de problemas, control de impulsividad y estabilidad comportamental constituyendo requisitos importantes para resolver problemas de manera eficaz y eficiente, siendo llevados a cabo por el sistema directivo (Beviridge, Jarrold y Pettit, 2002). En los últimos años se han intentado delimitar las capacidades que componen el constructo función ejecutiva, y se han especificado varios componentes, como:
- Inhibición (Ozonoff y Strayer, 1997). Se refiere a la interrupción de una determinada respuesta que generalmente ha sido automatizada. Por ejemplo, si de repente cambiara el código que rige las señales de los semáforos y tuviéramos que parar ante la luz verde deberíamos inhibir la respuesta dominante o prepotente de continuar la marcha sustituyéndola por otra diferente (en este caso detenernos). La estrategia aprendida, que anteriormente era válida para resolver la tarea, deberá mantenerse en suspenso ante una nueva situación, permitiendo la ejecución de otra respuesta. También puede demorarse temporalmente, esperando un momento posterior más adecuado para su puesta en práctica (Gooding, Kwapil y Tallent, 1999).
- Planificación (Hughes, Russell y Robins, 1994). Para conseguir la meta propuesta, el sujeto debe elaborar y poner en marcha un plan estratégicamente organizado de secuencias de acción. Es necesario puntualizar que la programación no se limita meramente a ordenar conductas motoras, ya que también planificamos nuestros pensamientos con el fin de desarrollar un argumento, aunque no movamos un solo músculo, también recurrimos a ella, en procesos de recuperación de la información almacenada en la memoria declarativa (tanto semántica como episódica o perceptiva).
- Flexibilidad (Hughes, Russell y Robins, 1994) es la capacidad de alternar distintos criterios de actuación que pueden ser necesarios para responder a las demandas cambiantes de una tarea o situación.
- Memoria de trabajo (Bennetto, Pennington y Rogers, 1996), también llamada memoria operativa, permite mantener activada una cantidad limitada de información necesaria para guiar la conducta "online". Es decir, durante el transcurso de la acción, el sujeto necesita disponer de una representación mental tanto del objetivo como de la información estimular relevante (Ej: el orden en que se han planificado las acciones), no sólo, acerca del estado actual sino también con relación a la situación futúra. Así, esta capacidad tiene elementos comunes con la memoria prospectiva que implica el recuerdo de la intención de hacer algo (CocKburn, 1995).
- Monitorización es el proceso que discurre paralelo a la realización de una actividad. Consiste en la supervisión necesaria para la ejecución adecuada y eficaz de los procedimientos en curso. La monitorización permite al sujeto darse cuenta de las posibles desviaciones de su conducta sobre la meta deseada. De este modo, puede corregirse un posible error antes de ver el resultado final. Así, la automonitorización es una de las técnicas que habitualmente se utiliza en la intervención de problemas internalizantes (Shapiro y Cole, 1999).
- Procesos autorregulatorios, son los responsables de la organización del comportamiento, permitiendo la compleja resolución de problemas (Sengstock, 2001). Estudios recientes han apoyado la hipótesis de que la maduración de las redes atencionales está implicada en el desarrollo de la autorregulación, siendo el cortex prefrontal en el que tendrían cabida las diferencias individuales en ambos procesos (González, Carranza, Fuentes, Galiám y Estévez, 2001).
