VOLUMEN: X  NÚMERO: 25

 

El rol de las actitudes en la atribución de estados mentales: análisis crítico de la Teoría Representacional de la Mente de Josef Perner

 

 Dante G. Duero               

 

 

Psicología y sentido común

 

 

Desde Descartes, se ha creído que nuestro conocimiento de los fenómenos mentales, dependen del acceso introspectivo  que cada uno tiene del propio mundo subjetivo.  En filosofía esta tesis ha ido de la mano de dos supuestos: el de la privacidad mental y el acceso privilegiado a la propia mente junto con el del conocimiento indirecto de las otras mentes. El primero comporta la creencia de que cada cual tiene un acceso privado e inmejorable a sus propios estados mentales. Esto va de la mano de la tesis de la incorregibilidad, que afirma que nadie puede saber mejor que yo sobre cuales son mis propias experiencias subjetivas ni puede imponerme criterios externos de corrección (Amstrong, 1963; Scotto,  1997). Y cuando de lo que se trata es de comprender las otras mentes, lo que hacemos es trazar una analogía entre nosotros y los otros e inferir luego que los demás tenderán a experimentar estados psicológicos internos más o menos similares a los que nosotros mismos vivenciamos bajo circunstancias parecidas. Esta estrategia cognoscitiva que ha recibido el nombre de argumento de la analogía y fue propuesta explícitamente por el filósofo John Stuart Mill.

 

La anterior caracterización sobre el conocimiento de nuestros mundos mentales conlleva una serie de consecuencias, de las cuales quizá una de las más importantes a la vez que problemática, sea la del conocimiento de las otras mentes. Si el punto de partida de nuestro conocimiento del mundo mental es el acceso inmejorable que cada cual tiene de sus propia mente, solamente podemos especular sobre lo que sucede en las mentes de las demás personas. Esta posición  nos conduce a cuestiones como la de explicar de qué modo arribamos a un lenguaje común para comunicarnos nuestras experiencias interiores. Es decir, si las relaciones entre nuestras experiencias internas y su “expresión” resultan nada más que contingentes, entonces cómo sabemos que lo que debemos atribuir a otro cuando se expresa como nosotros nos expresamos es lo mismo que nosotros experimentamos frente a situaciones parecidas (Wittgenstein, 1953).

 

La Teoría de la Teoría surge como un modelo alternativo para dar cuenta de cómo adquirimos nuestro conocimiento acerca de lo mental. Los defensores de esta posición ponen en entredicho cualquiera de los anteriores supuestos. Estos teóricos creen que las personas elaboran construcciones conceptuales e hipótesis acerca del mundo que le rodea. Las mismas, guardarían semejanzas con las teorías que desarrollan los científicos para explicar y predecir fenómenos del mundo. La Teoría de la Mente sería una entre otras muchas de estas construcciones, útil al momento de razonar, explicar y predecir la conducta humana (Churchland, 1981; Stich, 1983, Wellman, 1988;  Bartsch y Wellman 1989; Perner, 1991, 1995).

 

En el presente trabajo me he propuesto analizar críticamente una de las principales propuestas dentro de esta última tradición: la Teoría Representacional de la Mente, de Josef Perner. Ha sido el suyo tal vez uno de los más esforzados y meticulosos intentos llevados a cabo durante los últimos veinte años, por dar cuenta de cómo se desarrollan en el ser humano las capacidades para reconocer los estados mentales propios y ajenos. Luego de pasar revisión a lo que considero son sus principales supuestos, reviso y cuestiono algunos de los fundamentos que el autor presenta en defensa de su teoría.

 

 

La Teoría Representacional de la Mente

 

En 1983 Heinz Wimmer y Joseph Perner diseñaron una prueba con la cual se pretendió evaluar las competencias de niños pequeños, para atribuir estados mentales a terceros: “el test de la falsa creencia”. En él, una golosina del héroe  de la historia, era transferida de uno a otro lugar sin que el personaje lo supiera. Se evaluó a niños de edades de entre 3 y 6 años. Estos debían inferir sobre adónde iría el protagonista a buscar la golosina transferida. Los autores hallaron que muy pocos niños menores a cinco años llegaban a inferir la creencia errónea del personaje: estos le adscribían a aquel su propia creencia y en base a ella inferían su comportamiento. Por su parte, casi todos los niños mayores respondieron satisfactoriamente a la prueba, evidenciando así una clara comprensión acerca de cómo funcionan las creencias.

 

Wimmer y Perner (1983) creyeron que los niños menores eran incapaces de representarse modelos alternativos del mundo, cuando uno de ellos describía una situación real y el otro, incompatible con el primero, pretendía representar la creencia falsa del protagonista. Sin embargo, otros estudios mostraron que a esta edad y frente a otras situaciones (como por ejemplo cuando debían decidir sobre si una situación se adecuaba o no a una modelización) los pequeños eran capaces de manipular representaciones contrarias del mundo.  ¡La dificultad- pensaron- debía estar  en comprender que dos contenidos representacionales opuestos pudieran remitir, simultáneamente, a una misma situación! (Perner, Leekam y Wimmer, 1987). La teoría que se comenzaban a esbozar por aquel entonces daba por supuesto que los sujetos de tres años carecían de la capacidad para comprender las características representacionales de la mente.

 

En 1991 Josef Perner publica Comprender la mente representacional, uno de sus libros clave. En él, el autor ofrece un modelo conciso y articulado sobre los mecanismos que, según su parecer, posibilitarían la adscripción mental. Para Perner, lo que posibilita una auténtica comprensión del mundo mental es haber sido capaz de articular una Teoría Representacional de la Mente (TRM). Esto supone tener cierta habilidad para representar la función representacional, competencia gracias a la cual uno se vuelve capaz realizar una evaluación semántica respecto de los contenidos representacionales (Perner, 1994; 1995).

 

Este teórico propone que alcanzar un auténtico entendimiento de nociones como conocer, creer o desear supone ser capaz de identificar tres propiedades intrínsecas a lo mental, como son: la experiencia interior, su carácter teórico y su intencionalidad. En primer lugar- dice Perner- el niño debe suponer que los hechos mentales ocurren dentro de quien los experimenta. Además, tiene que comprender que para alcanzar un conocimiento de los estados mentales de otros, debe realizar inferencias y recurrir a nociones teóricas. Finalmente, debe darse cuenta de que, al menos algunos estados mentales, poseen inexistencia intencional. 

 

No me detendré sobre las dos primeras propiedades mencionadas (experiencia interior y  carácter teórico) pues refieren, a grandes rasgos, al problema de la privacidad mental y el conocimiento indirecto de las otras mentes, defendidos por la tradición cartesiana. Me centraré, en cambio, en el tercer criterio, el más relevante al parecer de Perner, para comprender el funcionamiento mental.

 

Perner clasifica a los estados mentales en sensaciones  y actitudes. Las segundas (que incluyen a las creencias y los deseos), remiten siempre a algo diferente de ellas mismas o, lo que es lo mismo, a un contenido intencional. Este puede ser tanto a un objeto como, en el caso de las creencias falsas, tan sólo a una proposición.

