VOLUMEN: IX  NÚMERO: 22

 

PROCESOS DE VALORACIÓN Y EMOCIÓN: CARACTERÍSTICAS, DESARROLLO, CLÁSIFICACIÓN Y ESTADO ACTUAL.

 Miguel Ángel Pérez Nieto y Marta Mª Redondo Delgado

Universidad Camilo José Cela (Madrid)

 

 

Introducción

 

La emoción es entendida como un fenómeno complejo que viene determinado fundamentalmente por el desarrollo conjunto de una serie de cambios fisiológicos,  de conductas (no instrumentales en muchas ocasiones) y de experiencias subjetivas y evaluativas. Estas alteraciones son evocadas por situaciones, o eventos, internos o externos, que resultan significativos para la persona (Frijda, 1986). El estudio de la emoción ha venido delimitado por el énfasis que se ha dado a unos u otros de los sistemas que intervienen en la respuesta emocional, pero también está más asumido que la independencia entre los sistemas de respuesta es únicamente una forma de conceptualizar la  emoción  con el fin de conseguir una mayor operatividad en su estudio (Zajonc, Pietromonaco y Bargh, 1982).  No es de extrañar, por tanto, el fuerte impacto que nuevas propuestas están teniendo al partir de un marco teórico basado en los modelos dinámicos no lineales, y que apoyan la idea de que el proceso emocional se fundamenta en la interacción entre sistemas (ver Lewis,1996, 1997, 2000, 2001).

 

            La perspectiva cognitiva en el estudio de la emoción entiende que la activación de una respuesta emocional está vinculada básicamente a los de procesos de valoración. Las distintas teorías de la valoración se van a centrar en el hecho de cómo las emociones son evocadas y se diferencian en base a evaluaciones subjetivas de las personas o a valoraciones de relevancia personal de la situación, o del objeto, etc. (Scherer, 1999a). Según Frijda (1993a) los procesos de valoración se pueden considerar como la llave para la comprensión de las distintas emociones en diferentes individuos y en diferentes momentos. Las valoraciones señalan algunas de las condiciones que elicitan diferentes emociones en diferentes personas. La valoración va a influir también en los patrones de cambios corporales, derivados de los patrones de actividad del sistema nervioso autónomo y del sistema nervioso central (Ekman, Levenson y Friesen, 1983; LeDoux, 1994; Levenson, 1994), y a través de esos cambios fisiológicos influye también en las tendencias de acción y en la motivación (Frijda, 1986). Sin embargo, antes de profundizar en el concepto de valoración y en las ideas asumidas por las distintas aproximaciones y teorías de la valoración resulta importante recordar la diferencia entre  procesos cognitivos y contenidos cognitivos (Fernández-Abascal y Cano Vindel, 1995), y así distinguir entre el proceso de valoración y  la valoración como contenido o como el resultado del proceso de evaluación, aspecto al que Richard Lazarus se ha referido en continuas ocasiones (Lazarus, 1995; 1999).

 

1. Características de la valoración

 

Ante la pregunta de “¿qué son las teorías de la valoración?”, Roseman y Smith (2001) responden recientemente de una forma intencionadamente simplista señalando que, en esencia, estas teorías entienden que las emociones son elicitadas por las evaluaciones que se hacen de las distintas situaciones y eventos. Para estos autores, estas teorías surgen con la intención de dar explicación a algunos problemas y fenómenos particulares del proceso emocional que otras corrientes teóricas no eran capaces de explicar convincentemente. Las diversas cuestiones que las teorías de la valoración intentan explicar han permitido que se desarrollen distintos modelos de los cuales han derivado lo que Roseman y Smtih (2001) han identificado como siete asunciones básicas. Estas asunciones son comunes a las distintas teorías de la valoración, ya sea de un forma explícita o asumidas implícitamente, convirtiéndose así en sus características básicas y/o distintivas. Éstas son las siguientes:

-         Cada respuesta emocional es elicitada por un patrón distinto de valoración, de manera que incluso los mismas valoraciones pero combinadas de distinta manera participan en el desarrollo de distintas emociones (ver Arnold, 1960a; Frijda, 1986; Lazarus, 1991; Ortony, Clore y Collins, 1988; Roseman, 1984; Scherer, 1984a; Smith y Ellsworth, 1985).

-         A las diferencias en valoración se suman diferencias individuales y temporales a la hora de definir respuestas emocionales. Así, diferentes individuos pueden valorar la misma situación de diferente forma y sentirán, por tanto, distintas emociones. También, el mismo individuo puede valorar la misma situación de distinta forma en momentos diferentes, y también sentirá en cada momento distintas emociones (ver Roseman, 1984; Smith y Lazarus, 1990).

-         Todas las situaciones a las que se le asigna el mismo patrón de valoración evocan inevitablemente la misma emoción. De ello, se deriva también, que todas las situaciones que evocan la misma emoción tienen un patrón de valoración común (ver Smith y Lazarus, 1990).

-         Los procesos de valoración siempre preceden y elicitan a la emoción, de manera que las valoraciones arrancan el proceso emocional iniciando los cambios fisiológicos, expresivos y conductuales que definen el estado emocional (e.g. Lazarus, 1991; Roseman, 1984; Scherer, 1984a; Smith, 1989). El sistema perceptivo está diseñado para atender a los cambios estimulares (Ornstein, 1991) y la ocurrencia de un evento que provoque esos cambios estimulares será suficiente para desencadenar el proceso de valoración de forma automática y el consecuente cambio emocional. A la vez, como otros procesos cognitivos, la valoración también puede estar sujeta a un procesamiento controlado o voluntario (Clark y Isen, 1982), y así, como proceso controlado, la valoración puede utilizarse como método de elección a la hora de buscar el cambio y el control emocional (ver Vingerhoets y van Heck, 1990; Snyder y Higgins, 1988).

-         Los procesos de valoración facilitan que las emociones se conviertan en respuestas apropiadas para las situaciones en las que ocurren, es decir el sistema de valoración se convierte en un procesamiento de la información que va a predecir, y a elicitar, que respuestas emocionales específicas van a conseguir una mayor capacidad adaptativa ante determinada situación (Ellsworth y Smith, 1988a; Lazarus y Folkman, 1984; Roseman, 1984; Smith, 1991). Así, funcionalmente, el control potencial debe ser una parte fundamental de la valoración que compara las capacidades y recursos de afrontamiento de un individuo con las demandas de la situación, determinando la mejor opción de respuesta (Bandura, 1986; Lazarus y Smith, 1988; Roseman, Antoniou y Jose, 1996; Scherer, 1988).

-         Los procesos de valoración pueden explicar también la existencia de respuestas emocionales inadaptativas, que vendrían determinadas por valoraciones inadecuadas. Esta idea, que algunos autores no comparten (ver Parkinson, 1997), es, sin embargo, asumida en la mayor parte de las teorías. Así, en las primeras propuestas teóricas sobre la valoración, Magda Arnold (1960a) entendía que los procesos de valoración no tenían nada de deliberados y muchos de los autores que han venido detrás asumen que en la valoración se puede dar un procesamiento superior, consciente y complejo a la vez que también, en otras ocasiones, el proceso será de nivel inferior, menos complejo y no consciente (ver Lazarus, 1991; Leventhal y Scherer, 1987; Smith, Griner, Kirby y Scott, 1996; Smith y Kirby, 2000, 2001; van Reekum y Scherer, 1997). El conflicto o desajuste entre el procesamiento automático y el deliberado daría como resultado emociones que serían poco razonables o irracionales. También, como la valoración ha sido entendida como un proceso que incluye la percepción de los objetivos y el destino de los motivos (Roseman, 1979, 1984), la incapacidad para controlar esas bases motivacionales y perceptivas de los procesos de valoración ha servido, también, de explicación a la incapacidad para controlar las emociones.  Puesto que la psicopatología relacionada con las emociones reside a menudo en creencias y estilos cognitivos poco adaptativos (e.g. Beck, 1976; Ellis, 1962), las teorías de valoración se vuelven especialmente relevantes en la terapia cognitiva de estos problemas ayudando a identificar las causas de patrones de respuestas emocionales que son desadaptativos (Roseman y Kaiser, 2001; Smith, 1993).

-         Los cambios en la valoración van a traer consigo la posibilidad de inducir cambios que pueden ser clínicamente significativos, de manera que cuando en el curso de una intervención terapéutica se inducen cambios sobre la valoración que se hace de una situación, la respuesta emocional que se da ante esa situación también se verá alterada (e.g. Barlow, 1988). Lo mismo ocurre en el ámbito de la psicología evolutiva o del desarrollo, donde los cambios sobre la valoración de determinadas situaciones que tienen lugar en el desarrollo del niño intervienen en su desarrollo emocional futuro (e.g. Bertenthal y Campos, 1990).

 

Estos siete aspectos comentados son recogidos por Roseman y Smith (2001) como  características comunes a las distintas teorías sobre la valoración que se han desarrollado en las últimas décadas. El número de teorías, así como las diferencias y similitudes entre ellas, ha generado cierta complejidad, y hasta confusión, que sólo en los últimos años se está resolviendo con trabajos que recopilan y sistematizan las distintas aproximaciones teóricas que se han desarrollado (e.g. Scherer, Schorr y Johnstone, 2001).

 

2. Primeras aproximaciones teóricas

Se puede afirmar que en los años sesenta comenzó a desarrollarse el concepto de valoración y distintas teorías sobre el mismo. Desde los trabajos como los de Schachter y Singer (1962) hasta la actualidad, el concepto de valoración ha ido cobrando protagonismo en la mayoría de las teorías de la emoción (Frijda, 1993b), tanto es así, que Scherer (1999) considera actualmente a las teorías de la valoración como la culminación de largos años de estudio sobre la importancia de la evaluación como proceso central de la reacción emocional. Implícitamente, el concepto de valoración se puede apreciar incluso en las referencias a la emoción de algunos filósofos históricos como Aristóteles, Spinoza o Descartes (Lyons, 1999). También, uno de los padres de la psicología y de la investigación de la respuesta emocional, William James, sugiere que la diferenciación de las emociones se hace en base al feedback del sistema periférico (James, 1894), lo que también hace reconocer implícitamente la relevancia de la valoración (Ellsworth, 1994; Scherer, 1996). De hecho, Lazarus (1999) afirma que James, en sus comentarios sobre la causalidad de la emoción y la conducta, utiliza erróneamente el término “percepción” de la situación en vez del de “valoración” de la situación, error, por otra parte, que el propio Lazarus reconoce haber cometido en sus primeros trabajos (p.ej.Lazarus y Baker, 1956). No sólo James hizo referencia a la idea de la valoración, otro autor contemporáneo de él, Robertson (1887), ya incluyó también la idea de un pensamiento evaluativo sobre la situación a la hora de explicar las diferencias individuales que se daban en las respuestas emocionales.

