VOLUMEN: 4 NÚMERO: 7

 

LA PREDICCIÓN DE LA CONDUCTA A TRAVÉS DE LOS CONSTRUCTOS QUE INTEGRAN LA TEORÍA DE ACCIÓN PLANEADA

Amparo Carpi Ballester y Alicia Breva Asensio
Universidad Jaume I (Spain)
Universidad de Sevilla (Spain)

 


    La diversidad de factores que intervienen en el inicio, mantenimiento y finalización de una conducta específica confiere a la misma un carácter de complejidad, siendo objeto de la psicología el estudio de los distintos procesos que la integran. El comportamiento humano es directamente observable, no así los procesos psicológicos que se desencadenan antes, mientras o después de la ejecución del mismo. No obstante, el conocimiento de dichos factores es un tema fundamental en el ámbito de la psicología. En este orden de cosas, la psicología trata de comprender, es decir, explicar el comportamiento, y predecirlo con anterioridad a que éste se lleve a término. Se trata de anticiparnos a los hechos, conociendo con qué probabilidad se va a desencadenar una conducta, y bajo qué condiciones, tanto individuales, como ambientales. Esta predicción no es una tarea fácil debido a la diversidad de factores que están implicados en la manifestación de un comportamiento. Desde el principio de la evolución filo y ontogénetica, la anticipación a los acontecimientos, es decir, la predicción de los mismos, ha permitido la supervivencia de los organismos. Por tanto, no resulta difícil aceptar la importancia que presenta para la disciplina psicológica la predicción de la conducta antes de que ésta se lleve a cabo. No obstante, esta predicción es un trabajo arduo, ya que hay que delimitar de forma clara qué factores intervienen dentro de un contexto determinado.

    De un modo muy general, podemos considerar que la conducta humana se puede predecir atendiendo a factores psicológicos y sociales. Por lo que se refiere a los factores psicológicos, podemos diferenciar entre características afectivas (ej. estados de ánimo y emociones) y cognitivas (ej. creencias y expectativas). Por lo que se refiere a los factores sociales (ej. redes y normas sociales), éstos actuarán facilitando o inhibiendo la manifestación de una conducta dada. Todos los factores comentados deben ser considerados a la hora de predecir la aparición, el mantenimiento o la extinción de una conducta en un contexto determinado.

    La mayoría de investigaciones que se han centrado en este campo, es decir, en el estudio de los distintos factores que pueden predecir el comportamiento, ha dado una relevancia especial a los factores cognitivos, y, especialmente, a las actitudes. Así, observamos como los otros factores implicados en la aparición, mantenimiento o extinción de una conducta, factores sociales y afectivos, quedan relegados, en muchas ocasiones, a un segundo lugar.

    Cuando se hace referencia a la necesidad de conocer la actitud para poder predecir la conducta que la persona podría o no realizar, hay que determinar si dicha conducta es general o específica. En este sentido, resulta de poca utilidad predecir una conducta específica (dejar de fumar) a partir de una actitud general (valorar positivamente la salud) y viceversa, de una conducta concreta (no abandonar el consumo de tabaco) no se puede desmentir una actitud general (menospreciar la salud). En la probabilidad de ejecución de un comportamiento concreto ha de tenerse en cuenta el tipo de conducta, el objeto hacia el cual se dirige la misma, el lugar donde se lleva a cabo y el momento en el que transcurre la acción (Morales, Moya y Rebolloso, 1994). Los distintos elementos que influyen en el inicio de una acción nos conducen a valorar las distintas creencias que están en juego, y no atender tan sólo a una creencia general, ya que no se otorga el mismo grado de aceptación o rechazo a cada uno de los componentes específicos que la conforman. Por ejemplo, conocer la actitud favorable hacia la salud coronaria puede decirnos muy poco sobre las conductas específicas que el individuo realizará para mantenerla. Así, no podemos conocer de antemano si, un individuo, tras adoptar una actitud positiva hacia la salud coronaria, va a abandonar el hábito tabáquico, practicar ejercicio físico, eliminar el consumo de grasas, etc. El conocimiento del mayor número de creencias específicas sobre la conducta, conjuntamente con el efecto de la valoración de las mismas, va a permitir una mejor predicción de la actitud y, por tanto, de la intención concreta de llevarla a término.