 

Esta última condición lleva a Perner  a tratar de definir a las creencias y a otros eventos de naturaleza intencional en términos estrictamente representacionales. Pero para entender mejor lo antedicho, permítaseme hacer una serie de puntualizaciones respecto de la noción que Perner tiene acerca de lo que es la “intencionalidad mental”.

 

La intencionalidad mental

 

Fue Franz Brentano (1874) quien  propuso que los estados mentales gozaban de una propiedad de la que por entero carecían los fenómenos del mundo físico: la “inexistencia intencional”.  Para Brentano nuestros procesos mentales en su totalidad, se caracterizan por gozar de una propiedad que les es privativa, la de ser sobre, apuntar a o versar acerca de objetos que ni siquiera existen.

 

A diferencia de Brentano, Perner afirma que sólo poseen intencionalidad aquellos estados mentales expresables mediante cierto tipo de oraciones, compuestas por al menos dos proposiciones, una de ellas subordinada a la otra y que habitualmente conectadas entre sí por la partícula “que” (como “Ana cree que Carlos está en Rumania”). Se ha dado a estas oraciones el nombre de actitudes proposicionales. Las actitudes proposicionales remiten a estados que poseen inexistencia intencional, tales como los deseos y las creencias. Las emociones, los sentimientos y “otros estados de nerviosismo", en tanto, carecerían de esta clase de propiedad.

 

Para Perner, las creencias y otros tipos de “actitudes”, tienen carácter intencional debido a que son o pueden ser sobre representaciones. El razonamiento es más o menos el que sigue.

 

Por definición toda representación es un tipo de entidad que goza de alguna materialidad y que está en lugar de otra cosa que le otorga su sentido; es lo que puede ser puesto en lugar de otra cosa. Esto haría de la representación un fenómeno intrínsecamente intencional. Puesto que las creencias son estados mentales que remiten a representaciones devienen también intencionales.

 

De acuerdo con Perner, del carácter intencional de los fenómenos intencionales se derivarían los siguientes tres tipos de propiedades: no-existencia, la aspectualidad y  lo que aquí denominaré falibilidad. En primer lugar todo objeto representado puede de hecho no existir y aún así generar ciertas disposiciones actitudinales. La aspectualidad alude a  que cualquier proceso representacional supone siempre la representación de algunos (y no todos) los aspectos del objeto representado. La falibilidad finalmente, refiere a que las representaciones pueden ser más o menos adecuadas, dependiendo ello del acceso informativo que su agente haya tenido al momento de su conformación.

 

Para Perner es el desarrollo de una TRM lo que, al facilitarnos la identificación de elementos constitutivos de los fenómenos representacionales como son su referencia, su sentido y su función veritativa, permitiría el reconocimiento de los tres rasgos descriptos.

 

Perner recurre aquí a la caracterización que hiciera del signo Frege, quien sostiene que en toda representación o signo hay que diferenciar dos elementos: su sentido y su denotación o referencia. El sentido de una expresión es su modo de presentación. En otras palabras, el sentido es aquello que es aprehendido por todo aquel que tiene suficiente familiaridad con el lenguaje utilizado para designar. La denotación, en tanto, es la entidad hacia la cual nos referimos mediante el nombre  (Frege, 1892). De su propuesta se desprende que todo signo puede tener más de un sentido[i]. Consecuencia de ello es que podamos recurrir a representaciones para expresar diferentes sentidos aún cuando todas ellas aludan a la misma referencia

 

Por otro lado, hay casos en los que además de diferenciar entre referencia y sentido nos interesa indagar sobre el valor veritativo de una determinada proposición. Esto es así debido a que suponemos que las representaciones aluden, sino en todos en algunos casos, al mundo empírico. La búsqueda de las condiciones de verdad de una proposición nos obliga entonces a calcular el grado de concordancia existente entre sentido y referencia.

 

Como el lector habrá inferido, reconocer las propiedades de no-existencia, aspectualidad y falibilidad dependería, de acuerdo con la TRM, de que seamos capaces de reconocer sentido y referencia y las relaciones de verdad que ligan al primero con la segunda. Para Perner, que el niño logre diferenciar entre sentido y referencia y que pueda computar los valores de verdad de una representación resulta decisivo al momento de comprender creencias falsas. Perner llama a esto metarrepresentar.

 

 

La evolución mental infantil

 

De acuerdo con la teoría de Perner, la compresión representacional del niño avanza desde la capacidad para interpretar y usar un medio simbólico hasta la habilidad metarrepresentacional. En su modelo evolutivo reconoce tres grandes etapas del desarrollo cognitivo, todas ellas asociadas a la adquisición de competencias representacionales.  Durante la primera de ellas, que finaliza hacia los 18 meses de edad, las representaciones de los sujetos se hallarían reguladas por el entorno inmediato. La conciencia del mundo estaría limitada más o menos a las “presentaciones” provenientes de sus procesos perceptivos. La desaparición del objeto percibido coincide con la desaparición de la correspondiente representación.

 

Durante el segundo período evolutivo, que tendría lugar hacia los dos años,  aparecerían las “representaciones secundarias”. Mediante ellas el niño consigue representarse situaciones hipotéticas o contrafácticas. A partir de entonces puede reconstruir de forma voluntaria situaciones del pasado o bien imaginar eventos completamente ficticios como ocurre durante el juego de ficción.

 

Según Perner, un niño de esta edad puede fingir o simular. Sin embargo no es capaz de comprender el acto simulado como tal. Por ello aunque puede aceptar que alguien finja, pongamos por caso, que "una banana es un teléfono", lo hará sin diferenciar lo simulado de la verdadera creencia del agente. El niño simplemente aceptará que esa persona se conduce como si la banana fuera un teléfono. Pero de esto no se sigue que distinga entre quien simule tener una creencia de aquel que verdaderamente la tenga. Perner propone un término que podríamos traducir aproximadamente por simucreer[ii] para referir a esta concepción indiferenciada que tendría el niño de tres años de lo que son los estados representacionales de las otras personas.

 

Es partir de los cuatro o cinco años que el pequeño logra metarrepresentar. Esta expresión designa las habilidades para  reconocer las relaciones semánticas que se establecen entre un agente, sus representaciones y el mundo. Dicho de otro modo: la metarrepresentación  sería el proceso que permite analizar y diferenciar, en una representación, entre lo que ésta representa y el modo en que dicho contenido está representado.

 

Perner cree que los resultados obtenidos en pruebas como la de la falsa creencia resultan sencillamente de que el niño de tres años es incapaz de comprender la naturaleza representacional de los estados mentales. Este autor expone algunos resultados empíricos a favor de su tesis. Por ejemplo, en  una investigación realizada con sujetos preescolares normales Deborah Zaitchik (1990) fotografiaba a una muñeca con una polaroide. Mientras la fotografía se revelaba cambiaba la vestimenta de la muñeca. A continuación, pedía  a los niños que dedujeran con qué vestido aparecería la muñeca, en la fotografía. Según lo reportado los niños mayores a cuatro años superaban satisfactoriamente la tarea. Como sucedía en la prueba de la falsa creencia, los de menos de esta edad fracasaban de forma sistemática, mostrándose incapaces de diferenciar entre la nueva situación y la representada en la fotografía. Sucede que el niño de tres años, dice Perner, no entiende que la situación de la fotografía es un modelo y no una copia de la realidad (Perner, 1994).

