VOLUMEN: X
NÚMERO: 25
Modelos de motivación académica: una visión panorámica
La motivación representa un condicionante fundamental del rendimiento académico, y así lo reconocen padres, profesores e investigadores sobre el tema. Junto a otras variables, como las aptitudes personales o a las estrategias de aprendizaje, la motivación académica se revela como uno de los mejores predictores del ajuste escolar logrado por el alumno: sus reacciones afectivas, las estrategias de aprendizaje utilizadas, el esfuerzo, la persistencia y los resultados obtenidos.
Sin embargo, para tratar de explicitar estas relaciones entre motivación y ajuste escolar, existen numerosos modelos, lo que puede producir una sensación de desconcierto en el lector. Así, a modo de muestra tomada de una población ingente, revisando los trabajos de Pintrich y Schunk (1996), Murphy y Alexander (2000), Pintrich (2003) o Elliot y Dweck (2005), nos encontramos con más de una docena de propuestas que intentan explicar la motivación académica.
A continuación se hará referencia a algunos de ellos, agrupados, a efectos expositivos, en torno a dos líneas clásicas de investigación sobre motivación. Dentro de la dicotomía intrínseca-extrínseca, se abordan los siguientes: motivación intrínseca, orientación general a metas de logro, interés personal y situacional, y formulación y consecución de metas académicas. El mismo número de propuestas giran alrededor de la teoría de la expectativa-valencia: autoconcepto académico, autoeficacia de alumnos y profesores, atribución causal de los resultados, y valor subjetivo de las tareas. Finalmente, bajo el epígrafe de “motivación social” se incluyen tanto las influencias que sobre el alumno ejercen profesores, padres y compañeros, como las metas sociales del estudiante.
Es éste uno de los modelos más populares para tratar de explicar la motivación académica. Sustituyendo a la contraposición “intrínseca-extrínseca”, Deci y Ryan (2000; Ryan y Deci, 2002) o Koestner y Losier (2002) diferencian tres tipos de motivación.
La desmotivación o amotivación es un estado de ausencia de motivación. Entre sus desencadenantes están los pensamientos sobre la falta de capacidad o sobre la inutilidad de una estrategia, los sentimientos de indefensión y la falta de valoración de la actividad (Deci y Ryan, 2000).
Ryan y Deci (2002) conciben la motivación extrínseca como cualquier situación en la que la razón para la actuación es alguna consecuencia separable de ella, ya sea dispensada por otros a autoadministrada. Diferencian cuatro modalidades: regulación externa, cuando la conducta se realiza para satisfacer una demanda exterior; regulación introyectada, cuando se ejecuta bajo un sentimiento de presión; la regulación identificada ocurre cuando la persona reconoce el valor implícito de una conducta; y la regulación integrada, cuando la identificación se ha asimilado dentro del propio yo.
En cuanto a las actividades intrínsecamente motivadas, Ryan y Deci (2002, p.10) las definen como “aquellas cuya motivación está basada en la satisfacción inherente a la actividad en sí misma, más que en contingencias o refuerzos que pueden ser operacionalmente separables de ella”. Vallerand y Ratelle (2002) diferencian tres tipos de motivación intrínseca: para conocer, de logro y para experimentar estimulación.
Tres son los condicionantes personales que propician la motivación intrínseca y las formas más autorreguladas de motivación extrínseca: el sentimiento de autonomía, la percepción de competencia, y la necesidad de apoyo emocional y de relaciones interpersonales (Ryan y Deci, 2002).
Entre los factores contextuales que favorecen la motivación intrínseca, destaca lo que se conoce como “apoyo a la autonomía” del alumno por el profesor, que se operativiza de diferentes modos según los autores (Reeve et al., 2004; Stefanou et al., 2004; Vansteenkiste, Lens y Deci, 2006); : el tiempo dedicado a escuchar a los estudiantes; las expresiones de empatía o de ánimo; las preguntas sobre lo que desean hacer; la utilización de un lenguaje no controlador ni coercitivo; la especificación del valor de las conductas, tareas o temas; la posibilidad de seleccionar los miembros del grupo, los materiales con los que trabajar o el modo de demostrar los conocimientos; la posibilidad de descubrir formas diferentes de solucionar un problema o de disponer de tiempo para decidir.
Como reconocen Vallerand y Ratelle (2002), los efectos más deseables se relacionan con la motivación intrínseca, con la regulación integrada y con la identificación. Entre sus consecuencias cognitivas, destacan las siguientes: la activación de determinados procesos, como el aprendizaje profundo, la creatividad o la flexibilidad cognitiva (Lepper y Henderlong, 2000); la utilización de adecuadas estrategias de aprendizaje (Vansteenkiste et al., 2004); y la puesta en marcha de actividades exploratorias. Como efectos emocionales, Deci y Ryan (2000) señalan la aparición de menos sentimientos negativos, como la vergüenza, y de más afectos positivos, como el orgullo. También se relacionan con variables motivacionales, como el interés personal, la orientación general a metas de aprendizaje, un elevado autoconcepto académico o la atribución causal de los resultados a factores internos (Manassero y Vázquez, 2000). Asimismo, a nivel conductual los alumnos con esta motivación evidencian ventajas que se concretan en una mayor elección libre de la tarea, en la persistencia en ella y en el esfuerzo que están dispuestos a realizar (Vansteenkiste et al., 2005; Walls y Little, 2005).
