VOLUMEN: VIII  NÚMERO: 20-21

 

 

 

PERSPECTIVAS HISTÓRICAS ACERCA DE LA PSICOLOGÍA DE LA MOTIVACIÓN

 

 

 

L. Mayor y F. Tortosa

Universitat de València

 

 

 

 

 

 

1. INTRODUCCIÓN

 

Como se apuntaba en un trabajo anterior (Mayor, 2004), los conocimientos actuales acerca de la motivación son el resultado de un largo curso de decantación histórica. Hoy, este campo constituye un área de la psicología realmente fecunda pero, a la vez, de engarce difícil con la orientación cognitiva de base experimental característica de la psicología contemporánea. Los importantes problemas teóricos y metodológicos que la aquejan derivan, entre otros factores, de la propia naturaleza compleja de los motivos y, también, en la perspectiva de este artículo, del hecho de la breve historia de su investigación científica sistemática (Brown, 1979).

Aunque las especulaciones sobre la motivación se remonten, al menos, al período de la filosofía clásica, es muy reciente el estudio empírico como forma habitual de acercamiento científico a los fenómenos motivacionales y, por supuesto, no cabe hablar sino de la práctica inexistencia en este ámbito de una investigación experimental sistemática y continuada. Este último hecho, incontestable, tiene seguras raíces históricas y constituye una anomalía idisosincrásica de la moderna psicología de la motivación desde sus orígenes hasta nuestros días, si bien recientemente comienzan a observarse algunos indicios de cambio en las investigaciones, sobre todo en las referidas a los procesos intencionales. La psicología de las emociones, en una línea en cierto modo paralela, tampoco conoció un desarrollo sistemático y continuado hasta los años 1960, pese a contar con precedentes tan importantes como los de Charles Darwin y William James (Mandler, 1979).  

 

 

 

2. PERSPECTIVA SINCRÓNICA: PARADIGMAS Y TRADICIONES

 

 

2.1. Motivación y paradigmas clásicos

 

 

El estructuralismo, la nueva psicología fundada por Wundt en 1879, centrada en analizar la estructura de la mente, no encontró acomodo al estudio de la motivación. En cambio, el laboratorio de Leipzig sí se interesó por las emociones y tuvo el mérito de hacer las primeras contribuciones al análisis de los sentimientos, al tratar de estudiar experimentalmente las vivencias subjetivas en la emoción.

En momentos posteriores, la atención dedicada a su estudio ha sido muy desigual en las distintas escuelas. Si para el estructuralismo los conceptos dinámicos orientados a la acción no tenían virtualidad alguna, para el funcionalismo de W. James, profundamente influido por el evolucionismo y la idea de la adaptación humana, los procesos motivacionales desempeñaban un papel fundamental. La razón de ello estribaba en que para James toda conciencia era motora y toda sensación producía un movimiento, si bien en diferentes niveles de complejidad. La sensación podía desencadenar una conducta de naturaleza instintiva y sobre el instinto se montaba la volición. Ahora bien, como hace observar Carpintero (1996), la concepción jamesiana del instinto constituye una teoría integrada y compleja, que supone la interacción de sus mecanismos propios con los de la experiencia y el aprendizaje. El resultado de dicha interacción es la gran plasticidad del ser humano.

Aunque por distintas razones, los temas motivacionales fueron marginados tanto por el conductismo radical, que los excluyó por mentalistas, como por los enfoques cognitivos que se desarrollan frente al conductismo a finales de de la década de 1960 y principios de los 70, cuyo principal interés fue el análisis de la inteligencia artificial sin atender a las interacciones con los procesos afectivo-motivacionales.

En la simplicidad elementalista del conductismo de Watson, cuyo principio básico es que todo comportamiento complejo es un crecimiento o desarrollo de respuestas simples, no cabe propiamente un proceso como la motivación humana (Mayor y Pérez-Garrido, 1999). Con las distintas versiones neoconductistas y sus renovadas herramientas conceptuales, como el concepto de impulso introducido por Woodworth (1918) y de incentivo (Hull, 1952), la explicación motivacional ganó en amplitud y versatilidad, pero se reveló a la postre insatisfactoria.

En cuanto al cognitivismo, como hace observar Mateos (2004), las afirmaciones al uso sobre su rechazo de los conceptos motivacionales deben matizarse, pues en la postura de la psicología cognitiva hacia la motivación hay que distinguir dos momentos diferentes. En su etapa de gestación, no puede hablarse de una posición negativa del cognitivismo hacia la motivación, más bien al contrario: hay un reconocimiento del  papel de los factores motivacionales en la explicación de los procesos psicológicos de orden superior. La orientación del New Look en el campo de la percepción (Bruner y Goodman, 1947) ponía sobre el tapete el  papel de la motivación no consciente sobre los umbrales perceptivos conscientes y el libro pionero de Miller, Galanter y Pribram Plans and the structure of behavior (1960), los modelos de retroalimentación negativa. Sin embargo, en un segundo período, que cursa a finales de los años 70, sí se produjo una desafección real, interesada, de la psicología cognitiva hacia la motivación.

Hechas estas precisiones cabe hablar, ciertamente, de cambios cruciales en la trayectoria histórica de la psicología de la motivación que es posible identificar con cierto detalle. Al igual que sucedió con las emociones, la andadura de la psicología motivacional aparece ligada de forma directa, en lo fundamental, a las propias vicisitudes históricas de la psicología y, en particular, al relevo hegemónico de los diferentes paradigmas.

 

2.2. Racionalismo versus determinismo

 

 

Los diferentes planteamientos doctrinales responden a dos orientaciones básicas en cierto modo disyuntivas y en ocasiones hasta enfrentadas: una de ellas es de corte racionalista y otra determinista.