 

En búsqueda de nueva evidencia Parkin y Perner (1994) llevaron a cabo un experimento en el que compararon los rendimientos de niños de edad preescolar en una prueba de falsa creencia y una prueba que llamaron test del signo. En él, un personaje debía seguir una señalización para orientarse en un camino. La complicación era que la señal indicaba erróneamente la vía a seguir. Al tratar de inferir la conducta del protagonista de la historia, los niños pequeños se mostraron una vez más incompetentes. Al igual que la de Zaitchik (1990), esta prueba no requiere de la adscripción de estados mentales. Sin embargo, y de forma parecida que la prueba de la falsa creencia, requiere discriminar el contenido representacional de la situación representada, reconociendo la posible alteración de las relaciones  veritativas normales.

 

Perner concluye que facultades para computar todo esto están ausentes en el niño pequeño y que ello afecta a sus procesos de adscripción mental tanto como  sus desempeños frente a problemas de otra índole que también requieren de la comprensión  del mundo representacional.

 

 

Consideraciones sobre el uso del término metarrepresentación en la obra de Perner

 

Hasta aquí he intentado hacer una presentación general de la propuesta de Perner. Esta caracterización resulta sin embargo una simplificación que no permite ver algunos puntos confusos de su propuesta. En este apartado  destinaré mis esfuerzos a considerar algunos de ellos.

 

Uno de los aspectos más importantes, y a la vez más observado, de la propuesta de Perner es que ha intentado explicar la comprensión mental postulando la existencia de un mecanismo de dominio general, aplicable al tratamiento de representaciones de diferente índole. Su tesis es que los cambios que afectan a las competencias representacionales a lo largo de las diferentes etapas evolutivas son globales, genéricos para todos los dominios y que operan simultáneamente y sobre diferentes problemas de un modo parecido. Para Perner, una TRM permite explicar como funcionan las creencias, los mapas, las fotografías o cualquier clase de fenómeno representacional. Sin embargo es preciso aclarar que su análisis de los procesos representacionales es aquí subsidiario.

 

A este teórico no le interesa generar una teoría de las representaciones per se. Lo que se propone es agrupar los fenómenos mentales dentro del ámbito de las representaciones para dar cuenta luego de los primeros, en términos de los segundos.  Dado este primer paso Perner postula que la capacidad para metarrepresentar permite al niño entender la aspectualidad, la falibilidad y la no-existencia como rasgos de las representaciones y, consecuentemente, las propiedades intencionales de representaciones como las creencias. En lo sucesivo denominaré a esta concepción, que es a la que Perner parece adherir, acepción simple de metarrepresentar. Sin embargo, esta no es la única clase de proceso que metarrepresentar y adscribir  creencias llevan de la mano.

 

Una  lectura atenta de la obra sugiere que en ocasiones Perner emplea esta expresión con un sentido más amplio. En adelante llamaré a ésta acepción compleja de metarrepresentar. Esta acepción refiere a las anteriores capacidades junto con una segunda competencia que posibilitaría inferir cuál es rol que el acceso informacional posee en la formación de representaciones. Así, este sentido de metarrepresentar alude a dos capacidades diferentes: por un lado supone reconocer los rasgos fregueanos de las representaciones, pero además implica entender cómo se forman sus contenidos a partir del procesamiento de información. Parece claro, en este punto, que la acepción simple sólo explica los aspectos comunes a todas las representaciones. Sin embargo no es cierto que una foto, por ejemplo, sea igual en todos sus aspectos, a una creencia, razón demás para pensar que una buena explicación de esta última clase de fenómenos debe dar cuenta del tipo de cómputo que los  diferencia de los primeros.

 

La comprensión mental supone entender la implicancia causal que el acceso informacional tiene sobre la conformación de nuestros contenidos representacionales; solo a partir de allí es posible inferir, como lo requiere la prueba de la falsa creencia, cuál es el contenido instanciado en la mente del agente en un momento determinado. Esto es algo que en ocasiones, el propio autor reconoce. De hecho, hay momentos en que Perner otorga una importancia tan capital a esta última competencia que llega a reemplazar en su teoría el adjetivo representacional por el de representacional- informacional. Así, en una de las últimas secciones de su libro dice, por ejemplo:  “He sostenido que en torno a los cuatro años los niños adquieren una teoría representacional-informacional del conocimiento (…)  hasta los cuatro años los niños no son capaces de comprender la verdadera importancia del acceso informacional en la formación del conocimiento. Los niños puede ser capaces de asociar ‘ver’ o ‘recibir información oral’ con ‘conocer’, pero no aprecian que el acceso informacional es una condición necesaria del conocer” (Perner, 1994, p. 180. cursiva en el orginal).

 

Según vemos, parece resultar claro que el cómputo metarrepresentacional en cuanto competencia que hace posible la adscripción de creencias, debiera incluir por lo menos dos subcapacidades: una que permita comprender el rol de la información en el desarrollo y cambio representacional y otra que permita identificar la clase de relaciones informacionales que existen entre sentido y referencia. Más Perner no elige esta alternativa. En la página 203, explica que la mayoría de los autores que han procurado entender la dificultad de los niños de tres años frente la tarea de la falsa creencia han ofrecido dos tipos de explicación posible: en la primera de ellas, se postula como factor clave su imposibilidad de comprender las relaciones causales que se dan entre las representaciones y el mundo. Tal interpretación- dice- da por sentado que los niños pueden representarse mentalmente que alguien tenga representaciones falsas, pero en cambio son incapaces de comprender el papel que dichas creencias juegan en el tejido causal de los acontecimientos reales.  Según Perner, su colega y colaborador Heinz Wimmer es uno de quienes formula tal hipótesis afirmando que el problema de tales niños está en entender de qué modo se constituyen las creencias, y no tanto en qué consisten.

 

El otro tipo de explicación, que es la que el propio Perner adopta, abogaría por un déficit metarepresentacional entendido en los términos propuestos para la acepción  simple  de metarrepresentar. Dice de esta posición:  “[En ella]...se da por supuesto que los niños no pueden comprender la creencia porque tienen dificultades para comprender que algo represente, es decir, no pueden representarse algo como una representación. Esta es la posición que he venido defendiendo en este capítulo” (Perner, 1991, p. 203).