También se ha encontrado una fuerte relación directa entre motivación y resultados. Los estudiantes con motivación intrínseca y con las formas más autodeterminadas de motivación extrínseca obtuvieron un mejor rendimiento académico en educación infantil y primaria, en secundaria (Manassero y Vázquez, 2000; Vansteenkiste et al., 2005) y en la universidad; de manera análoga, se encontraron correlaciones negativas entre estas formas de motivación y el abandono del colegio entre adolescentes. En esta misma línea apuntan los trabajos que analizaron la influencia que sobre los resultados tiene el apoyo a la autonomía por los profesores (Reeve et al., 2004; Stefanou et al., 2004; Vansteenkiste et al., 2006) o por los padres (Ratelle et al., 2004).
Linnenbrink y Pintrich (2000, p.197) definen la orientación general como “un patrón integrado de pensamientos y razones para la actuación; un esquema organizativo de aproximación, implicación y evaluación de la propia conducta en un contexto de logro”. Aunque con nombres diversos, estos y otros autores (Elliot y McGregor, 2001) proponen cuatro orientaciones generales. Dos son expresión de la meta general de aprendizaje (orientación al aprendizaje y evitación del no aprendizaje); las otras dos son variantes de la meta general de rendimiento (orientación al rendimiento y evitación de la tarea). El alumno con orientación al aprendizaje intenta aprender, comprender, dominar una materia; para la evaluación utiliza criterios autorreferenciados, de comprensión profunda de contenidos. En cambio, la persona orientada a la evitación del no aprendizaje trata, ante todo, de evitar la falta de comprensión, siendo la meta menos estudiada. Por su parte, el estudiante orientado al rendimiento centra su atención en la capacidad relativa e intenta conseguir las mejores notas, superar a los compañeros o buscar el reconocimiento público. Finalmente, el alumno con meta de evitación de la tarea trata de evitar la inferioridad, el fracaso, los posibles juicios negativos, los suspensos, el sentirse inferior o el parecer poco inteligente (Meece, Anderman y Anderman, 2006).
Determinadas características personales condicionan la orientación general del alumno. Entre ellas podemos señalar las siguientes: el modo de concebir la inteligencia, como modificable o no (Dupeyrat y Mariné, 2005); la búsqueda de la excelencia en el trabajo, el sentimiento de autodeterminación en la escuela, el miedo al fracaso o el disfrute compitiendo (Elliot y McGregor, 2001); y el neuroticismo, la extraversión, la emocionalidad positiva y la inhibición conductual (Elliot y Thrash, 2002).
Asimismo, ciertas características del contexto también influyen sobre la orientación del alumno. Sin olvidar el ambiente familiar, se consideran más decisivos los factores escolares, lo que se conoce como “estructura de metas” del aula o del centro (Kaplan et al., 2002; Meece et al., 2006; Wolters, 2004). Tres son las variables más determinantes: las actividades y tareas que se proponen a los alumnos, la potenciación de la autonomía, y la dureza e importancia de la evaluación.
Para explicar los nexos entre metas y resultados académicos, Linnenbrink y Pintrich (2000) proponen un modelo en el que ambos se relacionan a través de diferentes mediadores. Entre los motivacionales, se comprobó que la orientación al aprendizaje se relacionó positivamente con la elevada autoeficacia académica (Pintrich, 2000), con el valor asignado a las tareas escolares (Wolters, 2004), con la motivación intrínseca, con las atribuciones causales del fracaso a la falta de esfuerzo, y con el interés personal. Entre los mediadores afectivos, se asegura que los sentimientos negativos se asocian más a la meta de evitación; análogamente, la orientación al rendimiento covaría positivamente con elevados niveles de ansiedad; en cambio, los afectos positivos son más frecuente entre alumnos orientados al aprendizaje (Castillo, Balaguer y Duda, 2003). Algunos de los mediadores conductuales que benefician a los alumnos orientados al aprendizaje son la preferencia por tareas difíciles y la actuación tras el fracaso, el esfuerzo y la persistencia preparando los exámenes y la realización inmediata de las tareas (Wolters, 2004). En cuanto a los mediadores cognitivos, la meta de aprendizaje se asoció positivamente con estrategias de procesamiento profundo; la de rendimiento, con las de procesamiento superficial; y la de evitación, con estrategias de desorganización (Dupeyrat y Mariné, 2005; Elliot y McGregor, 2001; Wolters, 2004). Estas dos últimas metas se relacionaron también con estrategias autoprotectoras (Rodríguez et al., 2004).
Analizando la relación entre la orientación general y rendimiento, parece claro que la evitación de la tarea es la que mejor predice los (malos) resultados académicos. Sin embargo, Meece et al. (2006) consideran una anomalía intrigante la ausencia de una relación inequívoca entre meta de aprendizaje y buenos resultados. Éstos aparecen asociados, en algunos trabajos recientes, a la meta de rendimiento, especialmente entre varones de ambientes competitivos (Midgley, Kaplan y Middleton, 2001), aunque sin olvidar posibles costes. Por este motivo, un buen número de autores abogan por la combinación de ambas orientaciones, lo que llaman metas múltiples (Linnenbrink, 2005; Linnenbrink y Pintrich, 2000; Midgley et al., 2001; Valle et al., 2003). Todos ellos consideran que estas dos metas son compatibles, no excluyentes. Un alumno con ambas orientaciones puede afrontar sus experiencias académicas centrándose, en cada momento, en la meta que más le convenga para mantener su motivación.