La posición racionalista se remonta a la antigüedad clásica. Los determinantes motivacionales, tal como se conciben actualmente, apenas si tienen cabida en la interpretación de la conducta humana de la mayoría de filósofos griegos. Así, para Platón, el comportamiento humano no está determinado ni por condiciones externas ni por impulsos internos, se explica por la razón y la voluntad. Después, está presente en las formulaciones escolásticas, la res cogitans cartesiana, la filosofía de Kant, la obra de Maine de Biran, Bergson y Husserl e incluso en la concepción de William James acerca de la voluntad (1890) (Carpintero, 1996). Esta postura se caracteriza por su énfasis en los aspectos direccionales de la conducta, su enfoque cognitivo y su atención exclusiva o preferente a las conductas y procesos de nivel superior. Presupone siempre un sujeto activo ante el campo de estimulaciones que hace elecciones y adopta decisiones conscientes, y tiende así a explicar la conducta en términos de las intenciones, propósitos o metas que la guían.

El declive de esta orientación, que dominó durante siglos el pensamiento occidental, comienza en los siglos XVII y XVIII, con los propios escritos de Descartes, la obra de Hobbes y el surgimiento del empirismo inglés (Fernández-Abascal, Jiménez y Martín, 2003).

Frente al enfoque racionalista el determinista se caracteriza por su énfasis en los aspectos activadores de la conducta, su adopción de un paradigma mecanicista y su atención preferente a los niveles inferiores de conducta.

La teoría de Darwin supuso para esta posición un enorme apoyo que acabaría consolidando, a principios del presente siglo, la crítica de Sigmund Freud a  cualquier distinción radical entre los animales y el hombre basada en la racionalidad de su conducta.

No obstante, en la confrontación de líneas de corte determinista y racionalista sectores muy significativos del campo de la psicología motivacional se han caracterizado tradicionalmente por adscribirse a la segunda posición (Bargh y Ferguson, 2000). En la medida en que los presupuestos epistemológicos clásicos se prolongan hasta el presente siglo, la tendencia principal ha sido la de excluir del discurso antropológico o psicológico toda idea que pudiera comprometer el modelo del ser humano como sujeto de pensamiento y de razón (Riba, 1989).

 

 

2.3. Tradiciones de investigación 

 

 

Los principales avances del campo cabe situarlos en cuatro tradiciones de investigación que, a modo de matrices, han conformado la psicología motivacional moderna: la psicología del instinto, la del aprendizaje, la de la personalidad y la de los procesos cognoscitivos.

Estos cuatro marcos o direcciones teóricas, todas ellas ligadas, aunque de diferentes modos, al influjo de la obra de Darwin, han sido las guías o ejes básicos por los que ha discurrido la psicología motivacional a lo largo de su reciente evolución (Madsen, 1974; Mayor, 1985; Mayor y Peiró, 1984; Mayor, Tortosa, Montoro y Carpintero, 1987).

La profunda transformación que la teoría de Darwin produjo en la imagen tradicional del ser humano, que deja de ser el centro de la creación para convertirse en un organismo empeñado en la lucha por la supervivencia y dotado de unos instintos que recuerdan su pasado animal, tuvo en efecto múltiples consecuencias sobre el conjunto del saber.

En relación con la psicología, parece fuera de toda duda que El origen de les especies (1859), a pesar de no hacer referencia expresa a la especie humana, tuvo un fuerte impacto en la configuración de la nueva disciplina, abrió el período científico de la psicología motivacional e introdujo en ella la problemática instintiva (Mayor y Sos-Peña, 1992; Mayor y Tortosa, 2002).

La idea darwiniana de la continuidad esencial entre la especie humana y los animales y la renovada visión acerca de la naturaleza humana estarán presentes, de manera más o menos explícita, en diversas teorías de extraordinaria importancia en la historia de la psicología. En el campo de la motivación en particular, resultan impensables sin el influjo del evolucionismo biológico la teoría de los instintos de McDougall, la teoría de Freud (el ello, el inconsciente, los instintos sexuales y agresivos…) y la escuela funcionalista americana, con William James a la cabeza, que hizo de la función adaptativa el principal cometido de la mente y del comportamiento de los organismos.

También la psicología de la emoción, como veremos, acusó de manera profunda el impacto de la obra de Darwin (Mayor, 1988, 2003b). Su libro La expresión de las emociones en los animales y en el hombre (1872), además de alentar la aparición de la psicología comparada (Romanes, Morgan) y la psicología diferencial (Francis Galton, primo de Darwin), reavivó el interés por las emociones en un contexto biológico que abría el camino a su consideración científica: reorientó su estudio, enfatizó la importancia de los factores causales de tipo ambiental y desplazó el centro de atención desde los sentimientos a la conducta emocional.

De este modo, Darwin inspiró una tradición evolucionista que seguiría viva a través de diferentes teorías que llegan a nuestros días: las reformulaciones de la etología desde los años treinta de K. Lorenz (1937), N. Tinbergen (1953) y Eibl-Eibesfeldt (1970), la sociobiología de Wilson (1975) y las orientaciones evolucionistas contemporáneas que postulan la existencia de unas emociones básicas, universales e innatas y subrayan su función adaptativa. Destacan entre estas últimas las teorías de Sylvan S. Tomkins acerca de las emociones como sistema motivacional primario (1970), Carroll E. Izard acerca de las emociones como respuestas motivacionales diferenciadas (1971) y Robert Plutchik acerca de las emociones como reacciones de adaptación prototípicas (1980).

 

 

2.3.1. La motivación instintiva

 

 

La consideración de los instintos como una fuerza motivacional cuyas consecuencias escapan al control del sujeto, contrapuesta por tanto a la razón y la inteligencia y reservada para explicar la conducta casi exclusivamente de los  animales, llegó con no demasiadas variaciones hasta el siglo XVIII. El cambio esencial se operó en la centuria siguiente cuando el impacto de la obra de Lamarck (1744-1829) y Darwin (1809-1882) vino a desdibujar la pretendida nitidez de fronteras entre la conducta humana y la del resto de los animales.