Lo que Perner pareciera creer es que el cómputo del acceso informacional resultaría ser una adquisición secundaria que depende de logros anteriores para la comprensión metarrepresentacional. Es decir: el cómputo de las relaciones de sentido, referencia y verdad constituirían un prerrequisito que permite al niño comenzar a reconocer que la información recibida determina la calidad de nuestras representaciones. Resumiendo, el acceso informacional resultaría ser una adquisición secundaria, una hipótesis que, luego de haber aprendido a computar sentido y referencia, el niño elabora para dar cuenta del surgimiento de una representación errónea (véase Perner, 1991, p 203). Así, una teoría acerca de las relaciones entre sentido y referencia parecieran ser la condición necesaria para que el niño atienda en un momento ulterior a la importancia del acceso informacional. Si lo anterior fuera correcto, se desprende que no debería ser posible hallar esta última subcapacidad en ausencia de la primera subcapacidad

 

Entender qué cosa es el conocimiento

 

Perner ha intentado demostrar que el déficit representacional induce a los niños pequeños no sólo a fracasar frente a la prueba de falsa creencia sino también en problemas que le exigen hacer inferencias sobre cómo y porqué se conoce. A partir de datos reportados por diferentes estudios (Perner y Ruffman, 1995; Wimmer, Hogrefe y Perner, 1988; Poole, 1988),  sostiene que aunque los niños de tres años reconocen cuándo ellos mismos son y cuando no conocedores de algo, son incapaces de describir de qué modo han accedido a tal estado mental (por ejemplo, no pueden diferenciar entre el conocimiento que resulta de  haber visto y aquél que se originó en algún comentario que alguien les hizo sobre un evento) y  tampoco trazan una auténtica distinción entre lo que conforma un auténtico conocimiento (justificado y fundado en evidencia fehaciente) y lo que es una creencia.  Concluye de ello que hasta los cuatro años el niño es incapaz de computar cómo se verán afectados los contenidos de nuestras representaciones de acuerdo al tipo de información que se tiene.

 

También aquí, la interpretación propuesta es que la falta de competencias metarrepresentacionales (en la acepción simple) conllevaría a un fracaso para reconocer la forma en que la información afecta el desarrollo de saberes acerca del mundo. Para Perner y Ruffman (1995) es consecuencia de ello que a los tres años el niño no cuente siquiera con un rudimento de comprensión sobre lo que es el auténtico conocimiento, ni por ende, acerca de la importancia del acceso a información en su conformación.  Dice al respecto (Perner 1994; 1995; 2001) que aún cuando el niño de tres años muestre alguna habilidad para conectar mirar con conocer, esto no supone que llegue a entender el alcance de ambos conceptos. Lo cito: “el hecho de que los niños de tres años asocien el mirar dentro de una caja con el saber qué hay  dentro puede no indicar la comprensión de que ver conduce a conocer. Muy bien puede ocurrir que el sentido que le atribuyen a "conocer" se agote en "conducir a la acción eficaz ". Pero puesto que saben que también el "mirar" se relaciona con el éxito cuando se les pregunta quién sabe lo que hay dentro de una caja,  prefieren señalar a la persona que ha mirado dentro de ella” (Perner, 1991, p. 317).  Es decir:  los niños podrían sencillamente estar haciendo una ecuación entre mirarsaber y actuar de forma eficaz.

 

Resumiendo, de su propuesta se desprende que desconocer los aspectos representacionales de nuestra mente conlleva a: 1) una inadecuada comprensión  acerca de cómo se conforman nuestras representaciones del mundo, junto con una reducida habilidad para manipular nuestros propios procesos de acceso a información con el fin de potenciar la calidad de nuestros contenidos representacionales y; 2) una marcada incapacidad para hacer predicciones sobre el modo en que los contenidos mentales determinarán los comportamientos de otros agentes.

 

Pero ¿Por qué al momento de explicar la comprensión mental, opta Perner, por la acepción simple y no la compleja de metarrepresentar? ¿Por qué motivo hace esta elección, cuando suponer que metarrepresentar implica dos subcapacidades con igual grado de importancia y con algún nivel de independencia, permitiría explicar sin problemas los déficit encontrados en los problemas como los previamente descriptos y al mismo tiempo dar cuenta de algunas competencias tempranas como las que permite a un niño diferenciar entre alguien que ha tenido acceso a un conocimiento compartido y alguien que no?. Dicho de otro modo: ¿Qué lleva a  Perner a  postular que la capacidad para reconocer referencia y verdad es previa y decisiva para reconocer la importancia del acceso informacional?

 

Personalmente creo que ello deriva de que Perner se propone postular un tipo de capacidad cognitiva más o menos general que explique la evolución de la comprensión mental en el infante. El encuentra en la TRM  algo aparentemente adecuado para tal fin. Ahora bien, los aspectos que más claramente parecieran compartir nuestros deseos, nuestras creencias y los diversos tipos de estados cognoscitivos con las representaciones en su conjunto, son aquellos rasgos descriptos a partir del análisis del signo que hace Frege.  Cuando en cambio consideramos el problema del acceso informacional, la simetría entre ambas clases de fenómenos se diluye por lo menos en parte. Y es que atender al rol de la información  en la génesis de nuestras creencias o nuestros estados de conocimiento parece esencial a su comprensión.  A diferencia de lo que sucede con los mapas, los retratos o las fotografías, una propiedad de las creencias y otros estados mentales es que tienden a actualizarse a partir del ingreso de información. Esto es algo que no sucede o, al menos, no sucede directamente con otros tipos de representaciones.

 

En los casos de los mapas o un plano, la información puede jugar algún papel durante su conformación. Sin embargo, una vez fijado dicho contenido, el mismo no se altera aunque lo haga la situación original. Para que su contenido se modifique se requiere de la participación de agentes capaces de computar la información y volcarla sobre la representación.

 

Todo esto nos lleva a concluir que la importancia del acceso informacional es fundamental para explicar o hacer inferencias sobre las representaciones mentales, y que en  cambio se vuelve secundario cuando abordamos problemas que suponen la participación de representaciones de otra índole. De lo anterior se sigue que la comprensión mental podría estar involucrando una serie de habilidades suplementarias que no siempre están presentes cuando de lo que se trata es de entender cómo funcionan otras formas de representación. Es decir que aquella requiere de operaciones adicionales a las que Perner supone para analizar el resto de las representaciones. Si éstas dependieran de las habilidades para metarrepresentar en el sentido simple, cabría esperar fueran de aparición más tardía (y nunca previas). Pero según los propios datos de Perner, no es esto lo que se observa. De hecho, lo que el propio autor afirma una y otra vez es que ambas habilidades  aparecen de forma simultánea.

 

En síntesis, la adherencia al sentido simple de metarrepresentar nos conduce a un problema y es que: o bien ponemos en segundo lugar las consideraciones sobre algo que parece un aspecto crucial para entender las creencias falsas, a saber: la relevancia del acceso informacional. O bien aceptamos que la comprensión mental requiere de cómputos más elaborados que el necesario para entender al resto de las representaciones, y por ende, damos por hecho que aparece con posterioridad, lo cual no condice con los hechos que el propio Perner reporta.

 

Según pienso la salida a este rompecabezas es aceptar que la capacidad para computar acceso informacional es una competencia independiente y diferente de la que permite el cómputo del sentido, la referencia y la verdad. El punto aquí es determinar si los déficit del niño de tres años son, como pretende Perner, debidos a que éste no entiende que la información es importante en la conformación de los contenidos de nuestros estados mentales o, por el contrario, obedece a que no puede realizar la clase de operaciones mentales que le permitirían inferir de qué forma específica el ingreso de determinada información conlleva a la formación de un contenido representacional particular. Propongo defender la segunda interpretación.