Unido a la investigación en motivación intrínseca hace algunas décadas, el interés se analiza en la actualidad de forma independiente. La mayoría de las concepciones afirma que se trata de un fenómeno que surge a partir de la interacción entre un individuo y su medio.
El interés personal o individual se concibe como una preferencia duradera por ciertos temas o actividades (Schiefele, 1999). Boekaerts y Boscolo (2002, p.378) lo definen como “aquel interés basado en el conocimiento o la valoración de una clase de objetos o ideas, que lleva al alumno a desear implicarse en actividades relacionadas con el tema”. Aquí se ubican muchas aportaciones realizadas desde la literatura vocacional (Tracey, Robbins y Hofsess, 2005). A juicio de Schiefele (1999), vendría identificado por tres componentes: sentimientos de disfrute, activación e implicación; el valor asignado al objeto; y su carácter intrínseco.
El análisis del interés situacional se fija en aquellas características de las tareas, los contenidos o las condiciones ambientales que despiertan el interés en muchos alumnos. Para Schiefele (1999, p. 263), es “un estado emocional de concentración y disfrute que acompaña a una actividad y que está provocado por señales contextuales específicas”. Mitchell (1993) señala algunas de éstas: el trabajo en grupo, los problemas de lógica, los programas informáticos, la percepción de que los temas son útiles para la vida diaria, y la implicación personal.
Un tercer enfoque refleja la perspectiva relacional de los anteriores. Así, para Krapp (2002, 2005), el interés personal y el situacional, conjuntamente, hacen surgir en la persona unas experiencias y un estado psicológico al que solemos denominar interés, formulando así su “teoría del interés persona-objeto”. También para Renninger (2000) el interés debe concebirse como una relación continuada entre un sujeto y un ámbito de conocimiento.
Así entendido, son numerosos los condicionantes del interés, tanto personales como contextuales (Krapp, 2002. 2005; Renninger, 2000). Entre los personales, suelen resaltar el sentimiento de pertenencia, un cierto nivel de conocimiento previo, las emociones experimentadas mientras se actúa, el sentimiento de competencia intentando poner orden a una información nueva, y la relevancia de los temas. Por su parte, ciertos factores situacionales activan el interés: la posibilidad de participación; la discrepancia cognitiva entre los conocimientos y la nueva información; el nivel adecuado de dificultad de la tarea; la novedad de los estímulos presentados; la posibilidad de interacción social o la observación de modelos relevantes.
Las relaciones entre interés y resultados suelen estar mediadas por diferentes factores. Entre los motivacionales, se comprobó que los alumnos más interesados por un tema manifestaban mayor orientación al aprendizaje, superior competencia percibida, más intensa percepción de eficacia (Rottinghaus, Larson y Borgen, 2003) y una más positiva valoración de la tarea (Krapp, 2002). Entre los efectos emocionales, Flowerday, Schraw y Stevens, (2004) y Renninger (2000) aseguran que las actividades cognitivas asociadas al interés personal suelen ir acompañadas de sentimientos positivos, como los de excitación; una forma de operativizar estas vivencias es mediante la “calidad de la experiencia de aprendizaje” (Schiefele y Csikszentmihalyi, 1995). El interés personal también tiene positivas consecuencias cognitivas: cuando el alumno está interesado por un contenido, dirige su atención hacia determinados temas, utiliza estrategias de procesamiento profundo y supervisa mejor su comprensión (Sousa y Oakhill, 1996). El interés también tiene efectos conductuales, como la preferencia por determinadas tareas, la elección de ciertos temas o materias, el esfuerzo realizado y la persistencia selectiva (Krapp, 2002).
Otros trabajos evidencian una relación clara entre el interés y el aprendizaje a partir de textos o el rendimiento académico. La comprensión lectora resulta condicionada por el interés personal (Schiefele y Krapp, 1996) y también por el situacional (Flowerday et al., 2004). Respecto al rendimiento académico, correlaciona positivamente con el interés personal (Schiefele, Krapp y Winteler, 1992), siendo éste un buen predictor de los resultados escolares alcanzados por el alumno (Schallert, Reed y Turner, 2004), superando en su capacidad de predicción a factores como las aptitudes (Schiefele y Csikszentmihalyi, 1995).
Diferentes enfoques resaltan el papel que las metas y el futuro personal desempeñan en la motivación académica. En ellos, la meta se concebirse como “una representación cognitiva de lo que queremos que suceda o de lo que deseamos evitar en el futuro” (Schutz, 1994, p. 338). Desde diferentes perspectivas, numerosos autores (Dörnyei, 2000; Gollwitzer, 1996; Kuhl, 2000; Locke y Latham, 1990, 2002) proponen que en el proceso de formulación y consecución de metas pueden diferenciarse varios procesos.
La formulación de metas puede tener un origen interno o externo (Locke y Latham, 1990, 2002). Las externas demandan del alumno dos procesos: redefinición, la interpretación de la meta de acuerdo con las características personales, y algún grado de aceptación, que puede ir desde la sumisión a la internalización.