 

            A pesar de esas primeras ideas, los primeros estudios que dieron relevancia específicamente al proceso de valoración, históricamente hablando, fueron los realizados por Magda Arnold, quién alcanzó cierta popularidad inicialmente con su “teoría excitatoria de la emoción” (Arnold, 1945, 1950), una teoría fundamentalmente centrada en variables de tipo psicofisiológico.  Sin embargo, una década después de esa primera teoría cambio su dirección y se centró explícitamente en las variables cognitivas que intervienen en el proceso emocional. Así, Magda Arnold desarrolló una primera teoría de la valoración para la emoción, que tenía fundamentalmente un carácter automático, y en la que utilizó expecíficamente el término de “valoración”, dándole un valor fundamental en la explicación del proceso emocional (Arnold, 1960a, 1960b, 1968, 1970). Hay que señalar, sin embargo, una pionera utilización del concepto de valoración para la emoción por parte de los psiquiatras Grnker y Spiegel (1945), a pesar de lo cuál, Arnold es objeto de reconocimiento en la actualidad, a la vez que es considerada como la “madre de las modernas teoría de la valoración” (Roseman y Smith, 2001, p. 22).En su teoría, Magda Arnold, entendía que la valoración de los estímulos servía de complemento a la percepción de los mismos, a la vez que desencadenaba una tendencia de acción, de manera que cuando esta tendencia de acción era suficientemente intensa se producía el fenómeno emocional. Así pues, las valoraciones positivas o negativas de los estímulos percibidos, que también podían ser imaginaciones o pensamientos, derivarían en respuestas emocionales. Su teoría desarrolla también el concepto de sentimiento como resultado de considerar beneficiosa o perjudicial la valoración llevada a cabo.

 

            El trabajo monográfico de Arnold sobre personalidad y emoción permitió el desarrollo, por parte de Richard Lazarus (Lazarus,1966, 1969, 1977, 1982, 1984; Lazarus, Averill y Opton, 1970; Lazarus, Kanner y Folkman, 1980; Lazarus y Folkman, 1984) de una teoría sobre la valoración cognitiva, el estrés  y la emoción, que se ha convertido en la más extendida entre la comunidad científica y que ha dado lugar desde entonces hasta nuestros días a un amplio número de investigaciones y al desarrollo de nuevos marcos teóricos que se apoyan o surgen desde algunos de los conceptos propuestos en ella. La primera ocasión en que Lazarus se refirió al concepto de valoración fue en el año 1964 (Lazarus, 1964; Speisman, Lazarus, Mordkoff y Davison, 1964), y a partir de ahí, la valoración se convirtió en pieza clave de su teoría sobre el estrés psicológico. En sus ensayos iniciales, Lazarus y sus colaboradores (Lazarus, Averill y Opton, 1970) identificaban dos cuestiones como las fundamentales para el futuro de la investigación sobre los determinantes cognitivos de la emoción. La primera de las cuestiones se refería a la “naturaleza de las cogniciones” que permitiría explicar las diferencias en las reacciones emocionales; y la segunda de las cuestiones tenía que ver con la determinación de las condiciones que antecedían a esas cogniciones. Las cinco décadas de investigación que Lazarus ha aportado al estudio de la emoción, incluido su último capítulo (Lazarus, 2001), dan respuesta, en cierto modo, a estas cuestiones apoyando su explicación en el concepto de valoración. En la teoría de Lazarus sobre el estrés, la valoración cognitiva es un proceso de evaluación en el que se determinan las razones por las que una relación concreta entre el individuo y el ambiente resulta estresante (Cano Vindel, 1995).

 

            El desarrollo de las propuestas teóricas de Lazarus sobre la valoración ha tenido una consistente continuidad y, desde hace unos años, Lazarus (1999) indica que en el proceso de valoración existen dos actos: una valoración primaria y una valoración secundaria que están interrelacionadas y que funcionan de forma dependiente pero que conviene comentarlos por separado. El acto primario de valoración se refiere a la relevancia que posee lo que está sucediendo en relación a los objetivos, las metas, los valores, los compromisos o las creencias que esa persona tiene. Así, el principio fundamental de esta primera valoración tiene que ver con lo comprometidos que se vean nuestros objetivos o nuestras metas, y con la importancia adaptativa que por lo tanto tenga para nosotros determinado suceso o evento. Si la situación o el evento no afecta al propio bienestar o los objetivos o metas, no se producirá una reacción de estrés ni emocional. Esta idea sobre la evaluación de la relevancia que a nivel motivacional, y en relación a los objetivos y metas del individuo, tiene una situación y los efectos que el resultado de esa evaluación tiene sobre la respuesta emocional aparece ya en los tempranos trabajos de Lazarus anteriores a la aparición de su teoría sobre el estrés que publicó en 1966 (ver Lazarus y Baker, 1956; Lazarus, Deese y Osler, 1952).

 

             El acto secundario de valoración es un proceso de evaluación que se centra en lo que la persona puede hacer ante esa situación relevante para mantener o conseguir el bienestar y una buena adaptación. Esta valoración secundaria es una evaluación de los recursos de afrontamiento de los que la persona dispone para manejar esa situación relevante para el propio bienestar. Ahora bien, es preciso señalar algunas de las indicaciones que hace Lazarus (1999) sobre estos conceptos, como que el hecho de que se califique a estos dos tipos de valoración como primaria o secundaria no debe de significar que una sea más importante que la otra, ni tampoco debe de significar que una valoración tenga lugar, temporalmente, antes que la otra. Las diferencias que existen entre estos dos tipos de valoración sólo tienen que ver con el contenido de dichos procesos, y esas diferencias entre contenidos justifican que sean tratadas separadamente a la hora de describirlas. La valoración primaria y la valoración secundaria son partes de un proceso común en el que ambas se combinan activamente y en el que son dependientes, y este hecho ha de tenerse en cuenta tanto en la investigación como en la práctica psicológica.

 

            Lazarus (1999) identifica además los componentes de estos tipos de valoración, y así, entiende que en la valoración primaria se componen de tres evaluaciones, una de la relevancia del objetivo, otra de la congruencia o incongruencia del objetivo, y otra que tiene que ver con la implicación que el evento tiene para el ego, como por ejemplo (Lazarus, 1991), la estima social, los valores morales, creencias, etc.. La valoración secundaria que interviene en la respuesta emocional pasaría a la vez por evaluar tres aspectos básicos, la responsabilidad en relación al resultado de la situación, el potencial de afrontamiento que tenemos ante el evento, y las expectativas futuras al respecto.

 

            Las propuestas de Lazarus, en sus aspectos más básicos, así como las propuestas de Arnold reflejan una aproximación clásica al estudio del proceso de valoración en la que se asume que la persona dispone de una serie de criterios o de unas dimensiones fijas de evaluación a la hora de dar significado a los eventos. Según Scherer (1999a) estos criterios se pueden clasificar en cuatro tipos: 1) características intrínsecas de los eventos, como por ejemplo el grado de novedad; 2) el significado del evento para las necesidades o metas del individuo; 3) la habilidad del individuo para poder afrontar o manejar las consecuencias del evento, y que incluye evaluar la responsabilidad en la situación; y 4) la compatibilidad del evento con las normas sociales y los valores.

 

            Así, en los años posteriores a las propuestas de Arnold y Lazarus, se han desarrollado teorías sobre la valoración basándose también en una serie de criterios y dimensiones de evaluación por autores como Frijda (1986), Roseman (1984, 1991; Roseman, Antoniou y Jose, 1996), Scherer (1984a,b, 1986a, 1988) o Smith y Ellsworth (1985,1987). Son precisamente estos autores, además de otros, los que extendieron las ideas sobre valoración propuestas inicialmente por Arnold y Lazarus y los que han dado a los procesos de valoración durante las últimas dos décadas una relevancia y una presencia en la literatura científica tal, que, en la relación entre cognición y emoción, son estas teorías de la valoración las que de mayor protagonismo gozan. Nico Frijda, Klaus Scherer, Phoebe Ellsworth, Ira Roseman, Craig Smith, además de otros como Andrew Ortony, Gerald Clore y Allen Collins, han desarrollado relevantes y precisas aproximaciones teóricas al estudio de la emoción basándose en el concepto de valoración;  a la vez que otros autores con actitud más crítica, como Rainer Reisenzein, Brian Parkinson o Antony Manstead, también han contribuido con sus sugerencias al perfeccionamiento de esas teorías.

 

3. Clasificación de los modelos de valoración

La alta proliferación de trabajos sobre los procesos de valoración en las dos últimas décadas ha tenido, entre otras muchas consecuencias, la de que se dé la existencia de diversas y diferentes aproximaciones teóricas, tanto derivadas de distintos autores o grupos de investigación como del desarrollo cronológico de un mismo autor o grupo de investigación que a la luz de críticas y nuevos resultados han ido variando sus propuestas iniciales. En muchos de los casos, las distintas aproximaciones teóricas se diferencian sólo por pequeños matices. En definitiva, el continuo desarrollo del campo hace que sea muy difícil enumerar una serie limitada y definida de teorías, por lo que resulta más interesante agrupar los distintos trabajos realizados en torno a la valoración y la emoción de acuerdo a algunos criterios más generales. Roseman y Smith (2001) utilizan unos criterios claros a la hora de identificar las distintas variedades de teorías de la valoración, distinguiendo cuatro tipos de grupos que son los siguientes:

a) Modelos estructurales versus modelos orientados al proceso. Una primera distinción muy adecuada a la hora de seguir las diversas teorías de la valoración es la de agruparlas de acuerdo a si éstas están más orientadas a explicar la estructura del proceso de valoración o si están más orientadas a explicar el desarrollo del propio proceso de valoración y desde la percepción del estímulo hasta el desencadenamiento de la respuesta emocional. En este sentido, los modelos que más datos han avanzado, y probablemente también los más consolidados, han sido modelos que han dado prioridad a la estructura y a los contenidos de los procesos de valoración (e.g. Frijda, 1986; Roseman, 1984, 1996; Scherer, 1984a; Smith y Ellsworth, 1985; Smith y Lazarus, 1990).