 

Según pienso la dificultad del niño podría responder antes que nada  a un déficit para inferir cómo o de qué modo el tipo y la cantidad de información condiciona  la conformación de nuestras representaciones de la realidad. Parece claro que existe en el niño una habilidad temprana para  inferir cuando alguien ha accedido y cuando no  a alguna información sobre una situación. Algunos trabajos de Flavell (1988) sobre la toma de perspectiva, indican que los chicos son por lo menos capaces de diferenciar entre cuando una persona ha visto y cuando no una escena o una imagen. Además dan muestras de comprender que para tener conocimiento sobre un acontecimiento es preciso disponer de por lo menos alguna información acerca del mismo. Pueden por ello inferir también que si alguien no dispone de información respecto de una situación, carecerá de todo conocimiento relativo a ella (Duero, 2005). Esto es algo que el mismo Perner reconoce cuando, en la página 168 de su libro dice: “Los niños de tres años ya tienen cierta idea del hecho de que el conocimiento y las actividades perceptivas, sobre todo el ver, se dan conjuntamente. Cuando se les pregunta cuál de dos personas (o muñecas), una que ha pirado dentro de una caja y la otra no, "sabe" lo que hay en la caja, la mayoría de los niños de entre tres y cuatro años optan por la persona que ha mirado” (Perner, 1994). Pero como dije antes, aquí Perner prefiere sostener que la diferenciación que el niño hace es de tipo instrumental.

 

Según creo la  incapacidad en los niños para enfrentar problemas que suponen reconocer el “tipo” de acceso informacional que se ha tenido respecto de una situación, no implica que el niño no sepa que la información es importante en términos cognoscitivos. Más bien sugiere la presencia de dificultades para computar cómo la clase y la cantidad de información con que se cuenta, afectará al modo en que la situación es representada. Como algunos autores han hecho notar, más que como una incomprensión del mundo mental, estas incompetencias pueden ser explicadas en términos de disfunciones ejecutivas para procesar y retener información en la memoria (Ozonoff, Roger y Pennington, 1991; Ozonoff, Pennington y Roger, 1991; Russell, 1996; 1997).

 

Para finalizar este apartado diré que en mi opinión la posición defendida por la TRM es una forma segura y fehaciente de reconocer en qué momento un niño ha accedido a una comprensión más o menos compleja e integral sobre el funcionamiento mental; es decir que cuenta con capacidades semejantes a las de una persona normal adulta. Las caracterizaciones representacionalistas de Perner resultan en este sentido, más que descripciones de lo que son las auténticas capacidades infantiles, un conjunto de criterios que señalan al investigador un momento clave en que los pequeños cuentan con nociones más bien sofisticadas  acerca qué es y como funciona el mundo mental. En cambio nos dicen muy poco acerca de lo que sucede previamente a ese momento.  Cómo ha dicho Chalmers (Chalmers, 2001), es un error pensar que antes de los cuatro años los niños no tienen prácticamente ningún conocimiento de la mente y a partir de entonces saben de ella todo lo que es posible saber.

 

El problema de la  intencionalidad y la idea de representación

 

Uno de los principales problemas adicionales que encuentro en la propuesta de Perner es el modo en que aborda el problema de la intencionalidad.

 

Este psicólogo establece una ecuación casi directa entre intencionalidad, representación e interpretación. Para Perner una representación es un tipo de entidad o evento interpretable y una teoría de las representaciones sería algo muy parecido a una teoría de la interpretación, entendiendo esto último como una teoría del significado. Las representaciones, en tanto, son intencionales porque están dirigidas o "son sobre" objetos del mundo y son interpretadas en función de las relaciones que sus contenidos guardan con éstos últimos. La comprensión de las otras mentes sería finalmente, resultado de que comprendemos a los agentes como sistemas representacionales que interpretan información. Una teoría representacional no puede constituirse, por tanto, sin explicar la naturaleza intencional de éstas. Y como la intencionalidad de las representaciones va de la mano del hecho de que éstas guardan lazos semánticos con el mundo, de ello se deriva que un análisis de tales lazos semánticos desenmascara la esencia de las propiedades intencionales.

 

Según entiendo éste sería, en esencia, el razonamiento de Perner. Creo, sin embargo, que la intencionalidad tal como fuera descripta originariamente, no se agota en el modelo representacional y que la idea de interpretación (entendida en términos de significado) tampoco nos conduce necesariamente a un modelo referencialista como el de Perner, para dar  cuenta de ella. Esto es lo que me permitiré revisar en este apartado.

 

En primer lugar no es claro que los rasgos intencionales de la mente sean el sólo resultado de que ésta sea "un sistema representacional", como Perner afirma (Perner, 1994, p. 128). Antes que nada esta idea no se ajusta al modelo ofrecido originalmente por Brentano. La diferencia reside, fundamentalmente, en la concepción que Perner y Brentano tienen sobre lo que son la intencionalidad y las representaciones y sobre  el lugar que estas últimas ocupan dentro del dominio de lo mental.

 

Comencemos por diferenciar dos modos de entender la "inexistencia intencional". A diferencia de lo que piensa Perner, se puede pensar que la intencionalidad es la consecuencia de que seamos sistemas aptos para valorar información y determinar su relevancia. No  es fácil hallar definiciones convenientes del término información, pero podemos aceptar de forma provisoria que informativo es todo dato interpretable capaz de  reducir los niveles incertidumbre y de organizar el comportamiento de un sistema. Así concebida, la interpretación sería una forma de evaluación generada a partir de un estímulo. En función del mismo se activaría una sucesión de datos codificados en la memoria, dando lugar a algo parecido un juicio. Tal concepción se encuentra muy relacionada, según creo, con la que los psicólogos tienen cuando estudian las actitudes psicológicas (Anderson y Armstrong, 1989; Kruglanski, 1989; Fazio, 1990; Pratkanis y Greenwald, 1989).

 

Ahora bien, la anterior perspectiva enfoca el tema de las actitudes -y porqué no también, de la interpretación- en términos exclusivamente cognitivos. Sin embargo en muchos casos una interpretación (y, como enseguida veremos, una actitud) puede entenderse como una modalidad de tendencia psicológica que produce una valoración "afectiva". Interpretar en este sentido no nos obliga a suponer un proceso de decodificación de un contenido en términos de significado fregueano. Están todos aquellos casos en que de la decodificación de una información resulta una emoción, una sensación con connotaciones hedónicas o incluso una evaluación epistémica no-representacional, como son las respuestas de atención conjunta y el caso de la referenciación social (Scaife y Bruner,1973; Feiman, 1982; Butterworth, 1990), situaciones en las que el niño se muestra capaz de orientar sus propias respuestas, en función de cómo valora la actitud de una figura cuidadora. Creo que en estos casos  es válido usar la expresión interpretación si con ello queremos indicar, como dije en un comienzo, un proceso que reduce los niveles de incertidumbre de un sistema, facilitando la toma de decisiones y dando lugar a cierta secuencia de elecciones en términos de conductas, que posibilitarán la adaptación.