La planificación de la actuación se define como “el proceso de diseñar y coordinar acciones encaminadas a la consecución de una meta” (Austin y Vancouver, 1996, p. 350) o como “una estrategia mental que prepara para la acción” (Gollwitzer, 1996, p. 288). Kuhl (2000) la considera indispensable siempre que la meta no puede alcanzarse de forma inmediata.
Una vez elaborado el plan, es indispensable activar conductas tendentes a lograrlo. Pero, cuando el estudiante se empeña en conseguir la meta, con frecuencia aflora en él cierto grado de conflicto (Mischel y Ayduk, 2004): es frecuente que intente alcanzar a un tiempo varias metas que están en contradicción entre sí. Por eso, conviene organizar las metas y seleccionar aquellas que tienen un elevado grado de posibilidad y deseabilidad.
En muchos casos, la meta se consigue después de pasado un tiempo. Cuando esto sucede, resulta indispensable un elevado grado de tolerancia a emociones poco positivas (Kuhl, 2000). Este es el contexto en el que se estudia el control de la acción, relacionado con las siguientes actividades (Gollwitzer, 1996; Kuhl, 2000): reconocer la oportunidad óptima para iniciar la acción, asignar los recursos necesarios para alcanzar la meta, mantener la intención de luchar por lograrla y afrontar los distractores externos e internos que compiten con la tarea. Para ello son de gran ayuda las estrategias volicionales.
Durante el proceso de consecución de las metas y una vez alcanzadas éstas, se ponen en marcha procesos de autoevaluación de la actuación (Dörnyei, 2000; Gollwitzer, 1996). La evaluación final ofrece múltiples ventajas al alumno: le brinda la posibilidad de una visión de conjunto de las distintas etapas, ayuda a realizar atribuciones causales sobre el modo en que ha conseguido la meta y permite formular nuevos objetivos.
El feedback externo complementa a la autoevaluación (Locke y Latham, 1990). Su eficacia es mayor cuando el sujeto no ha logrado su meta, si ese limitado progreso le produce insatisfacción, si se poseen elevados niveles de autoeficacia y cuando las metas son difíciles.
Al igual que en otros modelos, Locke y Latham (2002) afirman que la relación entre las metas y el rendimiento está mediada por diferentes variables. Como mediadores cognitivos, se asegura que las metas dirigen la atención hacia actividades que contribuyen a alcanzarlas, favorecen la recuperación de conocimientos previos relevantes y facilitan la utilización de adecuadas estrategias de aprendizaje (García et al., 1998). Entre los mediadores conductuales destacan la elección de tareas que ayudan a alcanzar la meta (Gollwitzer, 1996), y el esfuerzo y la persistencia en actividades conducentes a su consecución (Gollwitzer, Fujita y Oettingen, 2004). Además, las metas se relacionan con otros constructos motivacionales como la autoeficacia, el valor de la tareas y la orientación general (García et al., 1998); por su parte, la volición se asocia con la atribución del resultado al esfuerzo y con la motivación intrínseca (Perry et al., 2001). Finalmente, uno de los mediadores afectivos es la satisfacción personal cuando se constatan avances y una vez concluida la actuación; en ocasiones también surgen afectos negativos al lograr la meta, produciéndose un cierto vacío personal que lleva a formular otras nuevas.
En cuanto a la relación directa entre metas y rendimiento, se constata que los alumnos que formulan o asumen difíciles y específicas obtienen los mejores resultados académicos; éstos también están asociados a las estrategias volicionales (Locke y Kristof, 1996; Perry et al., 2001).
Es éste uno de los modelos con mayor tradición en psicología, ya desde los estudios de W. James (Byrne, 1996). Un artículo que marcó decisivamente la investigación posterior es el de Shavelson, Hubner y Stanton (1976). En él se define el autoconcepto como las percepciones de un sujeto formadas a partir de su experiencia con el entorno y de las interpretaciones que hace de éste. El autoconcepto académico aparece aquí junto a otros no académicos.
Trabajos posteriores perfilan la naturaleza del autoconcepto académico, asignándole una doble estructura, multidimensional y jerárquica. Además del autoconcepto académico general, podemos diferenciar otros más específicos correspondientes a grandes áreas, como el matemático o el verbal (Marsh, Byrne y Shavelson, 1988).
Al abordar el contenido del autoconcepto coexisten diferentes perspectivas. Unos contraponen su componente cognitivo al afectivo: el primero se denomina autoconcepto, autopercepción, autoimagen o autocompetencia, y el segundo se conoce como autoestima o autovalor (Marsh, Craven y Debus, 1999). Otros se centran en los distintos “yoes posibles” (Anderman, Anderman y Griesinger, 1999; Cross y Markus, 1994): además del yo actual, existen otros como el yo que la persona espera llegar a ser o aquel en el que teme convertirse. Desde una tercera perspectiva, se recuerda que todas las ventajas asociadas a un elevado autoconcepto suponen que éste sea preciso, entendiendo la precisión como el acuerdo entre la autoevaluación y un criterio externo, como las notas (Eshel y Kurman, 1991).