    Pero la actitud no es la única variable que tiene que tomarse en consideración para explicar el comportamiento. Según Fishbein y Ajzen (1975) en su Teoría de Acción Razonada (TAR) varios factores anteceden y explican el comportamiento humano. Concretamente, esta teoría trata de explicar las conductas que están bajo control consciente de los individuos a partir de distintos determinantes que la preceden y la explican. Para estos autores el determinante inmediato de la conducta no es la actitud propiamente dicha, sino la intención de realizarla. A su vez, la intención de conducta tiene dos precursores que la explican; uno estrictamente individual, como es la actitud acerca de la conducta, y otro de carácter colectivo y social, que hace referencia al contexto socio-cultural del individuo, acuñado como norma subjetiva (Fishbein y Ajzen, 1975; Ajzen 1989; Morales, Rebolloso y Moya 1994) (ver figura 1). Tanto la actitud como la norma subjetiva están determinadas por otros factores que las anteceden, y que nos ayudan a comprender la conducta. Por lo que se refiere a la actitud, ésta viene determinada por cada una de las creencias que la persona posee hacia el objeto (sea cosa, persona o institución) y la evaluación positiva/negativa realizada hacia cada una de esas creencias. Esta evaluación es el componente afectivo de la actitud, determinando la motivación y la fuerza de la intención de conducta. Se pueden poseer distintas creencias pero éstas, por sí solas, no conducen a la acción. Una evaluación alta de las mismas por parte de un individuo indica la importancia que tienen para él y el grado de compromiso con ellas.

Figura 1
Teoría de la Acción Planeada

 

    Las creencias varían en función de su origen; distintos procesos pueden intervenir en la formación de las mismas. Así, nos encontramos que las creencias pueden conformarse a partir de los siguientes procesos:
    a) la experiencia directa con el objeto de actitud, a través de la cual se recoge información sobre las características de dicho objeto. Las actitudes conformadas a partir de este proceso poseen mayor fuerza y son más resistentes al cambio.
    b) la experiencia indirecta con el objeto de actitud, a través de la cual se otorgan los mismos atributos a dicho objeto por la similitud que guarda con otros objetos con los que hemos tenido una experiencia directa previa. Las creencias configuradas a partir de este proceso se denominan creencias inferenciales.
    c) La información que recogemos a partir de los otros, ya sean los medios de comunicación (mass-media), o fuentes más o menos directas, como la familia, amigos, etc. Dicha información va a ser aceptada como propia y real, siempre y cuando no se contradiga con las creencias conformadas a partir de la experiencia directa o indirecta.

    Por lo que se refiere a la norma subjetiva, ésta viene determinada, por un lado, por la percepción de las creencias que tienen las otras personas significativas acerca de la conducta que el individuo debe realizar y, por otro lado, por la motivación del individuo para satisfacer las expectativas que los otros significativos tienen sobre él.

    En este sentido, este proceso diferencial de formación de creencias contribuye a que cada una de ellas posea un peso según cada individuo y objeto de actitud. Las actitudes más salientes, conjuntamente con la evaluación de las mismas, permitirán predecir mejor la intención de conducta (Fishbein y Ajzen, 1975). Además, el conocimiento sobre las creencias específicas de lo que los otros piensan de cada uno de los comportamientos específicos (hábito de fumar, práctica de ejercicio físico, alimentación sana, etc.) va a influir en la intención de llevar a cabo o no una conducta general (mantenimiento de salud), siempre en función de la motivación para complacerles.

    Ahora bien, en otro orden de cosas, no todas las conductas se encuentran bajo control consciente del individuo. Para aquellas conductas que se caracterizan por un bajo control por parte de los individuos, la TAR no es un buen marco a partir del cual predecirlas. Existen muchas situaciones en las que pueden surgir imprevistos, o en las que se necesitan ciertas habilidades o recursos por parte de los individuos que, en última instancia, podrían interferir en la intención de llevar a cabo una conducta (Ajzen, 1985; Ajzen y Maden, 1986). Este sesgo llevó a incluir un tercer determinante de la intención de conducta, el control percibido, recogido en la Teoría de la Acción Planeada (TAP) que fue desarrollada a partir de la TAR (Ver figura 2).

Figura 2
Teoría de la Acción Planeada

  


    
Aunque se posea una actitud favorable hacia una conducta, la probabilidad de llevarla a cabo va a depender, entre otros factores, de la percepción de control por parte del individuo sobre su conducta. Así, la percepción de que puede llevar con éxito la conducta se basa en la creencia de control, sin la cual difícilmente se manifestará la conducta aunque poseamos una actitud muy favorable hacia ella. Así, siguiendo con el ejemplo anterior, una persona puede tener una actitud muy favorable hacia la salud coronaria, y, más específicamente, hacia el abandono del hábito tabáquico pero si la persona percibe que tiene poca capacidad de control para abandonar dicho consumo, ya sea porque considere que no tiene la suficiente habilidad o porque considere que los comportamientos de los demás pueden interferir en su decisión de abandono, esta conducta saludable no será realizada. Por tanto, a partir de este ejemplo, es posible observar que este tercer elemento incorporado a la TAR, la percepción de control, está conformado, tanto por variables internas (percepción de capacidad, habilidad de acción), como por variables externas (oportunidad de acción, obstáculos, tiempo, cooperación, etc.). La inclusión de este tercer determinante ayuda a mejorar el pronóstico de la conducta. El efecto de la percepción de control sobre la conducta puede ser directo o indirecto. Así, en primer lugar, ésta puede incidir en la intención de conducta modulando el efecto que los antecedentes comentados (actitud y norma subjetiva) tienen sobre la intención o puede incidir directamente en la intención de llevar a cabo una conducta sin considerar los antecedentes de dicha intención. En segundo lugar, la percepción de control es un factor independiente de predicción de la conducta. Así, pueden existir distintas situaciones en las que, a pesar de que exista intención de realizar determinada conducta, ésta no sea llevada a cabo porque algún tipo de obstáculo interfiere en la consecución de tal deseo. En estos casos se puede observar que la percepción de control actúa directamente sobre la conducta, modificándola o inhibiéndola (Ajzen, 1987). Esta teoría ha aportado amplia información al estudio del comportamiento humano, al constatar que no todas las conductas se hallan bajo control consciente.