 

Cabe decir al respecto que para Antonio Damasio (1994), la razón de ser de nuestras emociones es que cumplen un rol en nuestros procesos de toma de decisiones. De acuerdo con su  tesis, existen modos automáticos y primarios de llevar a cabo valoraciones sobre aspectos del mundo. Su hipótesis es que el procesamiento de información emocional involucra una forma de razonamiento en un sentido lato. Nuestros estados afectivos (sensaciones y emociones)  servirían como un marcador  que nos permite enfocar la atención en el resultado de una acción determinada. Funciona como una señal de alarma automática. 

 

Como he dicho, esta clase de procesos se asocian estrechamente a lo que algunos psicólogos denominan bajo el término actitud. Una actitud supone, desde esta perspectiva y por lo menos bajo ciertas condiciones,  alguna forma de cómputo que contribuye a centrar nuestra atención sobre algunos aspectos del mundo y a dejar de lado otros, haciendo sobre los primeros una evaluación en términos de costos y beneficio y generando una respuesta de ajuste. Si lo propuesto es correcto, pues entonces ello nos conduciría a reconocer que es perjudicial restringir el significado de representación al de  interpretación sígnica y también suponer que intencionalidad es sinónimo de representacinalidad, puesto que habría determinados estados intencionales (como por ejemplo, temer) que aún orientándose hacia un contenido intencional, no supone la participación de representaciones en el sentido de Perner. Lo que quedaría en tal caso por determinar, es si los estados como las creencias o el conocimiento pueden ser analizados en términos de actitudes (y no de representaciones) para, en el caso de que respondamos positivamente, establecer cuál es la clase de valoración que estas implican.

 

La representación intencional

Pero de ello nos ocuparemos más adelante.  Vamos ahora a una cuestión previa y es cómo llega Perner ligar a la representación y la intencionalidad hasta convertir a ambas en un criterio de mentalidad.  Lo que me propongo es mostrar  que el término representación ha sido asociado con el de estado mental en más de un sentido, teniendo cada una de estas lecturas diferentes consecuencias teóricas.

 

Los avanzados conocimientos sobre fisiología y neuropsicología nos han hecho entender que nuestras percepciones del mundo externo y en general cualquier vivencia psíquica descansan sobre procesos de traducción de información a partir de receptores y órganos específicos así como sobre procesamientos a diversos niveles. En este sentido, se sostiene que nuestras vivencias no dependen tanto de las características objetivas del mundo en que vivimos como de nuestra conformación biológica, por sobre todo en lo que hace a nuestro sistema nervioso. Más bien constituyen una interpretación o construcción de nuestro cerebro (Maturana, 1996).

 

Hay un segundo sentido en que se puede emplear este término y que alude a todo contenido de una vivencia consciente, es decir, a la clase de experiencia subjetiva o fenoménica que tiene lugar, por ejemplo, cuando experimento una post-imagen o una sensación como el prurito. Aquí representar consiste sencillamente en tener la vivencia, experimentar o sentir conscientemente. La pos-imagen misma puede ir asociada o no, digamos, a cierta experiencia placentera o displacentera y en ocasiones, también, algún "contenido proposicional".  Sin embargo lo último no es preciso para que sostengamos que un sujeto tuvo esta clase de representaciones en su mente. Según parece, esta la connotación que Brentano atribuye a la voz representación. Así, cuando afirma: “Tal como nosotros usamos la palabra representar, puede decirse que ser representado vale tanto como aparecer, ser fenómeno” (Brentano, 1874, p.  15, la cursiva es mía).

 

Un tercer sentido refiere a cuando interpretamos el significado, pongamos por caso, de esa misma post-imagen, diciendo que es un signo que alude a tal o cual cosa. Esto sucedería, por ejemplo, si la pos-imagen fuera rosa y el color rosa me hiciese pensar algo como "el rosa es un color que serena el ánimo". En este caso interpreto la "mancha rosa" como un signo o señal que remite a algo diferente de ella.  El uso que Perner hace del término representación es aproximado a este último.

 

La toma de cada una de las anteriores posiciones y el hecho de que lo mental, lo representacional y lo intencional son fenómenos que suelen hallarse asociados, ha conducido a los autores a concluir diferentes cosas a la hora de dar cuenta de unos y otros fenómenos. Brentano, por ejemplo, consideraba que la intencionalidad se encontraba intrínsecamente ligada a las representaciones (en la segunda acepción), en el sentido de que todo estado mental está siempre dirigido a una representación en tanto "algún contenido consciente". Para Brentano los fenómenos psíquicos o eran representaciones, o descansaban sobre éstas y, en tanto se hallaban en dirección a alguna representación, todo estado mental es en sí intencional. Pero su  noción  de representación  alcanza a experiencias como las sensaciones, las emociones y los sentimientos (véase p. 16 y siguientes). Por ello puede decir que en la representación, el objeto es algo que es representado; en el juicio aquello que es admitido o rechazado; en el amor lo que es amado; en el odio, aquello que se odia; en el apetito,  lo que se apetece.  Cuando sentimos, dice este autor, sentimos algo y lo que sentimos es el contenido del cual somos conscientes.

 

Perner, en cambio, define a las representaciones en un sentido mucho más restringido. Para este autor, representar implica contar con un “contenido proposicional” asociado a un significado. Y además, en tanto piensa que la intencionalidad es una consecuencia de tales “propiedades representacionales”, todo estado representacional se encuentra para él, intencionalmente dirigido hacia aquello que representa y en base a lo cual puede ser interpretado (Perner, 1994 p. 128). Es por todo esto que Perner concluye que solo algunos estados mentales (aquellos que implican el uso de representaciones en el tercer sentido) gozan de intencionalidad.

 

Por otro lado es de destacar que Brentano ofrece una división tripartita de los fenómenos psíquicos intencionales. Distingue entre representación, juicio y emoción, interés o amor. Por juicio entiende el  admitir algo (como verdadero) o rechazarlo (como falso). Llama, por su parte, fenómenos del interés o del amor a aquellas experiencias emotivas por lo común ligadas a una excitación física notable.

 

Para Brentano todo juicio o fenómeno del interés  es recibido en la conciencia desde un doble registro, como representado y como afirmado o negado y aunque los primeros se apoyan en objetos representados, son eventos de una nueva clase introducidos en la conciencia. Nos dice: “Si un segundo y peculiar modo de referencia no se añadiese a la representación en el juicio; si el modo de estar del objeto del juicio en la conciencia fuese esencialmente el mismo que corresponde a los objetos en tanto que son representados, solo podría encontrarse su diferencia o en una diferencia de contenido (esto es, en una diferencia entre los objetos a los cuales la representación y el juicio se refieren), o en una diferencia en la perfección con que el mismo contenido es pensado por nosotros al representar y al juzgar. Pero entre el acto de pensar, que llamamos representar, y aquel que llamamos juzgar, existe una diferencia interna” (Brentano, 1874, p. 90 y 91; la cursiva es mía).