Para conformar su autoconcepto, el alumno lleva a cabo una doble comparación. En primer lugar, interpreta sus resultados actuales a la luz de otros previos en esa materia, los compara con los obtenidos en otras, con sus metas y con el esfuerzo realizado (Marsh y Hau, 2004; Skaalvik y Skaalvik, 2002). Además, realiza una comparación social, a partir de diferentes marcos de referencia: la capacidad media de su colegio o aula; ciertos compañeros de su clase; o determinados estudiantes ajenos al colegio. Finalmente, tiene en cuenta los pensamientos y conductas de su padres y profesores, referidos al rendimiento del estudiante.
El elevado autoconcepto académico se asocia a diferentes variables. Entre las cognitivas, destaca la utilización de estrategias de aprendizaje, de supervisión y regulación (Rodríguez et al., 2004). Como consecuencias motivacionales, correlaciona con atribuciones del éxito a causas controlables, con la simulación de las etapas para alcanzar las metas deseadas, con la orientación a metas generales de aprendizaje (Anderman et al., 1999), con la valoración de las tareas para las que se siente competente. También se asocia a ciertas consecuencias conductuales positivas, como la elección de actividades, materias o seminarios referidos a aquellas áreas para las que el alumno se considera competente (Marsh y Yeung, 1997). Entre las variables emocionales, conviene recordar que la autoestima es el componente emocional del autoconcepto, comprobándose la existencia de una fuerte correlación entre ambos (Marsh et al., 1999): el alumno disfruta aprendiendo información sobre temas para los que se considera competente.
Respecto a las relaciones entre autoconcepto académico y rendimiento, distintos autores (Marsh, 1992; Valentine, DuBois y Cooper, 2004) revisaron un buen número de investigaciones con preadolescentes, adolescentes y jóvenes encontrando nexos directos entre autoconcepto verbal o matemático y rendimiento en las respectivas áreas. Estos mismos resultados se obtuvieron en investigaciones realizadas en nuestro país (Amezcua y Fernández, 2000; García y Musitu, 1993; González, Tourón e Iriarte, 1994) y en muchas de las citadas previamente A la luz de estos resultados y de lo dicho sobre la influencia del rendimiento sobre la autopercepción, parece claro que autoconcepto académico específico y rendimiento se interinfluyen, formando parte ambos de una red de relaciones recíprocas en la que el cambio de una variable produce modificaciones en la otra (Marsh et al., 2005).
Distintos modelos motivacionales giran en torno al concepto de expectativa personal. Uno de ellos es el de la autoeficacia. Bandura (1997, p. 3) la define como “aquellos pensamientos de una persona referidos a su capacidad para organizar y ejecutar los cursos de acción necesarios para conseguir determinados logros”. Este autor explica la motivación académica a partir de la autoeficacia de los alumnos y de sus profesores.
Schunk (1991, p. 209) define la autoeficacia del estudiante como “aquellos juicios de los alumnos relativos a sus capacidades para completar con éxito sus tareas escolares”, como la adquisición de conocimientos o el dominio de nuevos materiales.
De acuerdo con Bandura (1993, 1997) y con Usher y Pajares (2006), son cuatro las fuentes de las que se nutre la autoeficacia de los alumnos. La primera es la experiencia previa, las actuaciones anteriores del estudiante, que le informan de modo eficaz de lo que es capaz de hacer. En segundo lugar, señalan la experiencia vicaria, los logros obtenidos por modelos próximos, en especial cuando el alumno no tiene experiencia previa de actuaciones en ese campo. Otras fuentes de información son la persuasión verbal y el feedback, sobre todo cuando parten de personas creíbles y con conocimiento del tema. Tampoco deben olvidarse ciertos estados fisiológicos y afectivos, como la taquicardia antes de una exposición oral, interpretados por el alumno y por sus compañeros como indicadores de capacidad o destreza limitadas. Bandura (1993) señala otros dos condicionantes que favorecen esta autoeficacia: concebir la capacidad intelectual como mejorable y el entorno académico como controlable.
Bandura (1993, 1997) considera que la relación entre autoeficacia y rendimiento puede ser tanto directa como, sobre todo, mediada a través de diferentes variables. Cree el autor que los pensamientos sobre eficacia afectan a distintos procesos cognitivos: predicción de sucesos, visualización de escenarios de actuación, funcionamiento cognitivo superior y utilización de estrategias. Como mediadores motivacionales, se afirma que los alumnos eficaces adscriben los fracasos a causas controlables, asignan un mayor valor a las tareas escolares, formulan metas más difíciles y muestran una actitud más positiva hacia el futuro (Bong, 2001; Pérez y Garrido, 1993). En cuanto a los mediadores emocionales, una autoeficacia elevada puede preservar a adolescentes y jóvenes frente a la ansiedad que suelen despertar las situaciones nuevas (Chemers, Hu y García, 2001) y frente a la depresión (Bandura et al., 2003). Pero los mediadores más decisivos son, sin duda, los conductuales: la autoeficacia condiciona las elecciones realizadas por los jóvenes y la carrera que desean estudiar (Bandura et al., 2001) y el futuro laboral de los adultos.