Otro grupo de teorías y trabajos han puesto más hincapié en el estudio del proceso y en los principios cognitivos y operacionales que subyacen al mismo (e.g. Forgas, 1992a,b, 1993; Lazarus, 1991; Robinson, 1998; Smith et al., 1996; Smith y Kirby, 2000). En este sentido, es conveniente recordar los trabajos llevados a cabo por Forgas a principios de los años noventa (Forgas, 1992a,b, 1993) en los que propone que los resultados de la valoración emocional o afectiva dependerán de la estrategia de procesamiento que haya sido utilizada. Forgas distingue entre cuatro estilos básicos de procesamiento, especificando también las condiciones que favorecen el uso de uno o de otro de esos cuatro estilos de procesamiento. Las cuatro estrategias básicas de procesamiento son: 1) una estrategia de “acceso directo” que simplemente recupera valoraciones y reacciones ya existentes; 2) una estrategia de procesamiento “motivado” diseñada para lograr metas específicas de forma autorregulada; 3) una estrategia de procesamiento de tipo “heurístico”, por la que el individuo busca finalizar el procesamiento intentando llegar a una valoración definitiva con el menor esfuerzo posible; y 4) una estrategia de procesamiento “sustancial”, que consiste en un continuo procesamiento e interpretación de la información que le es enviada al sujeto. Además de los trabajos de Forgas, otros estudios, como los desarrollados posteriormente por Smith y sus colegas han centrado su atención, desde una perspectiva más directamente cronológica, en intentar diferenciar entre procesos de valoración conscientes y procesos potencialmente inconscientes, o entre procesos de valoración voluntarios y controlados o automáticos.

            Por último, en relación a esta primera diferenciación entre teorías más estructurales y otras más procesuales, es necesario señalar  el aumento del protagonismo que en los últimos años han tenido las teorías orientadas a explicar el proceso temporal de valoración. En sentido, es importante destacar los últimos trabajos de Scherer (2000, 2001), que más adelante se comentarán, y que permiten adaptar las propuestas de los modelos estructurales a modelos más orientados al proceso, en el marco de los modelos dinámicos no lineales de la emoción.

            b) Proceso de valoración fijo versus flexible. Otra opción clasificatoria es aquella que separa las teorías que entienden que existe una estructura y orden fijo entre las distintas dimensiones de la valoración y las que entienden que ese orden es flexible. Esta distinción arranca fundamentalmente de los modelos estructurales que son los que identifican las dimensiones y componentes del proceso de valoración. Así, Scherer (1984a) mantiene que algunos constructos de valoración son más complejos y por tanto requieren información que proviene de valoraciones más simples, por ejemplo, evaluaciones sobre la novedad de la situación, o el placer o displacer de la misma, pueden convertirse en necesarias para evaluaciones posteriores sobre la facilitación de metas u objetivos. De esta forma, la secuencia que seguirían las dimensiones del proceso de valoración sería una secuencia fija. Actualmente, Scherer (2001) mantiene la existencia de la secuencia de valoración y que ésta puede ser repetida de forma continua y rápida. Sin embargo, por otra parte, otros autores como Lazarus y Smith (1988; Lazarus, 1991; Smith y Lazarus, 1990) son reacios a esa postura y, aunque entienden que los resultados de una valoración puede afectar a otra, eso no significa que dependan unos de otros ni que haya una secuencia estricta. Estos autores defienden que la secuencia es flexible y ocurre de forma continua. En una posición intermedia, y muy lógica, Ellsworth (1991) entiende que determinadas dimensiones del procesos de valoración, como por ejemplo la novedad o el placer intrínseco, se darán preferiblemente primero al ser más cercanas y estar vinculadas a los procesos de atención.

c) Valoraciones y emociones discretas versus continuas. Una tercera posibilidad es atender a la naturaleza categorial o continua que cada modelo da al proceso de valoración, y que fundamentalmente deriva de la asunción de las emociones como estados discretos o como fruto del espacio dimensional afectivo en el que se encuentren. Así, son diversos los modelos de valoración para los que la aparición de determinadas emociones que son discretas depende de la combinación de las distintas categorías de valoración (e.g. de Rivera, 1977; Frijda, 1986; Ortony et al., 1988; Smith y Lazarus, 1990 y Weiner, 1985). De este modo, la elicitación de una respuesta emocional dependerá de las evaluaciones en torno a categorías de valoración, como por ejemplo, cierto vs. incierto, responsabilidad interna vs. responsabilidad externa, alto vs. bajo potencial de afrontamiento, o relevancia vs. irrelevancia motivacional. En ocasiones, las categorías de valoración tienen un carácter continuo y dimensional, como por ejemplo, en el modelo de Roseman (1996), la evaluación sobre la consistencia motivacional pero que, sin embargo, a partir de un punto del continuo, diferenciará entre emoción positiva (consistencia motivacional) y emoción negativa (inconsistencia motivacional). La distinción de categorías a partir de un continuo se ha visto también en trabajos sobre tendencias de acción o percepción de discursos (Eimas, Miller y Jusczyk, 1987).

            Ahora bien, frente a estos modelos más categoriales de valoración y emoción, existen otras propuestas, como el modelo de Scherer (1984a), donde las variables de valoración son entendidas como dimensiones cuyos resultados de valoración pueden, a la vez, de forma continua. Así, esas dimensiones definen un espacio multidimensional para la experiencia emocional, de manera que cada punto de ese espacio representa una experiencia emocional distinta que se corresponde con un patrón particular de valoraciones. Así, Scherer (1988) puede realizar algunas distinciones interesantes, como por ejemplo, la diferenciación entre “ira fría” o “rabia o ira caliente” en torno al continuo de la dimensión de valoración de novedad, siendo más baja la novedad en la “ira fría” que en la rabia o “ira caliente”. Es necesario señalar, sin embargo, que el propio Scherer (1988) reconoce que no todas las dimensiones de valoración son verdaderos continuos dimensionales, y que algunas de estas dimensiones, como por ejemplo el agente causal, tienen un carácter más categorial.

            d) Aproximaciones molares versus moleculares. Una última posibilidad es la diferenciar propuestas que tienen un carácter más molecular o específico de aquellas otras con un carácter mas molar o general. La distinción fue introducida por Smith y Lazarus (1990), cuando describieron un nivel de análisis de la valoración de tipo molecular correspondiente a las dimensiones o componentes de valoración propuestos por todos los demás autores del campo, y un nivel de análisis molar  que recogería el significado general que la configuración de los distintos componentes moleculares de la valoración da a cada situación y es característico de cada emoción. Este significado general, fruto de un análisis molar de la valoración, ha sido reconocido por Lazarus (1991) y Smith y Lazarus (1993) y definido por el término “núcleo temático relacionado”, alcanzando en la actualidad (Lazarus, 2001) un importante desarrollo teórico. También Fernández-Abascal y Palmero (1999) realizan una propuesta sobre el proceso de valoración que partiendo del modelo criterial de Scherer (1984a) llega a un análisis molar que permite relacionar determinados temas con emociones específicas. Otras propuestas en las que en su base se puede apreciar la vinculación de determinadas emociones con temas concretos son las de Oatley y Johnson-Laird (1987) y Stein y Levine (1987).

 

            La criterios de clasificación de los distintos modelos de valoración propuestos por Roseman y Smith (2001) son aclaradores y responden bien a las necesidades de organización que requiere el campo, pero sin embargo, existen también otros criterios a la hora de clasificar o agrupar la variedad de propuestas hechas en torno a los procesos de valoración que intervienen en la experiencia emocional. Scherer (1999) distingue cuatro grandes tipos de aproximaciones teóricas caracterizadas por la naturaleza y el tipo de las dimensiones de valoración que postulan. Así, la aproximación más clásica, que parte de los tempranos trabajos de Magda Arnold y de Lazarus, entiende que existen una serie de criterios o dimensiones fijas a la hora de evaluar el significado de los sucesos que se presentan al sujeto. Esos criterios pueden ser, fundamentalmente, de cuatro clases: primero, los que evalúan características intrínsecas del evento, como por ejemplo lo novedoso o agradable del mismo; segundo, los que evalúan el significado que el evento tiene para las metas y necesidades del individuo; tercero, los que evalúan la capacidad que el sujeto tiene para actuar sobre el evento o sus consecuencias (incluyendo la evaluación sobre el agente causal); y cuarto, los que evalúan la compatibilidad del evento con las normas y valores sociales y personales. En esta aproximación teórica a los procesos de valoración se encuentran los trabajos de autores ya clásicos en el campo como Frijda (1986), Roseman (1984, 1991, Roseman, Antoniou y Jose, 1996), Scherer (1984a,b, 1986a, 1988) o Smith y Ellsworth (1985).

             Otra de las aproximaciones teóricas que recoge Scherer (1999) es la de aquellas teorías que atienden exclusivamente al tipo de atribución causal que está involucrada las valoraciones que anteceden a la respuesta emocional. En esta línea, Weiner (1982, 1986, 1992), el autor más relevante de esta perspectiva, enfatiza la naturaleza motivacional del proceso atribucional y muestra como, únicamente a través de la atribución, se pueden diferenciar la mayor parte de las respuestas emocionales. Así, podrían diferenciarse la ira, la culpa y el orgullo sólo en función de la atribución interna o externa de responsabilidad. Es importante señalar que, aunque Weiner es el autor más relevante de esta perspectiva, Abelson (1983) fue pionero en el estudio de la relevancia de la atribución sobre el agente causal y la intencionalidad en la respuesta emocional. Actualmente, sin embargo, hay estudios, como el de León y Fernández (1998), que, comparando atribución y valoración, muestran la mayor capacidad para predecir emociones que tiene el concepto de valoración sobre el de atribución.