 

Este punto es de enorme importancia pues conecta, una vez más, el problema de las creencias con lo que hemos venido llamando actitudes. Tanto cuando Brentano afirma que si no se añadiese a la representación un modo de juicio, no sería posible diferenciar entre dos objetos de juicio semejantes, como cuando sostiene que entre representar y juzgar existe una "diferencia interna",  pareciera estar reconociendo algo que a Perner  se le pasa por alto, y es que la sola consideración de los contenidos representacionales deja de lado un aspecto fundamental de los procesos mentales. Puntualmente Brentano está afirmando que un modo de diferenciar entre diferentes estados mentales, que versan sobre un mismo tipo de objeto intencional, es teniendo en cuenta el tipo de juicio o apetito del que se trata. Esto es algo que Perner no tiene en cuenta y que ocasiona a su teoría una serie de inconvenientes nada menores. 

 

Para este último (Perner 1988; 1994, 1995; 2001) las creencias, los contenidos representacionales y el mundo real simplemente parecen “conectarse o asociarse” (véase Leslie, 2000). Perner explica la habilidad para identificar diferentes estados mentales centrándose en la facultad para reconocer las relaciones semánticas entre los contenidos de éstos y la realidad. Lo que estoy intentando mostrar es que tal estrategia es insuficiente. Por una parte la sola articulación de representaciones no basta para que haya creencias.  Por otro una interpretación fregeana del contenido representado es insuficiente por sí misma para diferenciar una creencia de otro tipo de estado mental representacional. Como ha remarcado en innumerables oportunidades Leslie (1994, 2000) con esta última estrategia no es posible, por ejemplo, diferenciar entre alguien que finge  estar “cocinando pasteles” (con arena)  y alguien que cree hacerlo. En ambos casos y siguiendo el argumento de Perner, la referencia sería la casuela con arena y el sentido los contenidos mentales relativos a "pasteles".  Lo que hace en este caso la distinción entre uno y otro estado mental no es una representación o un contenido proposicional ni tampoco sus relaciones semánticas con el mundo (que se encontrarían en ambos casos alteradas) sino la actitud que el agente en cuestión despliega hacia los mismos.

Cierto es que en su obra Perner habla de actitudes; más el empleo que hace del término resulta por lo menos oscuro. Así nos dice por ejemplo, que el niño pequeño puede representarse a alguien teniendo cierta actitud  hacia una proposición P (siendo P falsa) pero en cambio no puede representarse que esa actitud es consecuencia de que P (siendo falsa) está siendo evaluada como verdadera (Perner, 1995). Parece ser que lo que Perner intenta significar con este término es sencillamente una “disposición” a comportarse de cierto modo o “actuar como si fuese el caso que”, lo cual supone una noción estrictamente conductista del término.

 

Tal cual sostiene Fodor (1992) si nuestros niños no distinguiesen entre alguien que bromea o finge y alguien que verdaderamente cree incorrectamente algo, serían poco menos que criaturas dementes, incapaces de adaptarse al mundo real. La respuesta de Perner es aquí que el niño sí es capaz de diferenciar entre cuando alguien utiliza algo de forma adecuada y cuando no, pues tiene algunas nociones sobre cuáles son los modos correctos de comportarse. Más lo hace sin saber qué causa tales conductas anómalas.

 

Pero si  Perner  tuviese razón entonces un pequeño de tres años no debiera poder diferenciar entre dos personas que se comportan anómalamente con relación a un mismo objeto, una de ellas porque juega y otra porque es víctima de alguna suposición equívoca. Sin embargo hay indicios bastante claros de que a esta edad y aún antes los niños no solo pueden comprender la simulación en otros (Leslie, 1994) sino que además diferencian entre alguien que se comporta haciendo como si porque cree algo falso y alguien que lo hace porque finge creerlo[iii] (Duero, 2005).

 

Sintetizando, es difícil comprender cómo el niño entendería el poder causal que una situación imaginaria llegaría a tener en el caso de la simulación y en el de una creencia falsa, si sus habilidades resultasen en verdad tan rudimentarias en términos cognitivos como pretende Perner. Como ha reconocido Leslie (1994) es preciso acudir a cierta interpretación mentalista de lo que es una actitud para explicar casos como los expuestos. Entender las  actitudes en un sentido no conductista implica dar por sentado que dichas tendencias psicológicas resultan de un proceso evaluativo previo (Eagly y Chaiken, 1992), es decir que conforman una especie de rejilla interpretativa cognitiva o afectiva que genera una determinada evaluación de un conjunto de datos. Así entendida, una actitud supondría una cuota de intencionalidad pues implica una valoración que está siendo dirigida hacia algo.

 

 

Creencias, representaciones e intencionalidad mental

 

Si decimos, como quiere Perner, que es la participación de representaciones (en el sentido que él otorga al término), lo que explica las propiedades intencionales de la mente, entonces nos vemos impelidos a concluir: 1) que solo son intencionales ciertos estados mentales; 2) que el niño no comprenderá esa clase de procesos psicológicos hasta no ser capaz de entender cómo funcionan las representaciones. Si, en cambio, entendemos la intencionalidad del modo en que lo hace Brentano, la misma: 1) resultaría ser una propiedad de todos nuestros estados mentales; 2) comprender un suceso psicológico o mental no tiene que implicar haber alcanzado un conocimiento representacional. Así y desde esta segunda perspectiva sería posible considerar, por ejemplo, que la capacidad para reconocer cualquier tipo de actitud o acto valorativo  supone una forma de comprensión de lo mental. ¿Existe evidencia suficiente que nos permita optar por una u otra alternativa?.

 

Perner cree que los datos empíricos están a su favor. De acuerdo con él las deficiencias para resolver problemas como los  del signo y  la polaroide, confirmarían la viabilidad de la TRM.  Este autor presenta otros fundamentos, como prueba de lo anterior. Por ejemplo, es sabido que los niños de corta edad tienen dificultad recordar enunciados falsos pronunciados por ellos mismos (Perner 1991)[iv]. Para Perner esto es una prueba más a favor de la TRM.

 

Creo en relación con esto que esta clase de resultados podrían ser comprendidos recurriendo a explicaciones más parsimoniosas (algo que el propio autor contempla), por ejemplo, mencionando los inconvenientes de los niños para inhibir respuestas desencadenadas por situaciones con elevada saliencia perceptual, como es una situación presente contrapuesta a una pasada (Roth y Leslie, 1998), la reticencia a decir algo que no es cierto si previamente el adulto no ha dado el visto bueno o la dificultad pragmática para comprender con exactitud cuál es la respuesta que el adulto espera recibir[v]. En otras palabras, lo que Perner podría estar demostrando es que los niños pequeños tiene serias dificultades en pruebas que requieren de habilidades para decir y recordar cosas que no son ciertas.