La idea de que algunas conductas humanas tenían una base instintiva fue adoptada por muchos de los primeros psicólogos, como Herbert Spencer y William James, quien había llegado a popularizar en 1890 una teoría instintiva de la motivación humana, pero la formulación más conocida y de inevitable referencia es la de William McDougall (1871-1938), ya en los albores del siglo XX.

McDougall pensaba que sin los instintos el organismo sería incapaz de realizar cualquier tipo de actividad. Los consideraba los motores únicos de la conducta, responsables tanto de su activación o alertamiento como de su direccionalidad hacia determinados objetos. Su concepción era, pues, vectorial y veía en la acción instintiva tres componentes principales: el cognitivo-perceptivo, el emocional y el estrictamente motor-conductual. Subrayaba también que la motivación se refería, sobre todo, a los factores internos desencadenantes de la conducta.  

La proliferación de los instintos y el exclusivismo y dogmatismo tan exacerbados de las formulaciones de la época provocaron numerosas y acerbas críticas y llevaron a la práctica desaparición del instinto en la literatura científica a partir de la década de los veinte. Esta doctrina fue criticada con particular dureza por Watson y los conductistas, aunque las ideas de Watson en este punto evolucionaron al compás de sus cambios de pensamiento respecto a la continuidad de las especies (Tortosa y Mayor, 1992). 

Años después, el término instinto reaparecería en Europa de la mano de los etólogos en formulaciones sustancialmente distintas y con planteamientos más objetivos, entre los cuales destacan los de Niko Tinbergen, Konrad Lorenz e I. Eibl-Eibesfeldt. Una derivación posterior fue la perspectiva sociobiológica, que aparece formalmente en 1975 con la obra de Wilson (Mayor y Sos-Peña, 1992).

Pero  la decadencia de las grandes teorías instintivas era ya irreversible. La propia obra psicológica darwiniana, que tuvo un gran impacto en el último cuarto del siglo XIX y principios del XX, conoce después un acusado declive a finales de los años veinte, precisamente como consecuencia de esta controversia sobre el instinto (Mayor y Pérez-Garrido, 1998).   

Las teorías que conceden a los instintos un considerable potencial para la acción, como de W. McDougall y el psicoanálisis de S. Freud, tienden a ser de naturaleza homeostática, esto es, consideran fundamental la tendencia al mantenimiento de unas condiciones óptimas de equilibrio en el organismo. En realidad, la idea de la homeostasis, concepto originario de la fisiología acuñado por Walter B. Cannon en 1932, ha dominado el campo de la motivación durante décadas (Mayor y Montoro, 1985; Mayor et. al., 1987; Mayor et. al., 1989) y ha afectado a construcciones teóricas enraizadas en las más diversas tradiciones, ya sea de corte evolutivo, del campo de la personalidad y del aprendizaje e incluso cognitivas.

 

 

2.3.2. La motivación y la psicología del aprendizaje

 

 

La forzosa eliminación del instinto, al no encajar en los supuestos de un saber científico-natural, dejó un gran vacío teórico que pasaría a llenar el concepto de impulso o drive con apreciables ventajas, entre ellas su operatividad experimental. Es sabido que fue Woodworth (1918) quien propuso la distinción entre drive y mechanism para aludir con el primero de los términos a las funciones dinámicas y con el segundo a las disposiciones directivas (Mayor y Tortosa, 2002).

No mucho después, hacia 1932, Tolman explicaba la conducta propositiva mediante las variables intervinientes drive y cognition. De nuevo, en esta teoría, el primero de los términos denotaba efectos principalmente dinámicos y el segundo efectos principalmente directivos. Su influencia sobre la orientación motivacional del campo del aprendizaje operó, sobre todo, a través de C.L. Hull quien en sus dos importantes obras, de 1943 y 1952, presentó un sistema en el cual el impulso representaba un estado de activación general, una función, pues, dinámica, y el hábito una función directiva. La teoría de Hull, que desarrolla en 1943 el concepto de drive rompiendo la tradición vectorialista, define toda una época de la historia de la psicología por lo que volveremos sobre ella, en el siguiente epígrafe, al abordar la motivación desde una perspectiva diacrónica.

Este desglose entre la activación de la conducta y su dirección flexibilizaba enormemente el proceso motivacional y abría la posibilidad de su regulación por el aprendizaje y los procesos cognitivos superiores. Ayudaba a configurar de este modo una visión más compleja e integrada de los procesos psíquicos que era, a la vez, más acorde con el funcionamiento real de los organismos.

La principal aportación de Hull en este contexto consistió en transformar la ley del efecto en un sistema teórico sistemático y brillante en el cual el refuerzo no era otra cosa que la reducción del impulso. El éxito de esta definición operativa del impulso tuvo como efecto que la motivación pasara a adquirir tanta relevancia en la explicación de la conducta como el aprendizaje, en otro tiempo su referente casi único. La sistemática hulliana sería ampliamente desarrollada, entre otros, por otros protagonistas de primera fila en nuestra historia como Spence, Miller, Mowrer y Brown. 

Pronto un volumen creciente de investigaciones mostraron las limitaciones de la concepción hulliana y, más en general, del modelo de reducción de necesidades, y una serie de desarrollos teóricos trataron de explicar ventajosamente lo que antes explicaba la teoría del impulso general. El propio Hull en una segunda obra fundamental, A Behavior System (1952), admitiría además del factor impulsivo un factor incentivo en la motivación. 

El concepto teorético de este modelo, el incentivo, es algo que atrae desde fuera, a diferencia del impulso, que empuja desde dentro (necesidades). El modelo de incentivo destaca la asociación de los estímulos con el placer o el dolor, así como los esfuerzos del organismo por alcanzar objetos-meta que atraen o repelen.

Entre las formulaciones de incentivo principales, en una referencia necesariamente incompleta, deben mencionarse también las teorías de P.T. Young y la de David McClelland desde la perspectiva de la personalidad. La de Young es una teoría hedónica según la cual los incentivos determinan la activación afectiva, un proceso que determina a su vez la conducta e influye en el aprendizaje. Haremos referencia de nuevo a ambas teorías en los epígrafes siguientes. 