            El tercer tipo de teorías que identifica Scherer tiene que ver con aquellas teorías que se interesan especialmente por el análisis del significado semántico de las valoraciones, derivándose de ese significado, en términos semánticos, un estado emocional definido, también, por un palabra o término semántico específico. En esta línea han trabajado autores que provienen de la filosofía y la psicología más cognitiva (e.g. De Rivera, 1977; Orotny et al., 1988; Solomon, 1976).

            El cuarto y último tipo de aproximación teórica que recoge Scherer se refiere a aquellos modelos que identifican un significado general y llevan a cabo un análisis molar de la valoración (e.g. Lazarus, 1991; Smith y Lazarus, 1993), coincidiendo, por tanto, con una de las distinciones realizadas por Roseman y Smith (2001) y ya comentada, por lo que no nos vamos a referir a ella. 

 

            Es preciso señalar, ante la amplia diversidad de aproximaciones teóricas al estudio de la valoración y la emoción, que en el desarrollo que todos estos modelos están siguiendo se aprecia una clara convergencia en la mayoría de ellos con respecto a la naturaleza de las dimensiones de valoración.

 

4. Criterios y dimensiones de valoración

A pesar de esa diversidad en el estudio de la valoración, a veces fruto de tradiciones históricas también distintas, existe una convergencia con respecto a los criterios y dimensiones de la valoración como se puede apreciar en algunos trabajos (Karasawa, 1995; Lazarus y Smith, 1988; Manstead y Tetlock, 1989; Reinsenzein y Hofmann, 1990, 1993; Roseman y Smith, 2001; Roseman, Spindel y Jose, 1990; Scherer, 1988). Parece existir un amplio acuerdo en cuanto a la naturaleza de las dimensiones de la valoración (Karasawa, 1995; Reisenzein y Hofmann, 1990) y en este sentido se da una convergencia de los principios generales de las distintas teorías. Sin embargo, sí encontramos una amplia variedad en lo referente al número y definiciones de las dimensiones del proceso de valoración. Para favorecer un adecuado estudio del número y tipo de criterios de valoración, Scherer (1997) sugiere distinguir entre tres tipos de aproximaciones: 1) una primera,  más reduccionista o minimalista en la que se aboga por un pequeño número de dimensiones basadas en variables motivacionales y en temas prototípicos desde donde surgirían las distintas respuestas emocionales (p.ej. Lazarus, 1991; Stein y Trabasso, 1992); 2) otra aproximación más ecléctica que incluye un gran número dimensiones que son necesarias para  diferenciar con más precisión entre distintos tipos de respuestas emocionales (p.ej. Frijda, 1986, 1987); 3) la última aproximación podría denominarse “principalista” al considerar la existencia de una restringido número de dimensiones abstractas que son necesarias y suficientes para identificar y predecir categorías emocionales (p.ej. Roseman, 1991; Scherer, 1984a, 1986a, 1993b; Smith y Ellsworth, 1985).

 

Para Frijda y Mesquita (1998) existe un más que aceptable acuerdo en la literatura sobre la valoración en cuanto al número y a la identificación de las dimensiones que resultan relevantes en la diferenciación de emociones en términos de categorías verbales y de predisposiciones de acción. Así, recogiendo las dimensiones que más frecuentemente son mencionadas en las distintos trabajos y teorías, Frijda y Mesquita (1998, p. 280) identifican las siguientes: Valencia positiva / valencia negativa; Novedad / familiaridad; Consistencia con metas / inconsistencia; Controlabilidad / dificultad; Predicibilidad / Impredecibilidad; Certeza sobre la consecuencias / Incertidumbre; Agente causal: propio / agente causal: otros / circustancias; Justo / injusto; Modificable / definitivo; Implicación en el bienestar de otras personas.

 

            Tal vez, aparte del número de criterios necesarios, la investigación puede encontrar mayores y mejores resultados si se atiende a algunas de las características de esos criterios o dimensiones de la valoración y a la relevancia o el peso que ejercen en el desarrollo de determinadas respuestas emocionales. Así, un criterio reconocido como altamente relevante por Smith y Ellsworth (1985, 1987), Folkman y Lazarus (1988), Mauro, Sato y Tucker (1992), Roseman, Spidel y Jose (1990) y por Scherer (1997) es el del agente causal, que presenta un fuerte valor predictivo para diferenciar respuestas emocionales. Abelson (1983), en un pionero trabajo centrado en este criterio,  muestra la relevancia del agente causal y de la intencionalidad en la respuesta emocional. De hecho, es preciso señalar que en torno a este criterio se ha desarrollado toda una corriente teórica que identifica la relevancia que la atribución tiene en la diferenciación de emociones (Weiner, 1982, 1986, 1992).

 

            En un reciente repaso al estado actual de las teorías de la valoración, Smith y Kirby (2000) encuentran suficientes estudios para avalar el hecho de que valoraciones específicas van a elicitar distintos rangos de emociones, afirmación que se puede avalar  gracias a un amplio cuerpo de investigación diseñado desde las distintas teorías. Muchos de los diseños de estos estudios han  consistido en preguntar directamente a los sujetos por las valoraciones y sus respuestas emocionales en un amplio número de contextos, lo que incluye el recuerdo de esas experiencias emocionales (p. ej. Ellsworth y Smith, 1988a,b; Fitness y Fletcher, 1993; Folkman y Lazarus, 1988; Frijda, Kuipers y ter Schure, 1989; Gehm y Scherer, 1988; Mauro et al. 1992; Roseman et al., 1996; Scherer, 1997; Smith y Ellsworth, 1985; Smith, Haynes, Lazarus y Pope, 1993; Tesser, 1990); o también, inclusive preguntándoles a los sujetos sobre el curso o desarrollo de esas experiencias emocionales significativas (p.ej. Kirby y Smith, 1998; Smith y Kirby, 1998).

 

            Otros estudios sometían a los sujetos a experiencias concretas, como exámenes (p.ej. Folkman y Lazarus, 1985; Scherer y Ceschi, 1997; Smith y Ellsworth, 1987); o los colocaban ante distintos viñetas o escenarios que se podían manipular en función de dimensiones de valoración relevantes (p.ej. Borg, Staufenbiel y Scherer, 1988; McGraw, 1987; Roseman, 1984; Russell y McAuley, 1986; Smith et al., 1993; Smith y Lazarus, 1993; Stipek, Weiner y Li, 1989; Weiner, Amirkhan, Folkes, Verette, 1987; Weiner, Graham y Chandler, 1982). Los trabajos derivados de la aproximación teórica que se fundamenta en los significados semánticos han utilizado una técnica en la que se pregunta directamente sobre el término con el que se refiere un sujeto a su emoción, pidiéndole que lo describa e identificando las implicaciones que sobre la valoración tiene esa descripción (p.ej. Conway y Bekerian, 1987; Frijda, 1987; Ortony et al., 1988; Parkinson y Lea, 1991)

 

            Para Smith y Kirsby (2000) en la mayor parte de estos estudios se encuentra no sólo que la experiencia de distintas emociones está asociada sistemáticamente a diferentes valoraciones, sino también que esas relaciones entre valoraciones y emociones encajan perfectamente en los modelos desde los que se investigan. Este hecho hace que los resultados de estos trabajos puedan soportar el modelo teórico desde el que surgen en la mayor parte de las ocasiones. Hay que reconocer, sin embargo, la existencia de ciertas críticas hechas por Parkinson (Parkinson, 1996, 1997, 1999; Parkinson y Manstead, 1992, 1993) en relación a algunas cuestiones metodológicas de estos  trabajos, especialmente a aquellos que utilizaban el autoinforme para evaluar los antecedentes de la emoción. Algunas de estas críticas han sido refutadas por Lazarus recientemente (Lazarus, 1999). A pesar de todo ello, Smith y Krisby (2000) opinan que se pueden considerar suficientemente válidas estas teorías y consideran también que estos modelos de valoración coinciden además en determinados criterios, como por ejemplo, que todos evalúen el grado en que el evento y las circunstancias favorecen la consecución de las metas o deseos personales, lo que resulta básico por ejemplo para diferenciar emociones positivas de emociones negativos. Las distintas teorías coinciden también en la importancia de evaluar la causalidad o la responsabilidad que existe pare el evento que está provocando la reacción emocional Estas dos claras coincidencias de los distintos modelos avalan la importancia que estas dos dimensiones de valoración tienen.

 

           

5. Estado actual de los modelos de valoración

Cuando en 1993 la revista Cognition and Emotion dedicó un número monográfico  a los procesos de valoración y a su capacidad para convertirse en determinantes de la respuesta emocional, el editor invitado para ese número, Nico Frijda, concluía el monográfico planteando fundamentalmente dos cuestiones de cara a la futura investigación, una primera sobre la identificación de los puntos elementales de un estímulo que eran objeto del proceso de valoración, y una segunda, que llamaba la atención sobre el desarrollo temporal que sigue la experiencia emocional (Frijda, 1993b). La primera cuestión hace referencia fundamentalmente a la estructura del proceso de valoración, es decir, a qué es lo que se evalúa cuando se evalúa un estímulo y, por tanto, a cuales son los criterios o las dimensiones de valoración básicas, fruto de las cuales se determina una y otra respuesta emocional. Con la segunda cuestión Frijda llama la atención sobre la relevancia que tiene la identificación del cómo se produce el proceso de valoración. 