La relación directa entre autoeficacia y rendimiento académico, aunque menor, también es significativa. Así lo comprobaron Multon, Brown y Lens (1991) en un meta-análisis de numerosas investigaciones que estudiaban esta relación. Con posterioridad, otros trabajos corroboran este hallazgo en secundaria y bachillerato (Pérez y Garrido, 1993; Pietsch, Walker y Chapman, 2003) y en universitarios (Finney y Schraw, 2003).
También condiciona los resultados del alumno la autoeficacia individual y la colectiva de sus profesores. La eficacia individual del profesor es definida por Gibson y Dembo (1984, p.569) como “los pensamientos de los profesores sobre su capacidad para enseñar a los alumnos”. Con posterioridad a este artículo, otros autores profundizan en el estudio de esta modalidad de eficacia percibida, siempre dentro del modelo de Bandura (Labone, 2004; Tschannen-Moran et al., 1998). De manera análoga, para Goddard y Goddard (2001, p. 809), la autoeficacia académica colectiva estaría conformada por “aquellas percepciones de los profesores de un centro relativas a las posibilidades de éste (como tal) para organizar y ejecutar las actuaciones necesarias a fin de causar efectos positivos en sus alumnos”. Las fuentes de ambas modalidades de eficacia docente son análogas a las enumeradas para los alumnos. En cuanto a sus consecuencias, afectan a los propios profesores (Friedman, 2003), preservándolos de problemas como el “queme” laboral, y también al rendimiento de sus alumnos, siendo un adecuado predictor de éste (Goddard, Hoy y Woolfolk, 2000).
Atribución causal de los resultados escolares
La teoría de la atribución causal es asimilable, en ciertos aspectos, a diferentes formas de expectativa (Weiner, 2005). Weiner (1986, p. 22) define las atribuciones como “construcciones generadas por el que percibe, sea actor u observador, para tratar de explicar la relación entre una acción y un resultado”.
Asegura Weiner (1986, 2001, 2005) que el alumno elabora explicaciones de sus resultados académicos, especialmente cuando éstos son inesperados, negativos, relativos a aspectos importantes y en situaciones nuevas. Para llevar a cabo estas inferencias atribucionales, el estudiante hace uso de numerosos antecedentes. Algunos son ambientales, como la información específica sobre las circunstancias que rodearon a la ejecución, el feedback del profesor o la comparación con su grupo; otros factores tienen un carácter más personal, como determinados principios y esquemas causales generales, ciertos sesgos en la atribución, los conocimientos previos y el estilo atribucional.
El elemento clave del modelo lo representan, por una parte, las causas aducidas por los alumnos como explicación de su éxito o fracaso y, por otra, las dimensiones en las que esas causas difieren entre sí. Como explicaciones del éxito y el fracaso, los alumnos nombran la capacidad, el esfuerzo, las estrategias de aprendizaje, las características de la materia, las del profesor y la suerte. En cuanto a las principales dimensiones causales, tres son los aspectos en los que difieren entre sí las causas: locus de causalidad, estabilidad y controlabilidad.
El tipo de razones aducidas como explicación de su éxito o fracaso por un alumno tiene importantes consecuencias. Así, a nivel cognitivo, las adscripciones causales influyen sobre las expectativas y metas de los estudiantes: una explicación del éxito interna y estable (como la capacidad) mantiene la expectativa de éxito en el futuro; en cambio, la adscripción de los logros a factores externos e inestables (como la suerte) suele llevar asociada una rebaja en las expectativas. De forma complementaria, las atribuciones del éxito a la capacidad y del fracaso al esfuerzo insuficiente se asocian a un enfoque de aprendizaje profundo y a la utilización de estrategias más adaptativas (Barca, Peralbo y Muñoz, 2003). Como consecuencias emocionales, Hareli y Weiner (2002) y Weiner (2005) diferencian entre emociones dirigidas al propio sujeto y las dirigidas a otros. Entre las que experimenta el alumno, destacan: el orgullo por el éxito debido al esfuerzo o a la capacidad; ante el fracaso, la vergüenza e indefensión cuando lo cree debido a su baja capacidad, y la culpabilidad cuando lo explica por su insuficiente esfuerzo. Pero también los que acompañan al alumno (compañeros, profesores y padres) experimentan emociones distintas dependiendo de la adscripción de los resultados: ante el éxito de un alumno, su compañero o su profesor pueden sentir orgullo (si lo explican por la capacidad) o admiración (si creen que se debe al esfuerzo); en cambio, ante el fracaso del estudiante, sentirán compasión (si les parece poco competente) o enfado (si consideran que no se ha esforzado lo suficiente). En el caso del profesor, estas diferentes explicaciones del fracaso y sus emociones asociadas dan lugar a conductas contrapuestas, como el ofrecimiento de ayuda al alumno poco capacitado o la reprimenda al vago. Investigaciones empíricas como las de Caprara, Pastorelli y Weiner (1994), Georgiou et al., (2002) o Reyna y Weiner (2001) y el meta-análisis realizado por Rudolph, Roesch, Greitemeyer y Weiner (2004) o la revisión de Weiner (2005) corroboran muchas de estas emociones y sus comportamientos asociados entre docentes. Asimismo, las atribuciones realizadas por los estudiantes pueden tener consecuencias conductuales (Weiner, 2005): los que explican sus dificultades por factores externos y no controlables (como las manías del profesor) piden menos ayuda aunque la necesiten, siempre que pueden evitan realizar esa tarea, se esfuerzan poco en su realización y persisten en ella el menor tiempo posible.