Paralelamente a esta línea de desarrollo que arranca de Thorndike, se despliega otra que parte de Pavlov. Desde principios de los años cincuenta otro concepto explicativo, el arousal iba a irrumpir con fuerza en la psicología, a partir de la interpretación neurofisiológica que Donald O. Hebb realiza de la conducta en sus influyentes trabajos publicados en 1949 y 1955 y de una serie de importantes aportaciones psicofisiológicas de Lindsley, Lacey, Duffy y Malmo, entre otros. Por su parte, la obra de Berlyne, uno de los principales representantes de esta orientación, reflejaba el influjo de la psicología soviética, de Jean Piaget y, especialmente, del propio Hebb, quien en su conocida obra de 1949, The Organization of Behavior-A Neuropsychological Theory, establece la conexión de la psicología occidental con la tradición pavloviana, asociando su nombre al renacer de las teorías fisiológicas en el campo de la psicología (Mayor, 1993).

En cuanto al sistema descriptivo de Skinner, si bien no contiene variables motivacionales en el sentido tradicional (variables intervinientes o constructos hipotéticos), sí utiliza términos para variables empíricas, independientes, como la privación y el refuerzo, conectadas con las variables que denominamos motivacionales. 

 

 

2.3.3. La motivación y la psicología de la personalidad

 

 

Prácticamente al tiempo que Woodworth proponía el concepto de impulso (drive) en la psicología americana, Sigmund Freud lo había introducido, en alemán (trieb), en su artículo Pulsiones y destinos de pulsión (1915), que presenta de una manera sistemática su teoría motivacional de ese momento. En él, describía las características de las pulsiones y distinguía dos tipos básicos: las pulsiones de autoconservación y las sexuales, una clasificación que cambiaría posteriormente.

La teoría psicoanalítica responde igualmente, como ya se ha dicho, a un modelo homeostático, centrado en la idea de la descarga energética y que se inserta en una línea histórica que relaciona los procesos de adaptación con la estructura de la personalidad, en la cual se hacen residir las diferencias individuales. Su originalidad deriva de poner en primer plano las motivaciones inconscientes en cuanto determinantes psíquicos fundamentales.

En relación a las emociones, la obra de Freud abordaba una cuestión problemática que enfrentó a James y Cannon, la primacía del sentimiento o del cambio corporal, y la disolvía postulando que ambos proceden de una evaluación inconsciente. El legado psicodinámico más atractivo lo recogerían las teorías de Charles Brenner, que considera los afectos como una sensación hedónica, y John Bowlby, que integra junto a los conceptos psicoanalíticos otros etológicos, de la teoría del control y cognitivos.

En este mismo marco de la psicología de la personalidad, Kurt Lewin desarrolló en 1938 un sistema topológico conectado con la psicología experimental clásica en el cual la conducta se explica en función de la persona y del ambiente. Su teoría generó un gran volumen de trabajos experimentales e influyó ampliamente en el campo del aprendizaje, a través de Tolman, y en el de la personalidad, a través de H.A. Murray. La teoría de éste último (1938), que trata de integrar métodos experimentales y clínicos, refiere la variable motivacional necesidad a un estado central, hipotético, con unos contornos muy diferentes a la variable necesidad del sistema de Hull y los teóricos del aprendizaje.

David McClelland continuó la investigación empírica con el TAT iniciada por Murray y centró su trabajo en el estudio del logro. Su aportación más significativa para el desarrollo de los conceptos motivacionales, la perspectiva histórica que nos interesa, fue pasar de una concepción de la motivación determinada por la necesidad a una concepción hedonista ligada a la expectativa. Esta tendencia hacia una teoría del valor de expectativa sería desarrollada por J.W. Atkinson y abriría una nueva y fructífera línea de investigación (Mayor y Barberá, 1987).  

Hay que destacar también la teoría de la personalidad de R.B. Cattell, en la cual juegan un importante papel los rasgos dinámicos (ergios, sentimientos, actitudes, los principales). Finalmente, la teoría de la personalidad de H.J. Eysenck, basada en el análisis factorial, es otra de las que han tenido una considerable influencia en la psicología motivacional.  

Presenta interés igualmente citar las teorías que responden al modelo humanista de la motivación plasmado en conceptos como la auto-actualización o el auto-desarrollo. Este modelo subraya la radical especificidad de los motivos humanos, frente a las investigaciones conductistas, basadas en la conducta animal, y a las teorías psicoanalíticas, preocupadas casi de modo exclusivo por la psicopatología.

Entre las formulaciones humanistas más importantes han de citarse la de G. W. Allport, centrada en la idea básica de la autonomía funcional de los motivos respecto a sus condiciones y factores antecedentes. Se trata de un sistema descriptivo de la personalidad sostenido por una filosofía cercana al existencialismo.

Coincide en este aspecto con A. H. Maslow que desarrolla una teoría en la cual las necesidades se organizan jerárquicamente. Sitúa en la base las de naturaleza fisiológica (hambre, sed, etc.) y a continuación, en distintos niveles, las restantes: seguridad, amor y pertenencia, estima, aprobación y reconocimiento, autorrealización, conocimiento y necesidades estéticas. Otra importante distinción es la que establece entre unas motivaciones de deficiencia y unas motivaciones de crecimiento, éstas últimas propias de la persona autorrealizada.

Citemos finalmente el enfoque centrado en la persona, de Carl Rogers y la teoría de los constructos personales de G. A. Kelly (1955: el hombre como científico). Esta segunda constituye una importante referencia para la teoría atributiva de Weiner. Para Kelly, los individuos son activos de forma continua y los conocimientos son los determinantes de la conducta y la fuente de la que derivan sus actitudes y motivos concretos. De ahí que, con frecuencia su teoría se asocie más al modelo cognitivo que al humanista.