    Por lo que respecta a este tercer constructo, diferentes autores han señalado las similitudes y diferencias existentes entre éste y otros constructos relacionados. Concretamente, en ciertas ocasiones, este concepto ha sido equiparado al concepto de autoeficacia propuesto por Bandura (1977). Por su parte, Azjen (1980) ya manifestó la similitud de dichos conceptos cuando introdujo el constructo de percepción de control, aunque consideraba que este último era mucho más amplio y estaba conformado por un gran número de variables. Tal como fue descrita por su autor, la percepción de control está integrada tanto por un conjunto de variables externas al individuo (por ejemplo, la oportunidad de acción, el tiempo o momento en que la conducta ha de realizarse, la necesidad de otras personas para realizar la acción o los obstáculos que éstas puedan interponer para que dicha acción no sea llevada a término, etc.), como por variables internas (por ejemplo, la percepción de habilidad para llevar a cabo la acción, la percepción de eficacia, etc.).

    Por su parte, Bandura (1987) elaboró la Teoría de la Autoeficacia con el objetivo de explicar la conducta humana y los factores que intervienen en su motivación, es decir, en la ejecución y/o mantenimiento de la misma. La autoeficacia puede definirse como la evaluación de las propias capacidades personales ante la posibilidad de la acción. Así, este constructo hace referencia principalmente a las variables internas al individuo, englobando la percepción de habilidad ("soy capaz de") y la percepción de eficacia (cumplimiento de las expectativas tras la ejecución de la acción). Distintos elementos o procesos contribuyen a la formación de la autoeficacia. Concretamente, nos referimos a: la experiencia directa, el aprendizaje por observación, los mensajes persuasivos y la activación fisiológica. Estos elementos describen cómo determinadas variables o características, tanto externas como internas al individuo, ayudan a conformar las creencias que uno mismo tiene acerca de lo que es capaz o no de realizar. Las personas van formando su percepción de autoeficacia basándose en los comportamientos realizados, en los comentarios emitidos en su entorno y en los refuerzos que otras personas de su alrededor emiten respecto a la conducta que ha sido realizada.

    La experiencia directa es la principal fuente de formación del concepto que un individuo tiene de sí mismo, es decir, del autoconcepto. En este sentido, las consecuencias que se obtienen tras la realización de la propia acción informan acerca de la capacidad de uno mismo para realizar una conducta y de si se pueden controlar las variables circunstanciales en la que ésta ha de llevarse a cabo. Así, la experiencia y las consecuencias obtenidas contribuyen, por un lado, a la formación del autoconcepto, y, por otro lado, a desarrollar el sentimiento de autovalía personal, aspectos éstos necesarios para afrontar con cierta seguridad las distintas situaciones.

    La experiencia vicaria, aunque es secundaria en cuanto a importancia a la experiencia directa, también es una fuente de información bastante valiosa. La observación de las consecuencias que determinada acción tiene en otro individuo que la ejecuta puede conducir, en un futuro más o menos próximo, tanto a inhibir como a promover la propia acción, según la evaluación positiva o negativa de las consecuencias observadas en los otros. Durante este proceso de comparación social el individuo va formando su percepción de  sus propias capacidades o habilidades para hacer frente a diversas situaciones.

    La persuasión es otra de las vías que ayuda a conformar la percepción de eficacia. Los intentos de las personas del entorno de convencer y animar a que se lleve a cabo una acción pueden ofrecer seguridad y apoyo para que realmente se lleve a cabo una conducta determinada. No obstante, la persuasión es una fuente más débil que las anteriores para la formación del concepto de autoeficacia. La efectividad de esta fuente varía en función de distintas variables, como, por ejemplo, de ciertas características relacionadas con la personalidad del que intenta persuadir, de la credibilidad que éste transmita y de lo hábil que sea para lograr que se realice una acción. Así, si la fuente de persuasión no es creible para el individuo, bien porque se le considere con poca información o conocimientos, o bien porque no proporciona los suficientes argumentos, los mensajes transmitidos por esta fuente no serán considerados.