Algunos trabajos también han evidenciado una relación directa entre atribución y rendimiento académico en primaria (Greene, 1985) o en secundaria (Barca, Peralbo y Muñoz, 2003; Manassero y Vázquez, 1995, 2000; Vispoel y Austin, 1995). Asimismo, atribuciones inadecuadas explicarían, a juicio de Weiner (2001), el abandono del colegio; sus hipótesis parecen confirmarse en los datos obtenidos por Van Laar (2001).
El valor asignado a las tareas académicas
Una perspectiva complementaria a la de las expectativas es la del valor subjetivo que se le concede a la correcta realización de las actividades académicas, en la línea de las propuestas anteriores de Lewin (valencia) o Atkinson (expectativa de éxito, miedo al fracaso).
Una versión más reciente del modelo de expectativa-valor es la realizada por Wigfield y Eccles (2000; Eccles y Wigfield, 2002). En ella se especifican una serie de variables que influyen, de modo directo o mediado, sobre las elecciones realizadas por los alumnos y sobre los resultados obtenidos por ellos. Algunos de esos condicionantes son externos: el entorno sociocultural en el que viven, concretado en los estereotipos culturales o el estatus socioeconómico; y las expectativas y conductas de los socializadores (padres, profesores y compañeros). Otros factores tienen un componente más personal: las autopercepciones del alumno, las metas que se plantea, sus aptitudes y capacidades, las experiencias previas, la interpretación que hace de ellas y también la memoria afectiva de las mismas. Estas y otras variables influyen sobre la expectativa y el valor. La expectativa se concibe como el pensamiento del estudiante sobre su capacidad para realizar con éxito una determinada actividad, tanto de forma inmediata como en un futuro a largo plazo. Los autores citados la consideran un constructo muy próximo a los siguientes: expectativa de eficacia, de Bandura; atribución causal, de Weiner; la necesidad de competencia, de Deci y Ryan; y, finalmente, el autoconcepto. La variable más estudiada de su modelo es el valor subjetivo de la tarea, y suele definirse como el incentivo para implicarse en ella. Está configurado por cuatro componentes básicos: el valor de logro, la importancia que tiene para el alumno el éxito en esa tarea; el valor intrínseco, el disfrute experimentado cuando la realiza; el valor extrínseco, su utilidad para la consecución de metas u objetivos personales; y el coste, todos los aspectos negativos asociados a la realización de la tarea. Además, también influyen sobre el valor de ésta su dificultad, valorándose menos aquellas actividades en las que no se espera tener éxito, y su valor cultural para la sociedad que rodea al alumno. Muchas de las relaciones hipotéticas planteadas por Wigfield y Eccles han sido verificadas en diferentes trabajos empíricos (Battle y Wigfield, 2003; DeBacker y Nelson, 1999).
Los autores del modelo plantean un modelo de relaciones (directas y mediadas) entre el valor y los resultados. Como mediadores cognitivos, se comprueba que los alumnos que más valoran una tarea utilizan un mayor número de estrategias cognitivas (VanZile-Tamsen, 2001), metacognitivas y de autorregulación (Miller y Byrnes, 2001; Wolters y Rosenthal, 2000) y ponen en marcha más procesos que favorecen la concentración y el aprendizaje. También se constata que la elevada valoración de una tarea condiciona otros mediadores motivacionales, como las metas de futuro (Eccles, Vida y Barber, 2004), la motivación intrínseca (Husman et al., 2004), la orientación general a metas (Malka y Covington, 2005) o el autoconcepto (Anderman et al., 2001). Asimismo, los estudiantes que más valoran una tarea experimentan menos emociones negativas ante el fracaso y se recuperan mejor esforzándose más para superarlo (Turner y Schallert, 2001). Pero, sin duda, es en los mediadores conductuales donde se aprecian las mayores diferencias (Bong, 2001; Eccles et al., 2004; Wolters y Rosenthal, 2000): la expectativa y, sobre todo, el valor condicionan la elección de unas materias, actividades e incluso carreras frente a otras; el valor también determina el esfuerzo que el alumno está dispuesto a realizar en una tarea y la persistencia o perseverancia en ella.
Algunos trabajos empíricos han encontrado nexos directos entre el valor de la tarea y el rendimiento académico: Miller y Byrnes (2001) y Wolters y Rosenthal (2000) en secundaria; y Turner y Schallert (2001) con universitarios. Sin embargo, las relaciones más intensas entre el valor y los resultados académicos son las indirectas, siguiendo una doble vía: a través del influjo del valor sobre la expectativa, pues entre ambas variables existen elevadas correlaciones; y a través de los diferentes mediadores (cognitivos, motivacionales, emocionales y conductuales) de los que se ha hablado.
Bajo este epígrafe se incluyen numerosas investigaciones que tratan de establecer el papel que en la motivación del alumno juegan los profesores, los padres y los compañeros, y también las metas sociales que se plantea el estudiante, representando una especie de contenido transversal de los modelos desarrollados anteriormente.