 

Respecto de esto último cabe además decir que aunque Perner parece haber aceptado que problemas como el de la falsa creencia presentan un nivel de complejidad mínima para su resolución,  hay buenos indicios que sugieren que esto podría no ser así; dichas tareas podrían exigir la presencia de capacidades múltiples, diferentes de las mentalistas, todas ellas ausentes en el niño pequeño (Bloom y Geman, 2000; Ozonoff, Roger y Pennington, 1991; Ozonoff, Pennington y Roger, 1991; Russell, 1996; 1997; Zelazo, Frye y Tanja; 1996; Zelazo y Frye, 1997; Roth y Leslie, 1998; Duero, 2005; véase también Perner, 1997; 2001 y Kain, y Perner 2005)

 

Creencias sin representaciones

Creo que el cómputo  metarrepresentacional resulta necesario frente a algunos problemas que suponen la participación de creencias, teniendo ello que ver en buena medida con el tipo de prueba así como la forma en que el acertijo se le presenta a los niños, y no con las propiedades de las creencias en sí. ¿Existen casos de estados de creencia o estados de conocimiento que puedan ser analizados sin recurrir a un análisis representacional como el de Perner?.

 

En este punto quiero considerar la posibilidad de que el aspecto actitudinal de las creencias y los estados de conocimiento resulte independiente de las representaciones con las que estas se conectan. Puntualmente deseo establecer si este tipo de fenómenos puede ser pensado, por lo menos en ciertos casos, en términos semejantes a los que usamos para hablar de otro tipo de actitudes. Analicemos el asunto mediante un ejemplo.

 

Imaginemos que mientras una familia viaja por una ruta en un día caluroso, Santiago, un niño de dos años y diez meses, comienza a gritar "¡Mira, papá, un charco!". El padre se percata de que Santiago se refiere al reflejo del sol sobre la carretera. Piensa: "Santiago cree que el espejismo es un charco de agua" o, también, "piensa en  el espejismo como siendo un charco", etc.). Pero alguien, pongamos por caso, la hermana de Santiago podría reflexionar de este otro modo: "Santiago cree que eso  es agua real". El padre de Santiago la adscribió a éste una creencia falsa y al hacerlo aplicó una forma de descripción metarrepresentacional. Su hermana, en cambio, estaría utilizando un modelo más simple. Sencillamente inferiría que Santiago pensó que la mancha en el pavimento se comportaría como si fuese agua real. Esto es, mojando, salpicando, brillando, etc. Esto significa que se esperará de él que se comporte como si estuviese frente un evento con propiedades como la consistencia, la palpabilidad o la potencialidad causal (Baldwin, 1911).

 

Para todo esto sencillamente bastaría con que la hermana de Santiago pueda conformar una representación contrafáctica y sea luego capaz de adscribirle a éste una actitud errada respecto de la misma. O sea: debería atribuirle una actitud “realista” respecto de una situación ficticia. Nada de esto parece requerir, sin embargo, alguna forma de cómputo metarrepresentacional en el sentido de Pener.

 

Conclusiones

 

He intentado ofrecer una síntesis del modelo evolutivo conocido como teoría de la teoría. El mismo propone que los procesos de adscripción mental son resultado de que contamos con una teoría, parecida a las teorías que elaboran los científicos, sobre la naturaleza de esta clase de fenómenos. Uno de los modelos más influyentes de la Teoría de la Teoría, desarrollado por Perner, se conoce como TRM. En base a la TRM este autor intentó explicar las habilidades para inferir creencias falsas  en términos de competencias metarrepresentacionales.

 

He planteado algunas objeciones a este modelo. Primeramente he intentado mostrar que la acepción que este autor tiene de metarrepresentar se presta a diferentes interpretaciones. He sostenido que una buena explicación de los procesos de adscripción mental requieren reconocer cuestiones cómo el cómputo del acceso perceptual. Al respecto he dicho que tal capacidad no parece ser explicable, como pretende Perner, a partir de tales capacidades metarrepresentacionales en el sentido que él las entiende.

 

Además he cuestionado que las pruebas empleadas para valorar la atribución mental resulten, como pretende este autor, un paradigma de mínima complejidad.  Dije al respecto que los fracasos de los niños de tres años frente a éste tipo de pruebas podrían ser consecuencia de que las mismas implican la participación de habilidades complejas pero en principio diferentes de las necesarias para la comprensión de los fenómenos mentales.

 

Más adelante he revisado la noción de intencionalidad, que maneja Perner, teniendo en cuenta la propuesta original Brentano. He mostrado que ambos autores conciben a dicha propiedad de diferentes modos y que tienen además una idea distinta sobre la relación que debe establecerse entre la misma y los fenómenos representacionales.  He sugerido que, desde el modelo de Brentano, sería preciso diferenciar entre intencionalidad y representación y que es posible y útil partir de un concepto de intencionalidad que haga recaer su acento sobre el proceso de interpretación o evaluación intrínseco a las actitudes psicológicas y no sobre los fenómenos representacionales con lo que éstas en ocasiones se conectan.

 

He tratado de dejar en claro, además, que la sola consideración de los aspectos representativos de nuestro mundo mental no bastan para dar cuenta de las propiedades causales que estos tienen sobre los comportamientos de los agentes. He dicho aquí que, sin el concepto de actitud, es difícil conectar al agente y a sus contenidos mentales. Finalmente he afirmado que la TRM puede ser un buen modelo para explicar la comprensión representacional en el niño, pero no el desarrollo infantil de nociones de tipo mental.

 

Si las consideraciones expuestas son adecuadas, deberíamos apuntar a explicar la comprensión mental infantil dando cuenta sobre cómo se da en el niño el reconocimiento de actitudes psicológicas más que de representaciones diferentes de las propias.

 

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[i] Frege (1892) traza una distinción entre el “sentido” de una representación y la “imagen” asociada a élla.  Perner parece en cambio emplear el término sentido de modo ambiguo e indistinto, tanto cuando se refiere al “sentido”, como a las “propiedades psicológicas no semánticas” de una representación.

[ii] "Prelief" (en inglés): neologismo que resulta de la unión de las expresiones anglosajonas "pretend" (simular),  "belief" (creencia) y "lief" (entretenida). 

[iii] Para quienes trabajamos con niños, resulta muy característica la expresión de desconcierto y los manifiestos intentos por "corregir" o "modificar" las actitudes de una persona que expresan, por ejemplo, los niños pequeños cuando éstas dan muestras de creer erróneamente algo, comportamiento que no tienen, en cambio, cuando los mismos sujetos dejan en claro que están tomando la situación a modo de chasco.

[iv] En este estudio un personaje llegaba y preguntaban  a los pequeños por el contenido de una caja de chocolates. Los niños, que no habían visto en su interior, respondían: chocolates. Se les mostraba entonces que en el interior había un cochecito de juguete. A continuación se les hacía una pregunta que evaluaba memoria: "Cuando Kasperl te preguntó que había en la caja, ¿qué dijiste que había?". La mayoría de los  sujetos de tres años  no consiguió recordar su anterior afirmación falsa.  Según Perner, los niños no son capaces de reconstruir la respuesta (chocolates), porque para ello hubiesen necesitado diferenciar el sentido (lo descrito) de la referencia (lo que se describe). Perner reporta que estos problemas desaparecen si se induce a los niños a afirmar algo falso pero en broma.

[v] Al respecto, es llamativo que en el trabajo citado, cuando se presentaron falsos enunciados en broma,  todavía 7 de los 22 niños de tres años no pudieron ser persuadidos de participar en el juego diciéndole al personaje algo que no era verdad.

 

 

 


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