    Por último, la activación fisiológica desencadenada ante un acontecimiento también puede contribuir a la fomación del autoconcepto de eficacia. La activación puede ser un importante elemento modulador de las capacidades que una persona cree poseer, pudiendo interferir en el proceso de evaluación de uno mismo. Según Bandura (1987), la información aportada por la activación psicofisiológica influye en la eficacia percibida a través de los procesos de evaluación. Así, cuando se produce dicha activación ante la posibilidad de ejecución de una conducta, el individuo evalúa distintos factores. Entre estos factores destacan la/s fuente/s elicitadoras de la activación, la intensidad de la activación, las circunstancias en las que se produce dicha activación y la forma en que ésta influye sobre el propio rendimiento. Por lo que se refiere a este último factor, el autor pone de manifiesto que la experiencia previa juega un papel muy importante. De este modo, existen individuos que perciben dicha activación como facilitadora de la acción, mientras que otros la perciben como inhibidora de la misma. En este orden de cosas, nos encontramos que cuando la activación fisiológica se ha acompañado de éxito tras la ejecución de una conducta en experiencias previas, esta activación es considerada por los individuos como facilitadora de la acción, mientras que, por el contrario, cuando se ha acompañado de fracaso, es considerada como inhibidora o debilitadora de dicha acción. Además, no hay que olvidar, siguiendo la ley de Yerkes-Dodson, que, por lo general, niveles moderados de activación facilitan la ejecución de una conducta, mientras que niveles muy elevados la dificultan. La dificultad interactúa con la intensidad de la activación, de modo que el nivel óptimo de motivación es más alto para actividades fáciles y más bajo para actividades difíciles. La forma de interpretar dicha activación influye directamente en la autoeficacia percibida. Los individuos que suelen considerar la activación fisiológica como signo de ineficacia personal tienen mayor probabilidad de que su autoeficacia percibida disminuya; por el contrario, aquellos que suelen considerar la actividad fisiológica como signo de eficacia personal tienen mayor probabilidad de que su autoeficacia percibida se incremente. Esto se debe principalmente a que si existe una tendencia a atribuir la activación a deficiencias personales, la atención dispensada a las señales viscerales puede conllevar un incremento de la misma activación. La cualidad de dicha activación vendrá desencadenada por los factores sobresalientes de la situación. Por ejemplo, un individuo interpretará como miedo la activación provocada por cualquier situación amenazante. En suma, según este autor, la relación entre la activación fisiológica y la autoeficacia viene mediada tanto por factores internos como externos.

    Estas fuentes que contribuyen a la formación de la percepción de autoeficacia están incluidas, no sólo en el tercer antecedente de la TAP sino también en la actitud y norma subjetiva. Es decir, la actitud se forma a través de las distitnas experiencias directas e indirectas que el sujeto atraviesa a lo largo de su vida, mientras que la norma subjetiva recoge la información recibida a través de procesos persuasivos. Por tanto, la percepción de control puede modificar o verse modificada por los antecedentes individuales y colectivos que integran la TAP. A su vez hay que considerar que este constructo no está formado únicamente por la percepción que uno tiene de sí mismo (aspectos internos) sino también por la percepción de las oportunidades o dificultades que se encuentran en el entorno y que pueden interferir en la conducta a realizar (aspectos externos). Así, aunque la conducta no se lleve a cabo, en muchos casos, únicamente por la falta de habilidades, es decir, de aspectos internos, la falta de oportunidad de ejecución o la dependencia de otras personas, es decir, aspectos externos también influyen para realizar una intención de conducta.

    A la hora de realizar la medida de la percepción de control o autoeficacia en la predicción del comportamiento humano, hay que tener en cuenta los aspectos metodológicos que contribuyan a la validez de la medida realizada. Como ya advitieron Ajzen y Timko (1987) sobre la medición tanto de este constructo, como de los otros que integran la TAP, se ha de tener en cuenta el principio de correspondencia. En este principio se indica que la predicción de conducta será más satisfactoria cuando en la medida realizada se tenga en cuenta la especificidad o generalidad de la acción. Es decir, actitudes específicas correlacionarán de manera satisfactoria con conductas específicas, teniendo en cuenta en dicha especificidad tanto la conducta en sí, como el momento y lugar en que ésta ha de realizarse. El principio de correspondencia ha de ser aplicado en la medida de cada uno de los constructos de este modelo, de lo contrario la predicción de la conducta a través de la intención puede resultar contradictoria y de escasa utilidad para el objetivo que en última instancia se pretende.