La diversidad de estudios permite agrupar estas y otras funciones en un número de factores variables. Barroso y León Carrión (2002), desde una perspectiva didáctica, consideran que el sistema ejecutivo esta compuesto de dos bloques: (i) En el primero de ellos, estarían las subfunciones de iniciación, anticipación, planificación y establecimiento de metas, monitorización de la conducta, prospectiva de las consecuencias, flexibilidad mental mediante feedback, y la secuenciación temporal. (ii) En el segundo bloque estarían las que involucran las capacidades que tienen un funcionamiento independiente, o bien funcionan en conjunto con las anteriores, como por ejemplo, aquellas que modulan, activan o inhiben la capacidad atencional, algunos aspectos del aprendizaje procedimental, la influencia de orden temporal en la memoria de tipo no declarativo (Gómez, Grafman, Pascual y García, 1999), el mantenimiento de la información en la memoria de trabajo (Graffman, Hollyhoak y Boller, 1995); y la capacidad para ser consciente de uno mismo (awareness) (Prigatano, 1997b), entre otras. Miyake y Fiedman (2000) y Miyake et al. (2000) sintetizan en tres áreas: flexibilidad mental (Shifting), actualización (Updating) e inhibición (Inhibition). Hughes (1998) consideran, también, tres las funciones ejecutivas: memoria de trabajo, flexibilidad atencional y control inhibitorio. De un modo más específico, Lezak (1982) distingue cuatro categorías funcionales: capacidades necesarias para formular metas, facultades empleadas en la planificación de las etapas y las estrategias para lograr los objetivos, habilidades implicadas en la ejecución de esos planes, aptitudes para llevar a cabo esas actividades de modo eficaz. El análisis factorial desarrollado por Pineda, Merchán, Rosselli y Ardilla (2000) coincide en el número de factores propuestos por Lezak. Las funciones del sistema ejecutivo incluyen, según Faw (2003) cinco sistemas: percepción, verbalizacion, motivación, atención y coordinación. Sergeant, Geurts y Oosterlann (2002), también, sintetizan en cinco áreas clave las dimensiones de la función ejecutiva: Inhibición, cambiar de lugar (shiffiring set), memoria de trabajo, planificación y fluidez. Mateer y Whishaw (1991) definen como componentes de las funciones ejecutivas las siguientes actividades: dirección de la atención, reconocimiento de los patrones de prioridad, formulación de la intención, plan de consecución o logro, ejecución del plan y reconocimiento de logro.
Todas estas clasificaciones corroboran el constructo hipótetico que asume la existencia de un modelo de dimensiones múltiples de la función ejecutiva (Pineda, Puerta, Romero, 1999). Con estos estudios se confirma que el lóbulo frontal nos dota de la peculiar “faceta humana” de nuestra naturaleza (Tirapu et al., 1999).
El amplio espectro de habilidades cognitivas y metacognitivas que conforma el funcionamiento ejecutivo presenta un gran paralelismo con las estrategias metacognitivas y de autorregulación del aprendizaje, suponiendo su perturbación un gran hándicap tanto en el manejo de las situaciones que se plantean en la vida diaria como en la capacidad de adquisición de nuevos repertorios conductuales, denominándose en la actualidad a este conjunto de alteraciones, síndrome disejecutivo (Alderman, Evans, Burgess y Wilson, 1991) y que posteriormente será planteado.
De toda esta diversidad de dimensiones que constituyen este constructo, quizás, sea la planificación, la inhibición de respuestas automáticas y la memoria de trabajo las más desatacables. Algunos autores, incluso, diferencian las funciones atencionales y la memoria de trabajo de las funciones ejecutivas del lóbulo frontal (Pistoia et al., 2004). La corteza prefrontal hace posible que la conducta del sujeto se caracterice por ser consciente y dirigida a un fin, desempeña un papel crítico en el control atencional y en el archivo mnésico necesario para supervisar y modular el procesamiento sensitivomotor y las acciones complejas básicas de la conducta humana (Stuss, Toth, Franchi, Alexander, Tipper y Craik, 1999). A la luz de lo expuesto anteriormente, y siguiendo a Pennington y Ozonoff (1996), las tareas ejecutivas ofrecen respuestas competitivas entre diferentes alternativas y el éxito en las mismas, depende tanto de la inhibición de las respuestas prepotentes incorrectas, como de los procesos de memoria de trabajo necesarios para emitir las respuestas correctas. Una cuestión todavía, no resuelta, es dilucidar la posible interacción entre ambos constructos, esto es, aclarar la relación entre los procesos de memoria de trabajo utilizados para alcanzar las respuestas correctas y la inhibición presumiblemente exhibida para suprimir las respuestas prepotentes incorrectas. Los teóricos sostienen que la atención, la memoria de trabajo y la función ejecutiva están interrelacionados y son sistemas interdependientes (Cantrill, 2003).
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