La influencia del profesor se estudia desde dos ángulos, el del docente y el del alumno, y suele denominarse contexto instruccional. Desde el primer punto de vista, suelen analizarse, en primer lugar, las expectativas del profesor respecto a los alumnos (Rosenthal, 2002b). Están basadas en múltiples factores (Alvidrez y Weinstein, 1999): rendimiento previo del alumno, sus características demográficas (género, raza, estatus), sus rasgos de personalidad, sus características físicas, su nombre, el conocimiento de otros hermanos, y su comportamiento en los primeros días de clase. Estas expectativas condicionarían el rendimiento del alumno a través de las conductas diferenciadas que lleva a cabo el profesor. Otras investigaciones analizan las interacciones profesor-alumno, centrándose en el control y el manejo de la clase, las diferentes formas de agrupamiento de los alumnos y las distintas modalidades de feedback. Como complemento, están los estudios sobre las percepciones de los alumnos, sobre la forma en que éstos viven las relaciones con sus profesores (Wentzel, 2002).
Otra línea de investigación se interesa por el apoyo de los padres. Esta implicación puede ser de diferentes tipos (Fantuzzo, Tighe y Childs, 2000): centrada en la escuela, centrada en casa, y potenciando la comunicación entre casa y escuela. El grado de apoyo de los padres depende de variables como sus propias capacidades, las dificultades de sus hijos, el contexto familiar o las características de la clase y del profesor. Los efectos beneficiosos de la implicación parental sobre el ajuste escolar del alumno afectan a la realización de los deberes diarios, a la valoración de las tareas, al interés y a la motivación intrínseca hacia ellas, al rendimiento académico o al abandono de los estudios (González Pienda et al., 2002; Hong y Ho, 2005).
El tercer pilar de la motivación social académica es el de las interacciones con los compañeros. En este apartado se estudia la posición global del alumno en clase, sus amistades y los grupos de pares (Kinderman, McCollan y Gibson, 1996). En los diversos grupos a los que pertenece el alumno se dan dos procesos complementarios, elección y socialización. También aquí se diferencian varias modalidades de interacción: intercambio de información, modelado de conductas, presión de los pares y necesidad de aprobación social. Todas ellas tienen consecuencias para el alumno: condicionan su autoconcepto, su grado de satisfacción o de estrés en la escuela (Wentzel, McNamara y Caldwell, 2004), su implicación en la tareas escolares, su rendimiento académico y los cambios en él a lo largo del curso e incluso el abandono del colegio.
Los estudios sobre las metas sociales de los estudiantes aglutinan, de algún modo, las tres perspectivas anteriores. Para Cabanach et al. (1996, p. 49), las metas relacionadas con la valoración social “tienen que ver con la experiencia emocional que se deriva de las reacciones de personas significativas para el alumno (padres, profesores, iguales, etc.) ante su propia actuación”. Un concepto similar es el de las metas de refuerzo social, de Navas, González y Torregrosa (2002), deseando el alumno ser elogiado por padres y profesores y llamar la atención de los amigos. Wentzel (2002, p. 228) define las metas sociales como “aspectos de la personalidad relativamente permanentes que orientan a un individuo de cara a alcanzar resultados específicos en contextos sociales”. En otros trabajos, Dowson y McInerney (2004) y Wentzel (1999) tratan de establecer una taxonomía de estas metas, con dos categorías: relaciones personales auto-asertivas, como sentirse diferente y único, intentar alcanzar una buena posición en el aula, experimentar sensaciones de libertad o conseguir aprobación; la otra categoría incide más en la integración social, como establecer y mantener relaciones, asumir responsabilidades sociales, promover la justicia o la reciprocidad y ofrecer ayuda a otros. Estas metas sociales tienen importantes efectos para los alumnos (Spera y Wentzel, 2003), pues guardan estrechas relaciones con la orientación general a metas de logro, con el interés, la capacidad percibida, el esfuerzo o la conducta prosocial, y también con el aprendizaje y el rendimiento académico.
A lo largo de estas páginas ha quedado claro que no existe un único modelo motivacional, ni siquiera uno con una clara supremacía sobre los demás. Además, como apuntan Murphy y Alexander, 2000, p.5), “muchos investigadores sobre motivación utilizan términos similares para referirse a constructos distintos, y hablan del mismo constructo utilizando términos diferentes”. Entre algunos de los modelos enumerados existen evidentes semejanzas, como ocurre con la autoeficacia, el autoconcepto y la expectativa, o también con la motivación intrínseca, el interés y la orientación general a metas. Además, los autores de cada modelo echan mano de términos tomados de otras teorías al tratar de establecer los condicionantes y las consecuencias de los constructos propios.
Mayor consenso existe en reconocer la fuerte relación entre los factores personales y los sociales como determinantes de la motivación académica. Aunque ésta, en sus diferentes modalidades, es “de este alumno”, sobre ella ejercen un gran influjo los padres, los compañeros y, muy especialmente, los profesores.
Todo ello nos lleva a concluir que cualquier explicación de la motivación académica deberá incluir buena parte de los conceptos aquí presentados y de las relaciones entre ellos. En esta dirección se mueven buena parte de los modelos actuales, puesto que incorporan a los constructos propios otros ajenos muy relevantes y de gran poder explicativo. Las teorías y las intervenciones en el aula basadas de forma exclusiva en uno de estos conceptos resultarán insuficientes para comprender y tratar de modificar una realidad tan compleja como la motivación académica.
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