    Los estudios que han utilizado el modelo de la TAP han obtenido resultados muy diferentes en cuanto a la validez predictiva de cada uno de los constructos que la integran. Por lo que respecta a la percepción de control, estas diferencias también se han puesto de manifiesto. Algunos investigadores, debido a la escasa fiabilidad obtenida en los resultados de sus análisis, expresan la dificultad encontrada en la descripción operativa del constructo de percepción de control. El investigador ha de tener claro qué es lo que pretende medir y asegurarse de que los participantes en su estudio interpretan inequivocamente aquello que se les está preguntando, de lo contrario se obtendrán resultados erróneos, aspecto que cuestionará, en última instancia, la utilidad de cada uno de los constructos. En este orden de cosas, podemos comprobar que, en ocasiones, se confunde el concepto de control con el de dificultad-facilidad. Aunque existen situaciones en las cuales se considera que existe control a nivel consciente por parte del individuo de la conducta a realizar, en realidad puede resultar muy dificil llevarla a cabo. Al respecto, podemos

    Podemos observar distintas opiniones acerca del constructo de percepción de control. Por un lado, Terry y O´Leary (1995) sugieren que dicho constructo, cuando es utilizado dentro de la TAP, refleja más bien la facilidad o dificultad percebida tras la valoración de las variables presentes en el contexto donde se puede realizar la conducta, y no refleja los aspectos internos que están incluidos en el constructo de autoeficacia. Según estos autores, sería conveniente, a la hora de realizar la predicción de la conducta, aplicar conjuntamente el constructo de percepción de control de la TAP y el de autoeficacia. Cada uno de ellos aportaría información sobre el control percibido en la ejecución de una conducta determinada, permitiendo considerar tanto los factores internos como los externos. La utilización conjunta de ambos constructos, el control percibido y la autoeficacia, permitiría también conocer cómo influyen de forma independiente en la intención de conducta.

    Por otro lado, Ferguson, Dodds y Flannigan (1994) utilizan la percepción de control como un constructo genérico, integrado por distintas dimensiones, que varía en función de la valoración específica o general de las situaciones en las que se encuentra el individuo. En este trabajo se distingue, en primer lugar, entre atribución de control y locus de control. El primer concepto está más ligado al control percibido en una situación específica en la que se ha de llevar a cabo la conducta, mientras que el segundo hace referencia a las creencias generales y más duraderas que el individuo posee sobre sus propias capacidades prescindiendo, en parte, de las características de la situación. En este sentido, el individuo, como consecuencia de la intervención conjunta de las demandas de la situación y las mayores o menores limitaciones percibidas para afrontar dichas demandas, puede reajustar su autopercepción de control en esa situación concreta, pudiendo en determinados casos no realizar la intención de conducta previamente declarada. En este orden de cosas, Terry y O'Leary (1995) consideran que el constructo de percepción de control hace referencia, básicamente, a variables externas al individuo, considerándolo similar a la noción de expectativas de resultados. También subrayan la distinción entre percepción interna y externa, remarcando que no deben estar medidas por un mismo constructo, ya que si se perciben barreras internas el sujeto ya no se plantea la presencia de barreras externas. Sparks, Gurthie y Shepherd (1997) rechazan estas afirmaciones, subrayando la conceptualización realizada por Ajzen, y recordando que las expectativas de resultados están incluidas, no en la percepción de control, sino en las creencias generales acerca de la conducta, las cuales se hallan incluidas en la actitud según la TAR. Si la Teoría de Acción Planeada es una extensión de la teoría de Acción Razonada con el objetivo de mejorar la predicción de aquellas conducta que no están bajo completo control del individuo, el constructo de percepción de control no puede medir lo mismo que el primer antecedente de la intención, es decir, la actitud.

    Otro aspecto es que ambos constructos, actitud y percepción de control, puedan interaccionar en determinadas conductas, influyendo de forma conjunta en la intención de la misma. En este sentido, cuando la percepción de control y la actitud interactúan, se modifica la intención de ejecución, dando paso, posiblemente, a una conducta distinta de la que previamente se pretendía ejecutar. Esta interacción ocurre cuando, en cierta manera, el individuo es consciente de su acción (Ajzen, 1985; Ajzen y Madden, 1985), valorando los pros y los contras de la misma de acuerdo a las variables que contribuyen a aplazar su deseo. También es verdad que la amplitud del término percepción de control, a pesar de las dificultades en su definición y de la variabilidad en los resultados obtenidos, permite cierto grado de flexibilidad y holgura en su uso. No obstante, las directrices generales o modelos de ítems propuestos por Ajzen cuando formuló la TAP sirven de guía para que la inclusión de la percepción de control en distintos cuestionarios se pueda adaptar a la muestra y objetivo de estudio, definiendo previamente aquellos aspectos que han de ser más destacados en dicho constructo. La complejidad de la conducta humana hace difícil que puedan medirse en su totalidad todos y cada uno de los factores que están interviniendo en cada momento y situación. No obstante, cuantas más variables puedan definirse dentro de cada constructo, o mejor, que puedan ser añadidas a éste, más información obtendremos de los distintos aspectos que pueden interferir en la ejecución y, por tanto, podremos, en primer lugar, realizar una predicción más precisa y, en segundo lugar, poder establecer un plan de ayuda para facilitar o mejorar la realización de dicho comportamiento. Así, la comparación de teorías ha de tener como objetivo mejorar tanto el contenido de los instrumentos de medida, como la predicción del comportamiento, sobre todo de aquellos que impliquen un riesgo para la propia persona y/o para la gente que la rodea. Una revisión que conduzca a ensalzar una teoría frente a otra puede conducir a un distanciamiento del objetivo pretendido.