 

            Cerca de una década después del monográfico editado por Frijda y, tras un fructífero desarrollo científico del campo (ver Schorr, 2001), Smith y Kirby (2001) abordan el debate sobre la posibilidad de una teoría general y unificada para los procesos de la valoración como determinantes de la respuesta emocional. Básicamente, estos autores, asumiendo los resultados que ha aportado la investigación en el campo, van a encontrar tres tipos de áreas de estudio cuyos resultados se convierten en un aval para esa posible teoría unificada. Dos de esas áreas responden a las cuestiones planteadas anteriormente por Frijda. Así, el primer pilar para esa posible teoría general recoge todo el cuerpo de investigación que ha identificado una serie de componentes, dimensiones o criterios básicos en el proceso de valoración que se hace ante un evento determinado, es decir, identifica la estructura elemental del proceso de valoración. En esta línea, los resultados de los trabajos centrados en la identificación de los criterios de valoración son suficientemente concluyentes. Así, los componentes de la valoración propuestos por Smith y Lazarus (1993) y que son: Relevancia motivacional, Congruencia motivacional; Responsabilidad; Potencial de afrontamiento dirigido a la situación; Potencial de afrontamiento dirigido a la emoción; y Epectativas, están ya asumidos. Lo mismo ocurre con las dimensiones de valoración propuestas por Scherer (1999): Novedad; Placer intrínseco; Significado para metas; Potencial de afrontamiento; y Compatibilidad con estándares. Smith y Kirby (2001), en su propuesta hacen especial incapié en la relevancia motivacional (ver Smith y Pope, 1992) y en el potencial de afrontamiento focalizado en el problema o la situación.

 

            La segunda cuestión a la que hacía referencia Frijda hace referencia a los modelos procesuales de la valoración, es decir, a aquellos que intentan explicar cómo se produce el proceso de valoración. En este sentido, el desarrollo del campo ha sido menor, y sólo unos pocos trabajos, además de los realizados por Scherer, han aportado información al respecto (Leventhal y Scherer, 1987; Meyer, Reisenzein y Schützwohl, 1997; Robinson, 1998), y sólo actualmente parece haber una mayor sensibilidad con respecto a esta cuestión que se refleja en las recientes propuestas de Reisenzein (2001) o de Smith y Kirby (2001), que, lógicamente, también proponen una respuesta a esta cuestión.

 

            Además de estas cuestiones, muy recientemente Frijda y Zeelenberg (2001) se preguntaban cuales son las variables dependientes de la valoración y platean la necesidad de buscar e identificar una serie de marcadores de los procesos de valoración, de manera que se obtuviera un grupo de variables que pudieran ser tomadas como dependientes de los procesos de valoración en la investigación. En esta línea, el tercer punto al que hacen referencia Smith y Kirby (2001) en el debate sobre una posible teoría general de la valoración, es el de identificar otros componentes de la emoción, fundamentalmente relacionados con la actividad fisiológica, y que acompañan a la valoración. Estos indicadores, básicamente, serían la actividad del sistema nervioso autónomo y componentes expresivos de la emoción, como la expresión facial.

 

            De acuerdo a este marco teórico, a continuación se van a repasar dos de los modelos de valoración más relevantes en la actualidad, que mayor impacto tienen y que se han desarrollado en el ámbito de dos corrientes distintas: la estructural y la procesual. En primer lugar se revisará el actual planteamiento de Lazarus (2001) que, yendo más allá de los componentes básicos de la valoración, da una relevancia especial al significado general que de ellos se deriva y que acompaña a cada emoción. En segundo lugar, se revisará el actual planteamiento de Scherer (2000, 2001) que da una dinámica temporal a la estructura de el proceso de valoración y a la respuesta emocional. En tercer lugar, y asumiendo la necesidad de acompañar los procesos de valoración de otros indicadores que formen parte de la respuesta emocional, se revisarán los resultados y conclusiones de los trabajos que han utilizado en la identificación del proceso de valoración indicadores fisiológicos.

 

            5.1. Teoría cognitiva-motivacional-relacional de la emoción

            Una de las líneas de investigación más prolífica en el estudio de la relación entre los procesos de valoración y la emoción ha sido la protagonizada por Richard S. Lazarus, uno de los pioneros en la utilización y definición del concepto de valoración. Es preciso señalar que, como el propio Lazarus (1993) reconoce, su objeto de estudio ha ido variando desde el estrés hasta la emoción debido fundamentalmente a la diferenciación que de ambos conceptos existe en la literatura científica, más que a la distinción real que los separa, que es pequeña, especialmente desde el punto de vista funcional. En relación a la emoción, Lazarus (1991, 2001) parte de una aproximación categorial o específica frente a las posturas más dimensionales, reconociendo, sin embargo, que en el ámbito de las emociones discretas, las dimensiones afectivas también son empleadas, aunque dentro de cada categoría emocional y relacionandolas básicamente con la intensidad emocional. A la vez, considera desafortunada la tendencia a dividir las emociones discretas en positivas y negativas por no favorecer esa distinción la identificación del componente valorativo y significativo que esconde diferencialmente cada emoción discreta (Lazarus, 2001).

 

            Sobre el concepto de valoración, también las propuestas de Lazarus han ido evolucionando hasta llegar a la combinación de un análisis molecular y molar del mismo, identificando con ello componentes y subcomponentes del proceso de valoración, así como el significado general que ellos se deriva y que se vincula a una emoción concreta. Junto a la valoración, el afrontamiento se convierte en el otro gran concepto de su teoría, pero, que como él mismo reconoce, se solapa con procesos de valoración específicos, en concreto, con la valoración secundaria (Lazarus, 2001).

 

            La teoría cognitiva-motivacional-relacional de la emoción recoge las propuestas hechas por Richard Lazarus a lo largo de los años noventa (1991, 1999), incluyendo en su última revisión pequeños, pero nuevos, cambios (ver Lazarus, 2001) que añade a propuestas anteriores, como el trabajo realizado junto a Craig Smith (Smith y Lazarus, 1993). La teoría recoge en el nombre que tiene los conceptos de los que parte, como son los dos primeros constructos mentales según el autor, la cognición y la motivación. Una revisión sobre las relaciones entre las variables cognición, motivación y emoción se puede ver en Palmero, Gómez, Carpi, Díez, Martínez y Guerrero (2004). Lazarus (2001) añade a los conceptos de cognición y motivación el concepto de “relación” que recoge el significado que se da a la interacción entre la persona y el ambiente.

 

            La última aproximación hecha por el autor tiene como punto de partida la identificación de seis componentes básicos en el proceso de valoración. Estos componentes básicos de la valoración forman parte de los dos procesos de valoración básicos que Lazarus y Folkman (1984) propusieron: la valoración primaria y la valoración secundaria. Los componentes de la valoración primaria serían tres: la relevancia de las metas, la congruencia de las metas y el tipo de implicación del ego. Los dos primeros han sido asumidos tras el trabajo realizado junto a Smith (Smith y Lazarus, 1993).  La relevancia de las metas se refiere a la importancia que la persona entiende que la situación tiene y la congruencia de la metas se refiere al grado con el que las condiciones de la situación o evento al que se enfrenta la persona facilitan alcanzar aquello que la persona quiere. El tercer componente de esta valoración primaria, la implicación del ego, deriva de la relación que la situación evaluada tiene con aquellos compromisos y metas que son centrales en la identificación de uno mismo, por lo que este componente va a ser fundamental en la definición de las características cualitativas de la respuesta emocional y también en la intensidad de la misma. Así, Lazarus (1991) ha identificado algunos tipos de implicación del ego que son característicamente influyentes en determinadas respuestas emocionales. Por ejemplo, en la ira y en el orgullo la implicación del ego va estar fundamentalmente vinculada a ideas que afectan a la estima social y personal; en la culpa, a valores morales; y en la vergüenza, a ideas sobre uno mismo.

 

            En la valoración secundaria, que es el proceso cognitivo que media en la respuesta emocional de acuerdo a las opciones de afrontamiento que la persona identifica que tiene para hacer frente a la situación y a la propia respuesta emocional, existirían también otros tres componentes que son la valoración sobre el agente culpable, responsable o acreedor de un resultado, el potencial de afrontamiento y las expectativas futuras. En la valoración sobre el agente culpable o acreedor de la situación se requiere un juicio sobre qué o quién es responsable del daño, la amenaza, el desafío o el beneficio que acarrea esa situación. El potencial de afrontamiento valora, desde las convicciones personales, la posibilidad de, exitosamente, aminorar o eliminar un daño o una amenaza, superar un desafío o alcanzar o mantener un benefició. En el trabajo realizado junto a Smith (Smith y Lazarus, 1993) se partía de una distinción entre afrontamiento dirigido a a la emoción y afrontamiento dirigido a situación. La expectativa futura valora la probabilidad y la dirección de que, en el futuro, se dé un cambio, ya sea mejorando o empeorando la situación. El contenido de la valoración secundaria gira en torno a tres temas como son el daño/pérdida, la amenaza y el desafió (Lazarus, 1966, 1981; Lazarus y Laumier, 1978), a los que Lazarus (1993) ha añadido el de beneficio, de manera que estos cuatro temas se convierten en variables antecedentes al proceso de valoración y que están definidas por las propias características ambientales. Lazarus reconoce también otro tipo de variables antecedentes al proceso de valoración que son de carácter personal y que tiene que ver con los deseos y las creencias de la propia persona.

 

            Los procesos de valoración se convierten para Lazarus en cogniciones verdaderamente emocionales o calientes, frente a otros procesos cognitivos, como por ejemplo, las atribuciones, que tendrían en el proceso emocional una función más fría y abstracta, fundamentalmente por estar más alejadas de las cuestiones motivacionales (Lazarus y Smith, 1988; Smith, Haynes, Lazarus y Pope, 1993). Las valoraciones de  responsabilidad, que poseen, sin embargo, un cariz atribucional, tienen un valor emocional al producirse en referencia a los resultados de una valoración motivacional, gracias al valor que tienen el proceso de dar un significado al evento que se valora. Es precisamente el significado relacional derivado del procesamiento de la información, en términos de valoración, el que toma protagonismo final en la teoría cognitiva-motivacional-relacional. El significado deriva de la relación entre las metas de la persona y el evento que está siendo valorado.