El problema de la orientación humanista, llamada en su momento “la tercera fuerza”, junto al conductismo y el psicoanálisis, es que se sitúa al margen de la corriente metodológica principal de la teoría psicológica, lo que acarrea importantes problemas en orden a la verificación empírica de sus hipótesis.

 

 

2.3.4. La motivación y los procesos cognoscitivos

 

 

El estudio de las funciones cognoscitivas en relación con los procesos motivacionales se inicia propiamente con la Escuela de Wurzburgo y aboca a los planteamientos actuales sobre los procesos volitivos. Éstos son un tipo particular de procesos cognitivos superiores distinguibles de la motivación, según H. Heckhausen (1987), J. Khul (1987) y otros autores, pero directamente emparentados con ella, los cuales estarían relacionados con la función de control o autorregulación de la conducta, es decir, el conjunto de mecanismos que mediatizan el mantenimiento de la intención.

A principios del siglo XX, el análisis de los procesos volitivos experimentó un gran auge en la psicología europea a raíz de los trabajos experimentales de Narziss Ach (1910) y de Michotte y Prüm (1910). Su estudio experimental pasó posteriormente a un segundo plano, cuando no al olvido, debido a la influencia del conductismo e, indirectamente, a la interpretación de Lewin que recondujo la volición a la motivación (Arana y Sanfeliu, 1994). Desde los años 1980 el estudio de los procesos volitivos se inserta en la teoría de la acción (o control de la acción), destacando de nuevo la vitalidad de la tradición alemana.

Si volvemos la vista atrás, desde los años 50, y a lo largo de las dos décadas siguientes, el análisis de una serie de trabajos inspirados en la línea hulliana permitió concluir que las cogniciones concernientes a los estados de privación determinan sus efectos psicológicos. Asimismo, quedaban de manifiesto a través de la investigación experimental de laboratorio una serie de ideas igualmente nuevas: las reacciones de ansiedad estaban influenciadas por la manera en que uno se enfrenta cognitivamente a la amenaza; la relación ansiedad-aprendizaje estaba mediada por las percepciones de éxito y fracaso; la respuesta agresiva era una función de las percepciones del frustrador y de las creencias acerca de la propia ira; y la resistencia a la extinción se veía afectada por las adscripciones causales al hecho de no alcanzar una meta. Esta última variable dependiente, tradicional en la prueba de la teoría de Hull, fue examinada por tres concepciones cognitivas de la motivación: la teoría de la disonancia, la teoría del aprendizaje social y la teoría atributiva, coincidentes en su interpretación de que, incluso en este terreno, los enfoques mecanicistas no explican satisfactoriamente los hechos.

Edward C. Tolman y Kurt Lewin facilitaron el tránsito hacia los planteamientos cognitivos, al proponer posibles vinculaciones entre la cognición y la conducta, en el caso de Tolman a través de la representación estructurada de la realidad (los mapas cognitivos) y en el de Lewin mediante la idea de espacio vital (Mayor y Barberá, 1987).

Tolman (1932) fue uno de los primeros en destacar la dirección y selectividad de la conducta la cual, decía, “apesta a intención”. Explicaba la conducta propositiva mediante las variables intervinientes drive, de efectos principalmente dinámicos, y cognition, de efectos principalmente directivos.

Para Lewin (1935), el individuo era un organismo en busca de metas. En su período norteamericano desarrolló un sistema topológico que completó algo más tarde, en 1938, para explicar la conducta en función de la persona y del ambiente: Conducta = f (Persona, Ambiente). La teoría lewiniana, como dijimos, ha influido a la vez en la teoría del aprendizaje, a través de Tolman, y en la teoría de la personalidad, a través de Murray, autor del famoso Test de Apercepción Temática (TAT). Aunque a veces ssu sistema se encuadra en el modelo homeostático, parece más correcto restringir éste a los planteamientos con una clara base biológica, como los de Hull, Freud o la etología.

La obra citada de Miller, Galanter y Pribram (1960), que trata de explicar cómo los planes causan las conductas, y los trabajos de White (1959) y Hunt (1965), en el campo específico de la motivación, han jugado un importante papel de avanzada como precedentes más inmediatos. En el camino hacia el presente han de mencionarse también las aportaciones de L. Festinger (1957) sobre la disonancia cognitiva, la teoría del aprendizaje social y la motivación de logro (Rotter, McClelland) y la teoría de la atribución (Heider, Kelley) (Mayor, 1997).  

En el campo de la psicología de la emoción, los antecedentes de la orientación cognitiva se retrotraen a William James y Walter B. Cannon. La posibilidad de que las emociones pudieran ejercer una influencia dinamogénica sobre la conducta motora manifiesta se apoyó en la delimitación que hiciera W.B. Cannon (1915) de los mecanismos fisiológicos a través de los cuales las emociones podían llevar a cabo funciones de emergencia.

La tradición cognitiva de base fisiológica y neurobiológica, retomada en la década de los sesenta, recibió un fuerte impulso con las investigaciones de Stanley Schachter y Jerry Singer (1962), que desarrollaban ideas avanzadas mucho antes por Marañón (Carpintero, 1996). Estos antecedentes conducirían a formulaciones posteriores tan sugerentes como las de Schachter (la emoción como etiqueta de la activación fisiológica), Arnold (la emoción como evaluación primaria), Lazarus (la emoción como evaluación específica y respuesta de afrontamiento) y Weiner (las emociones como resultado de la atribución).

 

 

3. PERSPECTIVA DIACRÓNICA: GRANDES ETAPAS HISTÓRICAS 

 

 

A estas altura del texto, queda ya claro que la motivación logra su pleno estatuto experimental y científico por la confluencia de una serie de factores. Entre los más importantes figura, en primer lugar, la fuerza con que arraigó la idea darwiniana de la continuidad esencial entre la especie humana y los animales. Además, la teoría de la evolución se fundaba en la metodología observacional, de ahí que la influencia de Darwin operara en un doble plano: por un lado ensanchaba la definición de la psicología al ampliar su objeto y, por otro, brindaba a los psicólogos un modelo de saber científico riguroso y distinto al de la fisiología experimental que fue el que adoptó desde Leipzig la psicología naciente.