Primero la TAR y últimamente la TAP han sido aplicadas al estudio de la intención de la conducta futura en diversos ámbitos humanos. Aunque, básicamente, hasta finales de la década de los 80, la principal utilización de dicha teoría ha sido en la esfera del mercado y en la intención de voto, en los últimos años, ha aumentado su aplicación en la predicción de conductas de otros ámbitos, como es el de la salud. Concretamente, en este campo, los estudios se han dirigido a la predicción de distintos comportamientos preventivos de diferentes enfermedades y en el mantenimiento de las prescripciones o recomendaciones médicas. En líneas generales se observa que mientras en algunos estudios se han utilizado de forma diferencial y complementaria, conceptos incluidos en la TAP y autoeficacia, en otros han sido utilizados como sinónimos. Así, Rodgers y Brawley (1993) emplean la TAP y la autoeficacia conjuntamente para predecir qué individuos seguirán o abandonarán la participación en un programa de control de peso, siendo su objetivo último mejorar el estado de salud y prevenir determinados problemas. Este trabajo, que se desarrolló en un marco hospitalario, contó con una muestra de 37 personas. El objetivo de la investigación se centró en el desarrollo de un programa informativo-educativo sobre diferentes aspectos nutricionales y en el fomento del autocontrol de las conductas de ingesta y realización de ejercicio físico, utilizándose para ello los constructos de ambas teorías. La metodología utilizada consistió en sesiones informativas, con el objetivo de persuadir a los participantes hacia esas conductas, y sesiones de vídeo, que facilitaron la comprensión y el control en la ejecución de los comportamientos. Los datos mostraron diferencias en la predicción de seguir o abandonar los programas en cada una de las conductas mencionadas. Concretamente, se halló que la percepción de control de la TAP predice mejor la intención de llevar a cabo la conducta de realizar ejercicio físico que la conducta de control de peso.

El grupo de investigación de Sparks (Sparks y cols., 1997; Sparks y Gurthie, 1998) realizaron un estudio similar, aunque en esta ocasión se centraron en las actitudes e intenciones de la gente hacia la realización de una dieta con bajo contenido en grasas de animales, con el objetivo último de prevenir las enfermedades cardiovasculares. En uno de estos trabajos, dirigidos a disminuir el consumo de carne roja y de patatas fritas, utilizaron todos los componentes de la TAP. La muestra, que estaba integrada por personas que iban a realizar la compra a un supermercado, tuvo que cumplimentar un cuestionario conformado por 36 ítems que rastreaban aspectos relacionados con la actitud, la norma subjetiva y la percepción de control. Por lo que respecta a esta última, se recogían tanto los aspectos externos, percepción de dificultad, como los internos, percepción de control. Los resultados obtenidos mostraron que el tercer antecedente de la intención, es decir, la percepción de control, mejora la predicción de los comportamientos relacionados con la salud, presentando, en este caso, un mayor valor predictivo la percepción de dificultad, es decir, los aspectos externos de la percepción de control que los aspectos internos de dicho constructo.

Dentro de este campo de la psicología de la salud, se han estudiado otras conductas como la prevención del cáncer, la higiene bucal, etc. Aunque los resultados presentan cierta variabilidad según el tipo de acción. En líneas generales, podemos observar que el conjunto de los trabajos muestran, por un lado, que la percepción de control mejora la predicción de la TAP y, por otro lado, que este constructo tiene mejor validez predictiva que el constructo de autoeficacia. Estas consideraciones fueron observadas por McCaul, Sandgren, O'Neill y Hinsz (1993) tras la realización de dos investigaciones. En la primera de ellas se estudió el mantenimiento de las conductas de autoexploración para la prevención de cáncer de pecho y de testículos; la segunda de ellas estaba dirigida al estudio de la higiene bucal. Las medidas de los tres antecedentes de la intención así como de la autoeficacia se realizaron previamente al inicio del programa dirigido para promover dichas conductas preventivas de cáncer. En las sucesivas sesiones los participantes tenían que cumplimentar distintos autoinformes de la ejecución de las mismas. Las hipótesis formuladas fueron que las actitudes, la norma subjetiva, la percepción de control y la autoeficacia predicen la intención de la conducta; y que estos dos últimos constructos señalados son capaces de predecir la intención después de controlar tanto las actitudes como la norma subjetiva.