 

            El significado general, que es fruto del análisis de valoración, es un objeto de estudio fundamental para Lazarus, para quién el análisis de los componentes de la valoración se queda en un estadio demasiado elemental para comprender el proceso emocional, y que conduce a ignorar el fenómeno en favor de las partes que lo componen (Lazarus, 1998). Este nivel superior de análisis permite la identificación de los núcleos temáticos relacionados con cada emoción (Lazarus, 1991), que tienen una fuerte base motivacional y que revelan el significado prototípico que caracteriza a cada emoción. Por lo tanto, el significado del núcleo temático relacionado con cada emoción es identificado como característico en las situaciones en que aparece esa emoción. Este significado general asociado a cada emoción permite también explicar determinadas respuestas emocionales que parecen instantáneas y que se dan ante condiciones altamente complejas de situaciones, lo que sería más difícil de explicar desde un análisis inferior (Lazarus, 2001). En la tabla 1 se recogen algunos de los núcleos temáticos relacionados para algunas de las emociones sobre las existe una mayor acuerdo.

Tabla 1. Núcleos temáticos relacionados para cada emoción (Lazarus, 1991, 2001).

Ira

Ofensa contra uno mismo o lo suyo

Ansiedad

Incertidumbre, amenaza

Culpa

Habiendo transgredido una norma moral

Vergüenza

Mostrar un defecto de acuerdo a ideales propios

Tristeza

Pérdida irrevocable

Celos

Resentimiento ante la amenaza o pérdida de un afecto o favor de otro que cambie hacia un tercero

Asco

Notar o estar demasiado cerca de un objeto o idea desagradable.

Felicidad

Progreso razonable hacia la consecución de una meta

Orgullo

Alcanzar una de las implicaciones del ego siendo el responsable de ese logro

 

 

            Lazarus (2001) opina que la teoría cognitiva-motivacional-relacional de las emociones tiene algunos aspectos comunes con otros modelos teóricos pero que, sin embargo, refleja un proceso de valoración que presenta algunas novedades y características distintivas. En primer lugar, enfatiza las bases motivacionales que acompañan a cada emoción discreta y, además, identifica los significados generales de cada emoción en los núcleos temáticos relacionados, lo que permite obtener, desde una visión holística, un resultado final y significativo del proceso de valoración. Unidos a estos dos aspectos fundamentales de la teoría motivacional-relacional-cognitiva, Lazarus señala la mayor relevancia que él da al concepto de afrontamiento, además de hacer referencia a otras cuestiones y matices como la distinción entre cognición fría y caliente, y asumir que, de acuerdo al significado, todas las emociones responden a una lógica, incluso cuando son poco adaptativas o irracionales.

 

 

5.2. Proceso multinivel de chequeo secuencial

           

            Los modelos procesuales son   los que mayor interés han mostrado en explicar el cómo se produce el fenómeno emocional, y por lo tanto, en descubrir cómo se organizan los componentes que forman parte de él. En esta línea, el prolífico investigador suizo Klaus Scherer ha venido desarrollan desde los años ochenta el modelo de mayor relevancia dentro de esta perspectiva: la teoría de chequeos secuenciales para la diferenciación de emociones, que, en términos generales, intenta explicar cómo los distintos estados emocionales son resultado de una secuencia de chequeos de evaluación de estímulos específicos, lo que lleva implicado la organización de distintos sistemas orgánicos. El desarrollo y las distintas versiones de esta teoría han aparecido en diversos capítulos y artículos (Scherer, 1984a, 1984b, 1986b, 1988, 1992, 1993b, 1997, 1999a, 1999b, 2000) aunque una completa descripción de los principios del modelo se puede encontrar en la red (Scherer, 1987a), en ( GOTOBUTTON BM_1_ http://www.unige.ch/fapse/emotion/genstudies/genstudies.html.)

 

               La teoría parte de una concepción de la emoción en la que ésta forma parte de los mecanismos de un continuo filogenético facilitando la adaptación a los cambios producidos en el ambiente por distintos estímulos de modo que, por ejemplo, permite conseguir un tiempo de reacción menor (Scherer, 1984b, 1987a). A partir de aquí, la emoción se convierte en un constructo teórico que tiene una serie de componentes que cumplen funciones distintas que vienen derivadas del sistema orgánico al que están vinculados esos componentes. En concreto, Scherer identifica cinco componentes y los recopila en su última versión de la teoría (Scherer, 2001) como marco teórico y de referencia, ya que es el funcionamiento de los mismos la base de la teoría. Este funcionamiento de los componentes de la emoción se da de acuerdo a un proceso de evaluación (valoración) continuo. El primero de los componentes es el componente cognitivo, vinculado al procesamiento de la información como sistema de funcionamiento y cuyo substrato orgánico es el sistema nervioso central, cumple la función fundamental en el proceso emocional de la evaluación de los eventos, objetos o situaciones que se presentan al organismo. El segundo de los componentes son las “eferencias periféricas”, que, como soporte, cumplen una función de regulación de sistemas orgánicos, dependiendo del sistema nervioso central, del sistema nervioso autónomo y del sistema neuroendocrino. El tercer componente es de carácter motivacional y, de acuerdo a un funcionamiento de tipo ejecutivo vinculado al sistema nervioso central, prepara y dirige la acción. El cuarto componente del proceso emocional es el de la expresión motora que, desde la acción del sistema nervioso somático, cumple una función comunicativa informando sobre la reacción y las intenciones conductuales. El quinto y último componente del proceso emocional es un sentimiento subjetivo que sirve, desde el sistema nervioso central, para monitorizar el estado interno del organismo y la interacción que éste ha tenido con el ambiente.

 

            Teniendo como marco de referencia estos componentes y sus relaciones, Scherer (2001) define la emoción como un episodio de cambios sincronizados e interrelacionados de todos o casi todos los subsistemas orgánicos de los que depende cada componente en respuesta a la evaluación de un estímulo interno o externo, pero relevante, por parte del organismo. Las implicaciones de esta definición han sido ya discutidas y revisadas en otras ocasiones (Scherer, 1993b) pero han permitido la reciente inclusión de este modelo en el marco de las nuevas definiciones emocionales surgidas desde sistemas dinámicos no lineales (ver Lewis, 2001; Scherer 2000).

 

            La teoría partió originalmente de la propuesta de un grupo de criterios de valoración, los chequeos de evaluación de estímulos -SEC`s-, que evalúan el significado que para el organismo tiene un determinado estímulo o evento (Scherer, 1984a). Estos chequeos de evaluación de estímulos son organizados en la versión más reciente del modelo en torno a cuatro objetivos de valoración que se derivan del tipo o la clase de información que recogen del evento a evaluar. Estos cuatro objetivos son la detección de la relevancia que tiene el evento, la evaluación de las implicaciones o consecuencias que dicho evento acarrearía, la determinación del potencial de afrontamiento del que se disponen ante ese evento, y, por último, la evaluación del significado normativo (Scherer, 2001). Así, los criterios de valoración que se recogen en esta última versión del modelo, en la que se incluyen nuevos criterios y algunos cambios en la organización de los ya existentes como ahora se señalará, tiene la virtud de organizarse en torno a cuatro objetivos y tipos de información que, en cierto modo, permiten identificar cuatro áreas o dimensiones de valoración más generales. Sin olvidar que el modelo tiene una intención final que básicamente busca la explicación del proceso.

 

       Para el primero de los objetivos que se persiguen en el proceso de valoración, la detección de la relevancia que un evento tiene, se comienza chequeando la novedad del estímulo. Este primer criterio de valoración, la novedad, está sujeto a un proceso sensomotor, el nivel de procesamiento más primitivo del proceso de valoración, y a él se vincula la respuesta de orientación (ver Siddle y Lipp, 1997) y la detección de la sorpresividad (Tulving y Kroll, 1995) y de la familiaridad (Tulving, Markowitsch, Craik,  Habib, et al. 1996). Otro criterio de valoración que interviene en la detección de la relevancia del estímulo es el chequeo del placer intrínseco, que con un marcado carácter afectivo,  evalúa el grado en que el estímulo puede resultar placentero o displacentero. El resultado de  esta valoración del placer o del dolor del estímulo conducirá a respuestas de aproximación o de evitación y respuesta defensiva respectivamente (ver Vila y Fernández, 1989). El último de los criterios de valoración que intervienen en la detección de la relevancia es el de relevancia de la meta, que pone en relación la relevancia del estímulo con las necesidades y metas que en ese momento tienen preferencia para la persona.

 

            El segundo objetivo que persigue la valoración, la evaluación de las implicaciones que la situación o el evento tienen para el organismo, determina en qué medida el estímulo o la situación son valorados como un avance o un peligro para la supervivencia y adaptación al medio, además de la capacidad que poseen para satisfacer nuestras necesidades. El chequeo de atribución causal sirve a este objetivo y la relevancia del mismo ha dado lugar al desarrollo de teorías sobre la emoción que giran sólo en torno a él y a los factores que en él intervienen (ver Weiner, 1985). En términos generales este chequeo va a buscar las causas del evento evaluado pero, específicamente, ha de determinar el agente responsable de lo ocurrido, y también, implícitamente, Scherer (2001) hace referencia a la posibilidad de que con este chequeo se valoré también si ha habido intención por parte del agente causal, aspecto que también puede intervenir de forma relevante en la respuesta emocional. Derivado, o al menos vinculado, a esta atribución causal se realiza un chequeo de la probabilidad del resultado, lo que también determina la aparición de una emoción concreta (ver Lazarus, 2001; Smith y Roseman, 2001) y donde toman especial relevancia señales determinadas del evento. También, con el objetivo de evaluar las implicaciones del evento, se da un chequeo sobre la discrepancia que se da entre lo ocurrido y lo esperado, para posteriormente chequear la facilitación de metas, en opinión del autor, la valoración más importante. El organismo necesita valorar si el estímulo nos ayuda a conseguir nuestras metas. Como Oatley y Duncan (1994) señalan, las consecuencias de los eventos pueden constituir la consecución de una meta o el progreso hacia la misma. Por último, en la evaluación de las implicaciones también se  realiza un chequeo sobre la urgencia de dar una respuesta ante el evento que está siendo valorado.