Un segundo factor que propició el determinismo y el consiguiente declive de la libertad de la voluntad, fue el surgimiento del enfoque científico-natural. Pesaron también, en tercer lugar, una serie de cualificadas aportaciones teóricas, sobre las cuales hemos de volver, entre las cuales destacan las de McDougall, Woodworth, Cannon y Freud. Todas ellas coinciden en la necesidad de investigar los antecedentes causales (motivacionales) de la conducta.

No obstante, la problemática motivacional no se abre paso en los laboratorios experimentales, de manera decidida, hasta iniciarse la década de 1920. Como dijimos, la nueva disciplina, la psicología científica, se centró en sus comienzos en otros temas, principalmente, en primer lugar, en las sensaciones y después, acusando el impacto del descubrimiento pavloviano de los reflejos condicionados, en las vías del aprendizaje. Finalmente, la motivación emergería como tema normal de estudio tras un complicado curso que culmina con su plena entrada en los laboratorios.

En esta trayectoria seguida por la psicología motivacional cabe distinguir, según el esquema perfilado por Brown (1979), una serie de etapas históricas: 1ª Período de experimentación pionera (1895-1923). 2ª Período de experimentación sistemática (1924-1942). 3ª Era Hull-Spence (1943-1967). 4ª Nuevas aproximaciones (desde 1967).

Destacaremos ahora en especial la primera de las etapas, con algunas aportaciones experimentales poco conocidas que ponen en cuestión ideas no del todo exactas repetidas frecuentemente, como la inexistencia antes de la segunda década del siglo XX de una psicología de la motivación de base experimental.

Aunque el estudio sistemático de los fenómenos motivacionales no se inicia hasta los primeros años de la década de 1920, las tres décadas anteriores estuvieron marcadas por unas cuantas investigaciones que prefiguraban esfuerzos de mayor alcance.

En este período de experimentación pionera (1895-1923) destacan los experimentos desarrollados por Elmer Gates (1859-1923), Edward L. Thorndike (1874-1949), Yerkes-Dodson (1908) y la demostración de Watson-Rayner (1920). Todos estos estudios, de naturaleza y alcance diversos, constituyen ejemplos paradigmáticos del estudio de la motivación.

Elmer Gates (1859-1923) es el psicólogo más desconocido de los citados y merece la pena reseñar su interesante trabajo, uno de los primeros estudios experimentales sobre la conducta motivada mediante shock eléctrico y hambre (1895). Gates tenía planeado describir los detalles de sus experimentos en un libro que al parecer no llegó a publicar, pero de lo que nos cuenta se desprenden algunos aspectos interesantes que no pasaron desapercibidos en las revisiones clásicas de la psicología experimental de la motivación. En efecto, Gates puede que haya sido el primero en aplicar shocks eléctricos aversivos a las respuestas erróneas en situaciones de aprendizaje de laboratorio y fue el primero en criar animales en condiciones de completa oscuridad e iluminación monocromática constante y en ambientes acústicamente empobrecidos. Implementó también un método de aprendizaje discriminativo que implicaba recompensas apetitivas semejantes a las que se emplearon posteriormente con primates. El método desarrollado por Gates en diferentes grupos de perros se extendió pronto por los laboratorios de biología y psicología de todo el mundo y se aplicó a todo tipo de animales.

Los primeros experimentos de Edward L. Thorndike (1874-1949) sobre solución de problemas tuvieron una gran significación, no sólo para las concepciones posteriores del aprendizaje sino también para mostrar la importancia de una motivación adecuada en el aprendizaje por ensayo y error. Como él mismo señaló en un estudio clásico, para conseguir que los animales, en concreto pollos, realizaran su tarea era necesario “predisponerlos”, motivarlos adecuadamente (Thorndike, 1898). Otra aportación de sus estudios con gatos atañe a la denominada “motivación de incentivo adquirida”, ahora bien no parece que manipulara la motivación sistemáticamente.

Merecen también una mención especial las múltiples contribuciones de Robert M. Yerkes, importante innovador de la experimentación en psicología  comparada, especialmente sus experimentos con Dodson de1908. La conocida como ley de Yerkes-Dodson establece la relación entre la intensidad del castigo por los errores cometidos y el desempeño en tareas de discriminación de dificultad variable. Yerkes y Dodson para precisar el sentido de su estudio adujeron que los estímulos del shock proporcionaban un motivo para la evitación del túnel negro.

El estudio de la conducta infantil que J.B. Watson inicia en 1916 en la clínica psiquiátrica Phipps le llevó a cambiar su inicial teoría pansexualista acerca de la emoción. Según Watson, los niños estarían sujetos a tres tipos de estímulos incondicionados que generarían sendas respuestas emocionales incondicionadas: el miedo, la ira y el amor. A partir de estas pautas simples se generarían, por condicionamiento entre los diferentes estímulos evocadores de respuestas emocionales, las restantes reacciones afectivas: la ira, por ejemplo, daría lugar a odio, enojo, celos, etc. (Tortosa y Mayor, 1992).

A finales de 1919 Watson, con la ayuda de Rosalie Rayner, trató de demostrar su teoría mediante el conocido experimento dirigido a implantar en el pequeño Albert el miedo a la rata blanca. Posteriormente se proponía erradicar este miedo mediante procedimientos como la extinción y el recondicionamiento, pero como es sabido Watson no pudo realizar esta última fase. Poco después, una amiga de Rosalie, Mary C. Jones, aplicó a otro niño, Peter, un proceso de descondicionamiento que inspiraría la técnica de la desensibilización sistemática de Wolpe.

Aunque ciertas inconsistencias en la descripción de las pruebas pueden restar valor al experimento de Watson-Rayner (1920) y su significación para la motivación sólo fuera indirecta, su demostración del condicionamiento emocional ha permanecido como una piedra angular de muchas concepciones actuales acerca de la emocionalidad aprendida y las fuentes de la motivación adquirida. Sugería también la idea, actualmente popular, de que los miedos pueden llegar a estar condicionados a indicios situacionales.