Los datos obtenidos mediante el instrumento de medida utilizado fueron examinados mediante análisis de correlación y de regresión múltiple. Los resultados pusieron de manifiesto que el valor predictivo de la percepción de control es mejor que el del constructo de autoeficacia. Al mismo tiempo, en los análisis de regresión, se observa que la percepción de control explica mejor la varianza en la predicción de la intención de ambas conductas, mientras que la autoeficacia sólo resulta significativa en la predicción de las conductas de autoexploración para la prevención de cáncer de pecho.

Por lo que respecta al estudio de prevención de enfermedades bucales, en el que se consideró el cepillado y enjuague bucal, también se han encontrado resultados diferenciales para ambos constructos, la percepción de control y la autoeficacia. Esta última sólo predijo la conducta de enjuague bucal, mientras que la percepción de control predijo ambas acciones, esto es, el cepillado y el enjuague bucal.

Existen otros trabajos que prescindiendo de las posibles diferencias entre ambos constructos los utilizan como sinónimos, y por tanto no introducen ninguna medida que los diferencie. Estos estudios centran la atención en comprobar el valor predictivo de cada uno de los antecedentes de la TAP. Así, Lechner y De Vrie (1995) investigaron acerca de la realización de ejercicio físico como conducta saludable, concluyendo que la percepción de control (autoeficacia) predice mejor la conducta que la actitud y la norma subjetiva; siendo esta última la que peor predice. Resultados similares han sido hallados por Hill, Boudreau, Amyot, Déry y Godin (1997) en el estudio realizado sobre la predicción de conductas relacionadas con la adquisición del hábito de fumar. En su trabajo utilizaron una muestra de 360 estudiantes de secundaria cuyas edades estaban comprendidas entre los 11 y 15 años. Esta muestra fue dividida en distintos grupos en función del número de cigarrillos consumidos (fumadores habituales y fumadores ocasionales) y la intención de iniciar o mantener el hábito tabáquico (débil o fuerte). Así, se conformaron cinco grupos, dos de ellos integrado por los no fumadores (un grupo presentaba una débil intención de iniciar el hábito y otro una fuerte intención), otros dos integrados por los fumadores ocasionales (uno presentaba una intención débil y otro una intención fuerte de seguir fumando) y un quinto grupo formado por los fumadores habituales con fuerte intención de continuar haciéndolo. El análisis de los resultados de las distintas variables que integran la TAP pusieron de manifiesto que la actitud y la percepción de control (autoeficacia) explican mejor la intención de fumar que la norma subjetiva en esta muestra específica de adolescentes. La percepción de control varió en función del grupo, es decir del estado en que se sitúa el hábito tabáquico y de los factores internos y externos de control. La norma subjetiva, es decir, la presión del grupo, no explicó la intención de iniciar o mantener esta acción en ninguno de los estados conductuales citados.

           En suma, en diferentes estudios se ha comprobado la utilidad predictiva de la TAP, no obstante según sean las acciones estudiadas se obtienen resultados diferentes en cada una de las variables que la integran. Así, la actitud y la percepción de control son las variables que mejor predicen las conductas de salud, siendo la norma subjetiva la que menor influencia presenta en la formación de la intención de las acciones relacionadas e esta área de comportamiento. La percepción de control, considerada como sinónimo o como complemento de la autoeficacia, mejora la validez predictiva de la intención de conducta, influyendo de forma directa en ésta y en la misma conducta, o de forma indirecta modificando previamente la actitud y la norma subjetiva. A su vez, la actitud también presenta alto valor predictivo de la intención, siendo ésta, conjuntamente con la percepción de control, uno de los antecedentes que tiene un mayor poder en la formación de la intención. El papel de la actitud en la predicción del comportamiento humano subraya la importancia de que tanto las creencias (variables cognitivas) y sobretodo las evaluaciones de las mismas (componente afectivo) influyen en la decisión de un individuo de comportarse de determinada forma.