           

El tercero de los objetivos de la valoración es el de determinar el potencial de afrontamiento que se posee para resolver exitosamente la situación que se está valorando, lo que implica que la persona tome conciencia de la puesta en marcha de los cambios necesarios para resolver la situación. La valoración del potencial de afrontamiento se hace a través de un chequeo de control y de un chequeo de poder. Mediante el chequeo del control se evalúa aquellas dimensiones importantes que pueden estar siendo influidas por agentes naturales. El control, además, implica normalmente predectibilidad (Mineka y Henderson, 1985). Si el control es posible, el potencial de afrontamiento dependerá del poder que el organismo tenga para ejercer el control o de pedir ayuda a otros. Esto es lo que evalúa el chequeo de poder. La separación e independencia entre control y poder es defendida por Scherer, frente a los muchos trabajos que las unen con el término controlabilidad, debate que ya ha existido con anterioridad (Garber y Seligman, 1980; Miller, 1981; Öhman, 1987). En la última versión del modelo propuesto por Scherer (2001), el término de control sólo hace referencia a la probabilidad que el evento tiene de ser controlado por un agente natural, mientras que el poder hacer referencia a la facilidad que el organismo tiene para ejercer influencia, propia o con la ayuda de otros, sobre el evento potencialmente controlable. Ahora bien, cuando no se da ni el control ni el poder sólo queda el tercer chequeo que también interviene en la determinación del potencial de afrontamiento y que evalúa la capacidad de ajuste, o adaptación, que existe ante las consecuencias del evento y de nuestra intervención (si se diese) en el mismo.

 

            El último de los objetivos del proceso de valoración es el de evaluar el significado que el evento tiene para el organismo, para lo cual se llevaban a cabo dos chequeos, uno sobre los estándares internos y otro sobre los estándares externos. En el chequeo sobre los estándares internos se valora el grado en que el evento se ajusta a las normas propias del organismo de acuerdo al ideal personal sobre los atributos deseables y también sobre el código moral que la persona tiene interiorizado. En el chequeo de los estándares externos se valora el grado en que el evento se ajusta a las normas, roles, estatus, etc. vinculados a la organización social en la que se encuentra el individuo.

 

            La enumeración que se ha hecho sobre los distintos chequeos de valoración que se hacen de acuerdo a unos objetivos, o dimensiones generales, de valoración se ha hecho de acuerdo al orden que siguen en el proceso de valoración. Ahora bien, no hay que olvidar que, como tempranamente señaló Lazarus (1966; Lazarus et al. 1970), la valoración no es un camino cerrado sino que está sujeto a un proceso de nuevas “revaloraciones”, idea recogida por Scherer (2001) en su nueva propuesta y que conduce a asumir que los cambios situacionales y los cambios internos generan nuevos ciclos de valoraciones que, a través de los chequeos propuestos y de la monitorización de los subsistemas que en ellos intervienen, ajustan y definen la estimulación que originalmente ha elicitado el proceso de valoración. Aún así, los SEC`s ocurren de acuerdo a una secuencia teórica que tendría cuatro estadios: la detección del estímulo, la evaluación de su significado y de sus consecuencias, la determinación del potencial de afrontamiento y, por último, la determinación del significado normativo. Estos cuatro estadios de la valoración están sujetos a una arquitectura en la que determinados procesos intervienen y delimitan el funcionamiento del proceso de valoración. Así, en la identificación de la relevancia del evento intervendrán la atención, la memoria y la motivación; en la evaluación de la implicaciones que el evento tiene intervendrán la memoria, la motivación y el razonamiento; en la determinación del potencial de afrontamiento intervendrán el razonamiento y el auto-concepto; y, en la identificación del significado que el evento posee, éste vendrá determinado por los procesos de razonamiento y por el auto-concepto.

 

            La asunción de la secuencia de procesamiento propuesta no rechaza para Scherer (2001) la posibilidad de que se dé un procesamiento paralelo, de manera que puedan estar dándose simultáneamente varias secuencias de chequeos de estímulos. El modelo procesual asume varios componentes que se añaden al proceso de valoración y en que interviene en la respuesta emocional. Así, Scherer (2000, 2001) entiende que, además del procesamiento de la información que se da a nivel del sistema nervioso central y en el que se encuentran los cuatro pasos del proceso de valoración, existen otros componentes como son los siguientes: el soporte fisiológico vinculado al sistema nervioso autónomo; la motivación como tendencia de acción; la ejecución como expresión motora; y la monitorización como identificación de un sentimiento. Pues bien, cualquiera de los pasos que se dan en el proceso de valoración, es decir, la evaluación de la relevancia, las implicaciones, el potencial de afrontamiento o el significado normativo, que además se dan siguiendo este orden, pueden interactuar con cualquiera de los otros componentes del proceso emocional identificados (soporte fisiológico, motivación, ejecución y monitorización) lo que, a su vez, generaría nuevos procesos de valoración y nuevas interacción entre los sistemas intervinientes en el proceso emocional. Incluso pueden darse también interacciones entre los componentes no valorativos del proceso emocional que afecten al proceso de valoración.

 

            Con esta compleja red de interacciones Scherer asume también los postulados de los modelos dinámicos no lineales (Lewis, 2000) y en definitiva la todavía mayor complejidad de la respuesta emocional cuando ésta es estudiada a través del tiempo. Además, los niveles de procesamiento para un mismo tipo de chequeo de valoración pueden ser también distintos y, superando la discusión entre Zajonc (1984a) y Lazarus (1984), un chequeo de valoración como, por ejemplo, el de la novedad puede darse a un nivel senso-motor a través de la intensidad de la estimulación, a un nivel más esquemático a través de la familiaridad del estímulo, o a un nivel conceptual a través de las expectativas (Leventhal y Scherer, 1987; Scherer, 2001). Los distintos niveles de procesamiento y sus efectos (ver Power y Dalgleish, 1997) y los múltiples pasos de esos niveles de procesamiento (LeDoux, 1996) llevan a Scherer (2001) a sugerir la existencia, en la memoria operativa, de un registro de valoración que actualiza continuamente los resultados del proceso de evaluación y de la interacción entre niveles de procesamiento.

 

            Las ambiciosas propuestas del modelo procesual, derivadas de la complejidad que implica asumir las interacciones entre sistemas en la explicación temporal de la respuesta emocional, hacen que la validación empírica y completa del mismo no se haya alcanzado de forma concluyente. Sin embargo, las aportaciones teóricas y empíricas en las que se apoyan algunos de los conceptos propuestos en el modelo, como es todo el cuerpo de investigación generado en torno al concepto de valoración (Scherer, Schorr y Johnstone, 2001) o el generado en torno a los modelos dinámicos no lineales (Lewis, 1995,1997,2000b), así como los resultados específicos obtenidos en torno a la capacidad predictiva de los chequeos y dimensiones de la valoración (e.g. Gehm y Scherer, 1988; Scherer, 1997; Scherer, Wallbott y Summerfield, 1986), además de los obtenidos con indicadores fisiológicos (ver epígrafe siguiente) y expresión facial y vocal de las emociones (e.g. Banse y Scherer, 1986; Johnstone, 1996; Johnstone, van Reekum y Scherer, 2001, Scherer, 1987b, 1992) reflejan la relevancia y alta validez que el modelo posee.

 

5.3. Indicadores fisiológicos y valoración

            La naturaleza automática o inconsciente que en muchos de los casos los procesos de valoración tienen ha facilitado que el estudio de estos procesos se ha haya hecho a través de inferencias verbales “post hoc” que intentan conocer el patrón de valoración que se ha seguido. En ocasiones, la potencial tautología que este tipo de investigación pudiese traer consigo ha sido objeto de crítica (Matsumoto, 1995; Parkinson, 1997), por lo que, como indica Scherer (1999), la investigación sobre valoración requiere, además de la capacidad de predicción y del uso sistemático de métodos específicos de investigación, de la elaboración de indicadores no verbales para valoraciones concretas. Estos indicadores no verbales podrían ser, además de tendencias de respuesta motora, cambios de tipo fisiológico.

 

            Los procesos de valoración podrán estar vinculados a otros componentes de la emoción como son los cambios fisiológicos, facilitando con ello los procesos de valoración, y desde un punto de vista funcional, una mayor capacidad adaptativa. Han sido diversos los autores que han vinculado los resultados de la valoración con algún tipo de actividad fisiológica. Scherer, en su propuesta sobre los “chequeos de evaluación de estímulos” -SEC`s-, señala que los resultados de esos chequeos de evaluación afectan directamente a otros sistemas o componentes de la emoción, entre los que se encontrarían, además de las tendencias de respuesta y de la expresión vocal, los cambios fisiológicos a nivel del sistema nervioso somático y del sistema nervioso autónomo (Scherer, 1984b,1986a, 1987b, 1992).

 

            Los estudios sobre las relaciones entre valoración y expresión facial, que actualmente aportan enriquecedores resultados a la literatura científica ( Kaiser y Wehrle, 2001) extendiendo la utilidad de instrumentos clásicos como el FACS (ver Wehrle, Kaiser, Schmidt y Scherer, 2000) y desarrollando otros nuevos como el Geneva Appraisal Manipulation Enviroment -GAME- (Wehrle, 1996), ha permitido también el hallazgo de datos que muestran la relación entre la actividad electromiográfica de los músculos de la cara y los resultados de procesos de valoración (Smith, 1989). Smith y sus colaboradores han llevado a cabo una serie de estudios en los que, mediante tareas de solución de problemas y de tareas atencionales, manipulaban los resultados de la valoración asociándose a ello efectos en las medidas fisiológicas (Pecchinenda y Smith, 1996; Kirby y Smith, 1996).