En el campo de las emociones, la teoría de Watson inspiraría una tradición socio-conductual impulsada, entre otros, por Skinner y Millenson, que destaca los procesos de condicionamiento y entiende las emociones como respuestas condicionadas que se generan cuando un estímulo neutro se asocia con un estímulo incondicionado que es capaz de elicitar una respuesta emocional intensa. La principal contribución de Skinner (1953) fue poner de manifiesto que la mayor parte de las respuestas emocionales están regidas, como las demás conductas, por sus consecuencias. Por su parte, Millenson (1967) elaboró una contribución más sistemática en la cual las diferentes emociones se consideran resultado de intensidades distintas de reforzadores positivos o negativos o mezcla de emociones básicas (la ansiedad, la ira y la alegría). Sin embargo, de los numerosos trabajos que tratan la emoción desde esta perspectiva, pocos han abordado la naturaleza general de la misma.

Una segunda etapa en la experimentación de los temas motivacionales (1924-1942), viene delimitada, por un lado, por el desarrollo de los primeros estudios sistemáticos y, por otro, por la publicación de Principles of Behavior (1943), de Hull, obra que impulsó sobremanera tanto la actividad teórica como la experimental. Este período está marcado por trabajos clásicos de la historia de nuestro campo de gran significación: los trabajos de Richter sobre los estímulos internos como impulsos (drives) y señales (cues), la obra experimental de Warden y Tolman y colaboradores sobre los problemas del incentivo, y las contribuciones de Mowrer, Miller, Estes y Skinner al estudio de la ansiedad condicionada.

En primer lugar, las concepciones estímulo-respuesta de Watson, de tan gran simplificación, se vieron enriquecidas por las aportaciones de Hull, Skinner y otros. Estudios de esta época como los de Richter sobre la relación de los estados corporales con la actividad espontánea, apuntalaron la consideración de los estímulos internos como “incitadores” (goads) o impulsos para la acción. Richter defendía que la actividad era “espontánea”, no porque no tuviera causas, sino porque aparecía en ausencia de estímulos externos identificables fácilmente. Además ganó predicamento la noción de que esos eventos internos podrían conectarse asociativamente con la conducta manifiesta, idea de la que se hicieron eco los estudios de Hull sobre el valor indiciario del hambre y la sed en el recorrido de laberintos.

En segundo lugar, se realizan nuevas investigaciones sobre la relación entre las dimensiones de la recompensa y la adquisición y mantenimiento de acciones complejas. Las más representativas son la obra experimental de Warden (1931), implementada con la caja de obstrucción de Columbia que desarrolló en colaboración con Jenkins, y los experimentos sobre los problemas del incentivo llevados a cabo por Tolman y colaboradores a finales de los años 20 y principios de los 30. Warden no entendía el impulso en el mismo sentido que Richter, sino como una tendencia comportamental dirigida al incentivo que partía de la interacción entre un estado interno con un objeto meta externo.

En cuanto a Tolman, sus estudios sobre los incentivos, inspirados en el concepto de cognición, aportaron ideas tan estimulantes para la investigación posterior como la de la conducta molar, las noción de variables intervinientes entre la conducta final y sus antecedentes, la idea de que los propósitos, cogniciones y demandas pueden definirse operacionalmente en términos de conductas observables, el concepto de aprendizaje latente (enriquecido con el estudio de H.C. Blodgett, que sugería que los animales no recompensados aprendían sobre el laberinto incluso cuando no eran alimentados) y, lo más importante quizá desde la perspectiva que anima este artículo, la distinción entre desempeño abierto y aprendizaje encubierto (este último requiere para ser efectivo la presencia de un agente motivador).

Están, en tercer lugar, las importantes contribuciones de Mowrer (1939), Miller (1941, 1948), Estes y Skinner (1941) al estudio de la ansiedad condicionada. En este fértil período se avanza también la idea de que las emociones no siempre tienen efectos desorganizadores sobre la conducta.

Citemos finalmente la revisión teórica de Troland (1928), trabajo especulativo en el que formulaba una teoría hedónica de la motivación humana, y el importante libro de Young (1936) desde una perspectiva ya moderna, que conoció en poco tiempo doce ediciones.

La denominada Era Hull-Spence (1943-1967), que se abre con Principles of Behavior (1943) y se clausura con la inesperada muerte de Spence (1967), prefigura de un modo decisivo la problemática motivacional del último tercio del siglo XX, tanto por las contribuciones de los dos autores que dan nombre al período como por otras aportaciones, incontables, de sus partidarios y adversarios.

Clark L. Hull (1884-1952) presentó su sistema en dos obras fundamentales: Principles of Behavior (1943) y A Behavior System (1952). Sistematizaría con su discípulo K.W. Spence (1907-1967) la que iba a ser durante largo tiempo, casi hasta nuestros días, la teoría motivacional más completa e influyente.   

La teoría que presenta Hull en Principles of Behavior (1943) respondía a un modelo de comportamiento fundamentalmente negativo, en el sentido de que concebía la raíz de la conducta motivada, la necesidad, como una perturbación del equilibrio homeostático que desencadenaba las conductas capaces de restablecerlo. Para la teoría del impulso, el sentido de la conducta no es otro que reducir las necesidades organísmicas.

Las limitaciones del modelo de Hull llevaron a la formulación de otros modelos, como los de activación e incentivo, más para complementarlo que para sustituirlo, aunque quizá arranquen de su fracaso la revitalización de posturas nuevamente racionalistas y el consiguiente alejamiento de las exigencias de la metodología experimental. Se hizo patente, en efecto, la incapacidad del modelo de reducción de necesidades de Hull para explicar las conductas directamente motivadas por el hambre, la sed y el sexo, que eran los ejemplos paradigmáticos del mismo, y, por supuesto, su incapacidad para dar una explicación coherente de las motivaciones que no reducen ninguna necesidad orgánica conocida (por ejemplo, la curiosidad) o que buscan o incrementan el impulso o la tensión, en vez de reducirlos.