            En otro orden de cosas, existen otras teorías que remarcan la importancia de la actitud para predecir el comportamiento humano. De hecho, nos encontramos que, en ocasiones, las actitudes han sido consideradas como el único determinante de la conducta humana desde distintos ámbitos o tendencias psicológicas. Esto explicaría la gran cantidad de connotaciones que adquiere el concepto; la actitud es entendida o explicada de diferente forma desde la pluralidad de las tendencias psicológicas. La multidimensionalidad del concepto puede observarse en la gran cantidad de definiciones que este concepto ha adoptado a lo largo de los años. Así, por ejemplo, Rosenberg y Hovland (1960) consideran la actitud como "la predisposición a responder ante un estímulo con determinado tipo de respuesta". Esta definición, según Stahlberg y Frey (1993), se enmarcaría dentro de un modelo tripartito, en el cual se considera que la actitud puede ser explicada atendiendo a tres componentes: el cognitivo, referente a las creencias y opiniones; el afectivo, correspondiente a los sentimientos positivos y negativos de las creencias relacionadas con el objeto de actitud; y, por último, el cognitivo-conductual, referente a la intención o tendencia para llevar a cabo la acción. La importancia dada a cada uno de estos componentes varía según distintos autores, así, mientras unos defienden la importancia equitativa de los tres componentes citados, otros autores abogan por la primacía de alguno de ellos sobre los demás. No obstante, también existen teorías que, aunque reflejan la multidimensionalidad de la actitud, no mantienen la equidad entre las distintas dimensiones que la conforman. Por ejemplo, Zimbardo y Leippe (1991) postulan que el componente primordial de una actitud es el afectivo o evaluativo, ya que considerar que una actitud es una evaluación hacia un objeto, de algo o de alguien, a lo largo de un continuo que va desde el agrado hasta el desagrado. Utilizando la terminología de estos autores, los sistemas actitudinales pueden ser explicados a partir de distintas dimensiones que están correlacionadas entre sí. Estas dimensiones son las siguientes: el comportamiento (ej: comer una dieta establecida saludable), la intención de llevar a cabo dicho comportamiento (ej: intentaré comer alimentos bajos en calorías y con poca grasa saturada), las cogniciones (ej: si como sano podré mantener mi tensión arterial dentro de los límites saludables), las respuestas afectivas (ej: siento miedo al pensar que pueda ocurrirme algo malo sino sigo una dieta equilibrada). Todos estos componentes inciden en la valoración afectiva hacia el objeto, la conducta saludable. Así, la actitud incluiría o estaría conformada por todos los elementos previos e influiría en el comportamiento futuro.

            En suma, como ya hemos comentado a lo largo de este trabajo, la actitud es un componente fundamental para predecir si se va a llevar a cabo un determinado comportamiento, ahora bien, no es el único. La situación específica y las variables personales inciden en nuestro comportamiento. De hecho, en ocasiones, muchas de nuestras acciones pueden basarse principalmente en nuestros sentimientos, manteniendo un contacto mínimo con nuestras ideas o conocimientos previos acerca del objeto. Los seres humanos podemos actuar atendiendo únicamente a nuestros sentimientos y emociones, dejando a un lado nuestra racionalidad. Además, nuestros comportamientos conllevan una serie de consecuencias que ofrecen información continua y pueden hacer variar nuestro comportamiento y/o actitud. Entre las consecuencias que se derivan de nuestros actos, las emociones juegan un papel primordial e inciden en la probabilidad de que se ejecute una conducta en un futuro. Las distintas emociones desencadenadas tienen, entre otras funciones, la de advertir al ser humano de que dirija su atención sobre los acontecimientos que han generado dichas emociones. Así, a partir de la valoración que se haga sobre la situación, se activa en los organismos la predisposición a la acción y la intención de llevar a cabo una conducta determinada. Cuando las respuestas emocionales son positivas, las personas tienden a mantener las conductas que han provocado dichas emociones. Por el contrario, cuando las respuestas emocionales son negativas, se pueden llevar a cabo dos acciones diferentes. Por un lado, el individuo puede tomar conciencia de que tiene que hacer frente a la conducta que ha generado dichas emociones; por otro lado, cuando el individuo no tiene capacidad para hacer frente a la conducta, puede intentar manipular las emociones desencadenadas. Por lo general, el comportamiento humano es muy complejo y puede desencadenar tanto emociones positivas como negativas (por ejemplo, cuando alguien deja de fumar se generan tanto emociones positivas –júbilo por el éxito– como emociones negativas ­–ira por haber renunciado a un hábito placentero–). La valoración que el individuo haga de dichas emociones y de otros acontecimientos personales y sociales determinará si el individuo realiza y mantiene su comportamiento saludable o, por el contrario, cede en su intento. Así, podemos observar cómo es posible que la adquisición de un nuevo comportamiento pueda predecirse, en gran parte, a partir de las reacciones afectivas ya que es posible que el resto de elementos no varíen. El aspecto cognitivo de la actitud en esta situación comentada, y en otras muchas, se mantiene estable (el tabaco es perjudicial para la salud), también la intención de llevar a cabo la conducta (quiero dejar de fumar). En este sentido, las respuestas emocionales desencadenadas y la forma en que los individuos las afrontan resulta crucial a la hora de predecir el comportamiento. Los factores cognitivos no son elementos nada despreciables en dicha predicción, pero éstos juegan un papel más destacado en las conductas que no han de realizarse de modo inmediato y en aquellas que el sujeto tiene una mayor percepción de control sobre la mismas, presentando una mayor seguridad de que nada ni nadie dificultará su acción.


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