 

            La medida fisiológica que, sin embargo, más se ha utilizado en la investigación sobre las relaciones entre valoración y respuesta psicofisiológica ha sido la de la actividad del sistema nervioso autónomo. Además, la inquietud por explorar esta relación ha estado presente desde las primeras propuestas de la valoración y ya Lazarus (Lazarus y Alfert, 1964), en sus primeros trabajos, midió la actividad electrodérmica. En ese pionero estudio, los participantes eran sometidos a la visión de una película, manipulando las condiciones que hacían que esta película fuese valorada como estresante o como agradable. Sus resultados apoyaban las ideas de los incipientes modelos de valoración, de manera que las respuestas fisiológicas ante situación presentada variaban en función de cómo era valorada o evaluada dicha situación.  Desde entonces, el diseño se ha repetido, aunque la medida fisiológica que más se ha utilizado ha sido la de la actividad cardiovascular. En esta línea, los trabajos realizados por Tomaka y su equipo (Tomaka, Blascovich, Kelsey y Leitten, 1993) recogen diversas medidas de la actividad cardiaca, como la tasa cardiaca, el periodo de pre eyección o la “output” cardiaco, y someten a los participantes a una tarea que puede ser valorada como amenazante o desafiante. Los resultados muestran como se da un incremento en la actividad cardiaca en el grupo de participantes que ven la tarea como un desafío y un incremento en la actividad vascular en el grupo de participantes que ven la tarea como una amenaza (Tomaka y Blascovich, 1994). Los resultados de Tomaka, aunque correlacionales, muestran como las distintas formas de interpretar la situación están asociadas a distintos patrones de activación cardiovascular, hasta el punto de encontrar patrones específicos de valoración, desde los componentes de valoración del modelo propuesto por Smith y Lazarus (1993), así como también patrones específicos de activación fisiológica para las emociones de ira, culpa y orgullo (Herrald y Tomaka, 2002). Sin embargo, en este estudio, de nuevo la relación entre valoración y actividad cardiovascular es de naturaleza asociativa y no causal.

 

            Pecchinnenda (2001) nos recuerda que también desde otros ámbitos de la psicología, como el de la motivación, se han encontrado resultados que indica una asociación entre los cambios fisiológicos y la valoración que se hace de la situación. Así, los trabajos de Wright (1996, 1997), enmarcados en la teoría motivacional de Brehm (Wright y Brehm, 1989), identifican como la valoración de dificultad modula, además de otras variables como la habilidad, la respuesta cardiovascular durante una tarea de afrontamiento activo.

 

            Actualmente, la tendencia que está tomando la investigación sobre la relación entre valoración y cambios fisiológicos, está buscando la identificación de cambios en la actividad del sistema nervioso autónomo como marcadores de los procesos de valoración, y en esta dirección, la metodología que se está siguiendo también está variando. Así, los esfuerzos para probar experimentalmente las proposiciones de los modelos de valoración están comenzando a utilizar tareas de solución de problemas y/o videojuegos más allá de los clásicos paradigmas basados en tareas de imaginación o de recuerdo. La lógica de estas técnicas consiste en variar situaciones experimentales de manera que esas variaciones varíen también las valoraciones de los participantes; a la vez, los participantes son evaluados mediante autoinforme y mediante un registro continuo de la actividad fisiológica (e.g. Kappas y Pecchinenda, 1999; Kirby y Smith, 1996; Pecchinenda y Kappas, 1998; Pecchinenda, Kappas y Smith, 1997; Pecchinenda y Smith, 1996, Smith, 1992; van Reekum y Scherer, 1998). En este tipo de estudios, la evaluación mediante autoinforme pasa a ser un camino más en la detección de la información sobre la valoración al que se suman las medidas y parámetros fisiológicos. La convergencia entre los cambios que se dan entre los dos tipos de medida y ante las distintas condiciones de la tarea experimental se convierten en un potente indicador de los procesos de valoración que subyacen a dichas situaciones (Pecchinenda, 2001).

 

            En un primer trabajo, ya clásico, Smith (1992) utilizó una tarea experimental que consistía en la presentación de diez problemas de matemáticas que iban aumentando secuencialmente en su dificultad hasta el punto de que los dos últimos eran virtualmente irresolubles. En el estudio se midió la valoración de forma indirecta, a través del tipo de afrontamiento (activo o pasivo) entendiendo que los cambios en afrontamiento están unidos a cambios en la valoración. También se midió la temperatura periférica.  Aunque los resultados mostraban una curva descendente de la temperatura, se comprobó que los descensos aumentaron significativamente en los dos últimos problemas, en los cuales se dio un afrontamiento pasivo. Puesto que los cambios en la temperatura de la piel se producen en función de la vasoconstricción periférica y son característicos de las condiciones de afrontamiento pasivo, los resultados son relevantes, pues indican que la ausencia de cambios en la temperatura que hubo en los cinco primeros problemas, se muestra como un indicador de un afrontamiento activo. Los cambios en la temperatura en los problemas posteriores señalan un cambio hacia un afrontamiento pasivo, y por tanto, un cambio en la valoración. Con un diseño similar, pero preguntando directamente sobre la valoración que el sujeto hace de la dificultad de la tarea y utilizando como medida fisiológica la actividad electrodérmica, Pecchinenda y Smith (1996), encontraron una asociación entre el descenso en el rendimiento en la tarea, la valoración de la misma como más difícil y un baja capacidad de afrontamiento con un descenso en la actividad electrodérmica.

 

            En los estudios donde las tareas experimentales son más dinámicas e interactivas, como ocurre cuando se da el uso de videojuegos, los resultados vuelven a apoyar la relación existente entre valoración y actividad fisiológica. Así, Kappas y Pecchinenda (1999), encuentran que cuando el sujeto se enfrenta a situaciones de dificultad moderada que valora como desafiantes se encuentran cambios consistentes con una mayor activación simpática, aumentando la conductancia electrodérmica, así como la tasa cardiaca, que también se vuelve más estable. De acuerdo al mismo paradigma, y con un diseño similar,  otros estudios del mismo grupo de investigación encuentran una relación positiva entre la valoración de la situación como motivacionalmente incongruente y patrones de actividad fisiológica caracterizados por tasas cardiacas más lentas y menos estables, además de sentimientos de miedo (Pecchinenda y Kappas, 1998; Pecchinenda, Kappas y Smith, 1997).

 

            Es preciso señalar, sin embargo, las limitaciones que tienen algunos de los pocos estudios que exploran esa relación entre los procesos de valoración y la actividad fisiológica. En este sentido, una primera dificultad con la que se encuentran estos estudios es la ya comentada diversidad de modelos de valoración que existe así como la ausencia de un  definitivo acuerdo, asumido por todo el campo, sobre los criterios y dimensiones de valoración que intervienen en la respuesta emocional. Esta cuestión puede explicar, aunque sólo en cierto grado, la ausencia de estudios en los que la actividad fisiológica se relacione específicamente con dimensiones concretas de la valoración, o al menos, con los “núcleos temáticos relacionados”. Sólo algunos trabajos de Pecchinenda y su grupo (Pecchinenda y Kappas, 1998; Pecchinenda, Kappas y Smith, 1997), evalúan directamente dimensiones de valoración específicas, como, por ejemplo, la congruencia motivacional. De hecho, se hace necesario que el estudio de la relación entre valoración, emoción y actividad fisiológica de un paso hacia adelante y focalice su atención en el resultado de los procesos de valoración (Pecchinenda, 2001), o en lo que sería algo similar, los núcleos temáticos relacionados o la valoración general de la situación.

 

            Por último, es preciso recordar otra de las posibilidades que se dan en el estudio de las relaciones entre valoración y actividad del sistema nervioso autónomo y que deriva de atender a modelos de valoración que están orientados al proceso. De este modo,  los cambios fisiológicos que se produzcan nos van a informar, más que sobre el contenido de la valoración, sobre el nivel en el que se encuentra el procesamiento de la información o el proceso de valoración. En esta línea, hay que señalar que la medida de la actividad electrodérmica ha aparecido vinculada, en general, a la relevancia de un estímulo (Dawson y Schell, 1982), y más específicamente, a la novedad del estímulo, a la intensidad del mismo y a lo conflictivo que resulta (Berlyne, 1961), además de responder también a la incongruencia que ese estímulo representa para nuestras expectativas (Nikula, 1991). Estos hallazgos no son de extrañar si recordamos las propuestas de Öhman (1986, 1988) sobre la función que cumple la respuesta de orientación en relación a la preparación para el futuro procesamiento de la orientación.

 

            De igual forma, valoraciones sobre la relación de una situación con experiencias pasadas o sobre las posibles opciones de respuesta que se tienen ante determinada situación, han de darse en un nivel de procesamiento superior y más controlado (Öhman, 1988, 1993). En esta dirección surge la dificultad de identificar a que nivel, mayoritariamente del sistema nervioso central, se está procesando la información y los cambios fisiológicos que lleva asociados. Un primer intento de explorar este campo es el  estudio realizado por van Reekum y Scherer (1997) investigando los cambios fisiológicos asociados a diferentes niveles de procesamiento sobre la facilitación de metas (que es un criterio de valoración específico). La identificación de un estímulo como facilitador de metas implica un nivel de procesamiento diferente al condicionamiento de un estímulo como facilitador de metas. Así, estas dos condiciones experimentales generaban cambios fisiológicos distintos, donde, por ejemplo, la desaceleración cardiaca parecía asociarse hacia niveles mayores de procesamiento.

 

CONCLUSIONES

 

            Tras el análisis del estado de la cuestión en cuanto al papel de los procesos y contenidos de valoración en el fenómeno emocional hay que considerar como uno de los primeros aspectos que se pueden concluir, que después de un amplio y muy diverso desarrollo de modelos de emoción que utilizaban como variable el concepto de valoración, en la actualidad existe un campo ya más estructurado, del que se pueden destacar tres cuestiones: la primera, la identificación de contenidos de valoración vinculados a respuestas emocionales prototípicas; la segunda, la identificación de los pasos que sigue el proceso de valoración en cuanto a proceso que es; y en tercer lugar, la necesidad de identificar variables dependientes a esos procesos y contenidos de valoración, y en este sentido, la identificación de correlatos psicofisiológicos se convierte en una de las mejores variables para validar los procesos de valoración, aun existiendo otras como la expresión facial. A todo esto habría que añadir una variación en el papel que se le da a los procesos de valoración en el fenómeno emocional y que deriva de asumir una relación entre sistemas. Así, si en los inicios los procesos de valoración aparecían enfrentados a otras perspectivas, en los modelos actuales, la interdependencia entre sistemas cognitivos, fisiológicos, motivacionales, está asumida, convirtiéndose la valoración en una aportación más a la explicación de la emoción. 

           

 

 

 

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