En el campo de la motivación humana, destacan en estos años las investigaciones sobre la ansiedad manifiesta y la imaginación de logro de Janet Taylor Spence (1951) y David C. McClelland (1953) y colaboradores, respectivamente. Es también el momento en que se plantean diversas alternativas al concepto de impulso general (Hebb, Lindsley, Malmo) y se producen los grandes hallazgos de Olds y Milner (1954) sobre la estimulación recompensante del cerebro.

Tras la consagración paradigmática y el posterior desmoronamiento del sistema de Hull y Spence, proceso bien documentado a través de los sucesivos Nebraska Symposium on Motivation (Mayor et., 1989), se abría un período nuevo en la historia de la psicología de la motivación moderna, una etapa mucho mejor conocida que cursa con desarrollos, aunque en proporciones muy desiguales, en las cuatro direcciones clásicas anteriormente delimitadas: la psicología motivacional de raíz biológico-instintiva, la anclada en la tradición de la psicología del aprendizaje, la conectada con el campo de la psicología de la personalidad y, sobre todo, la psicología de los procesos motivacionales que auspicia la psicología cognitiva y llega hasta nuestros días.

 

 

4. CONCLUSIÓN

 

 

Si bien la psicología ha experimentado cambios profundos durante la segunda mitad del siglo XX, el pensamiento contemporáneo sobre la motivación y la emoción representa en buena parte, como puede colegirse de lo escrito, una síntesis de teorías, hallazgos y propuestas formulados por varias generaciones de psicólogos.

Los filósofos y científicos anteriores a la fundación de la moderna psicología, e incluso las primeras hornadas de cultivadores de la nueva ciencia nacida en Alemania, según convención generalizada, en torno al laboratorio de Wundt (1879), tendieron a buscar explicaciones únicas y a veces simples de la conducta y, en esa medida, se sirvieron de aproximaciones unidimensionales para describir los motivos, las emociones y sus representaciones mentales. En estos ámbitos, las explicaciones rígidamente homeostáticas, mecanicistas, han sido arrumbadas por la constatación de que los procesos implicados obedecen a principios complejos, si bien reglados. La psicología de hoy admite normalmente que son varios, y en ocasiones numerosos, los procesos psicológicos y biológicos que motivan nuestra conducta y tiñen de emocionalidad nuestra experiencia.

El giro indudable en el plano de la teoría se ha acompañado por un desarrollo extraordinario en el terreno de las aplicaciones motivacionales y emocionales que, a partir de las áreas pioneras, la clínica, la educativa y la laboral, abarcan hoy la práctica totalidad de las actividades humanas. Paradójicamente esta expansión, expresiva de la riqueza de enfoques y posiciones, no favorece tampoco la imagen de unidad del campo (Mayor y Tortosa, 1995).

A la vez que han ido quedando obsoletos los modelos sobre la motivación y la emoción basados en uno o muy pocos factores explicativos, aislados y exclusivos, se ha abierto paso también la pluralidad metodológica. La renovación epistemológica e historiográfica producida en la psicología, sobre todo, desde las décadas finales de la última centuria, ha hecho posible el surgimiento de laudables intentos para integrar, teórica y metodológicamente, los distintos tipos de variables y niveles de la motivación y emoción. Pero el recorrido histórico por las principales rutas de la psicología motivacional apunta con claridad a que la coexistencia, probablemente no coyuntural, de diferentes orientaciones conceptuales y metodológicas es debida a profundas y estables razones de naturaleza histórica.

Las numerosas hipótesis y teorías que han tratado de explicar los motivos humanos responden a menudo a posiciones epistemológicas muy diversas, cuando no enfrentadas. Su arranque de tradiciones de investigación particulares y su utilización preferente, cuando no exclusiva, de técnicas de estudio también específicas, hacen bastante difícil la integración de los distintos enfoques. Por otra parte, se trata en muchos casos de microteorías o series de hipótesis que sólo en términos laxos cabría calificar de teorías.

En el campo de las emociones las cosas no han discurrido de modo muy diferente. Las principales controversias actuales tienen su origen en los planteamientos históricos y atañen a las emociones básicas, la primacía de la biología o la cognición en la génesis emocional y la integración de sus distintas dimensiones (Mayor, 2003a y 2003b). El estudio de las vivencias subjetivas arranca de una tradición que inician, separadamente, Wilhelm Wundt (1832-1920) y Sigmund Freud (1856-1939), el estudio de las reacciones fisiológicas atribuibles a estímulos de naturaleza emocional enlaza con la tradición que encabezan William James (1842-1910) y Walter B. Cannon (1871-1945) y, finalmente, el estudio del componente expresivo, conductual y social, de las emociones entronca con una tradición que inicia Charles Darwin (1809-1882) y que va a desarrollar, desde presupuestos originales, John B. Watson (1878-1958).   

Terminemos. La psicología de la motivación no está hoy unificada en cuanto a su objeto, métodos y objetivos, tampoco lo ha estado nunca. Este aserto, que puede predicarse de la psicología en su conjunto, se presenta sin duda con caracteres magnificados en un campo tan proclive a la diversidad de acercamientos como el de los motivos humanos (Mayor et al., 1987; Mayor y Tortosa, 1995). 

Se ha dicho con frecuencia que la psicología de la motivación cuenta con un largo pasado, forjado más de especulaciones de sillón que de hechos científicos, y quizá quepa augurarle un largo y prometedor desarrollo al que apuntan la vitalidad y amplitud de miras con que se ofrece en el presente. Cabe albergar, sin embargo, serias dudas de que en un futuro más o menos próximo alcance ese ideal de unificación, programática y procedimental, que algunos cifran en una psicología de la motivación cognitiva de base experimental.

 

 

 

 

 

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